Martes 25º del TO
Lc 8, 19-21
Hermanos en la fe:
El Evangelio nos revela una verdad desconcertante pero profundamente iluminadora: la incredulidad de los paisanos y parientes de Cristo. A Él lo consideran fuera de sí (Mc 3, 21), y en Nazaret, su propia tierra, intentan despeñarlo (Lc 4, 29). ¡Qué misterio! El Hijo de Dios, rechazado por los suyos. Y sin embargo, la fe florece en los corazones de los paganos y extranjeros. Los últimos, dice el Señor, serán los primeros.
Cristo
conoce esta cerrazón, no como teoría, sino como experiencia vivida. Por eso
exclama: “Ningún profeta es bien recibido en su patria” (Lc 4, 24). Él, que
vino a traer luz, se encuentra con la sombra de la incredulidad en su propia
casa.
Pero,
hermanos, Cristo no se detiene ante el rechazo. Él afirma los lazos de la fe,
que son más fuertes que los de la carne y la sangre. La verdadera familia de
Jesús no se define por la genealogía, sino por la acogida de la Palabra hecha
carne. Por la fe recibimos el Espíritu de Cristo, y ese Espíritu nos hace
verdaderos hermanos, verdaderos hijos.
¿Acaso
podría enseñar Cristo que por el Reino hay que dejar padre y madre, si Él mismo
no lo viviera? Por encima del afecto carnal, está la universalidad del amor, la
misión divina, el misterio del Padre. Los que se aferran a la carne permanecen
fuera del acontecimiento. En cambio, los “extraños” que acogen la enseñanza del
Hijo, entran en la intimidad de Dios. Ellos son madre, hermano, hermana. Ellos
son familia.
También
nosotros, hermanos, estamos llamados a esa maternidad espiritual: a concebir a
Cristo en nuestro corazón, a gestarlo en la esperanza, y a darlo a luz por la
caridad. Porque “la carne no sirve para nada; el espíritu es el que da vida”
(Jn 6, 63). Y como dice san Juan: “Sabemos que hemos pasado de la muerte a la
vida, porque amamos a los hermanos” (1 Jn 3, 14). La vida y la muerte están
ligadas a la fe y a la incredulidad. “Ni siquiera sus hermanos creían en Él”
(Jn 7, 5).
Jesucristo
ha venido a unirnos en un mismo espíritu, a formar la familia de los hijos de
Dios. Por la fe, concebimos a Cristo. Por la esperanza, lo gestamos. Por la
caridad, lo damos a luz. Esta es nuestra vocación: ser madre y hermanos del
Señor.
Por
encima de parentescos y patriotismos, Cristo llama a toda carne a su hermandad
y maternidad. Los lazos de la carne son naturales; los de la fe,
sobrenaturales. Vienen del cielo. Y por la fe, acogemos la Palabra de Dios
hecha carne, que fructifica en nosotros.
La
carne dice: “Dichoso el seno que te llevó”. Pero el Espíritu responde: “Dichosa
tú que has creído” (Lc 11, 27-28). Dichosos los que creen, los que guardan, los
que ven fructificar en sí la Palabra viva.
Hoy,
esta Palabra nos invita a escuchar y guardar; a creer y esperar… para llegar a
amar.
Que
así sea.
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