La exaltación de la Santa Cruz

La Exaltación de la Santa Cruz

Nm 21, 4-9 o Flp 2, 6-11; Jn 3, 13-17

La Cruz, signo de amor y de victoria

Queridos hermanos, hoy contemplamos la Cruz gloriosa de nuestro Señor Jesucristo. Aquella antigua fiesta de la “Cruz de Mayo”, tan profundamente arraigada en la devoción popular, fue trasladada por la Iglesia al 14 de septiembre, bajo el nombre de “Exaltación de la Santa Cruz”. ¿Por qué este cambio? Tal vez para despojarla de su ropaje folclórico y devolverle su sentido profundo: el misterio del amor salvador de Dios.

Sí, celebramos la Cruz no como instrumento de tortura, sino como trono de redención. En ella se revela el amor de Dios en su grado más alto: Cristo se entrega por nuestros pecados. En el Génesis leemos: “Si coméis, moriréis sin remedio”. La muerte se hacía inevitable, envolviendo al hombre en su sombra. Pero lo irremediable para el hombre, no lo es para Dios. Él no puede ser vencido ni por el diablo, ni por el pecado, ni por la muerte.

Cristo es la respuesta amorosa del Padre a la maldición que nos alcanzó. Dios no creó la muerte, ni puede morir. Por eso, el Hijo asumió nuestra carne mortal, haciéndose —como dice san Pablo— “pecado por nosotros”, para destruir la muerte, perdonar el pecado y liberar a todos los que, por temor a la muerte, vivían esclavizados por el diablo (Hb 2, 15). “Era necesario que el Mesías padeciera esto para entrar así en su gloria.”

Recordemos lo que ocurrió en el desierto: cuando el pueblo de Israel pecó, la muerte le salió al encuentro en forma de serpientes. Pero Dios, en su misericordia, le ofreció la salvación por medio de la serpiente de bronce. Quien la miraba con fe, vivía. Así también, Cristo será levantado en alto, como Moisés levantó la serpiente, para que todo el que crea en Él no muera, sino tenga vida eterna.

Por la fe en Cristo crucificado, el hombre es devuelto al Paraíso, del que fue expulsado por envidia del diablo. Dios establece con nosotros una alianza nueva y eterna, sellada en la sangre de su Hijo. Nos introduce en la vida eterna, para que nuestras obras de amor y fe, ofrecidas en un culto nuevo “en espíritu y verdad”, glorifiquen su nombre y proclamen su misericordia.

Mientras el Padre entregaba a su Hijo por amor a los pecadores, nosotros —judíos y paganos— lo condenábamos a muerte. Pero Él, en su infinita bondad, quiso pagar con su perdón el pecado de sus asesinos, desde Adán hasta nosotros. Aplicó su justicia a los injustos y les dio su Espíritu, vencedor del pecado, para introducirlos en la vida de la Nueva Creación, libre del pecado y de la muerte.

Hermanos, hay un sufrimiento que está unido al amor, y por eso tiene sentido. Es fecundo. Da fruto abundante. Dar a luz una nueva vida que implica dolor. Cristo sufrió los dolores del alumbramiento del Reino. Y los apóstoles, primicias de los discípulos, pasaron con Él por el valle del llanto. Fueron sumergidos en el torrente del sufrimiento, del que debía beber el Mesías (cf. Sal 110,7), para ser abrevados después en el torrente de sus delicias.

Porque en Él está la fuente de la vida, y en su luz vemos la luz (cf. Sal 36,9). Y así, levantaremos la cabeza con Él, en el gozo eterno de la Resurrección.

           Que así sea.

                                                             www.cowsoft.net/jesusbayarri  

Sábado 23º del TO

Sábado 23º del TO

Lc 6, 43-49

Edificar sobre la roca

Queridos hermanos, hoy la Palabra nos coloca ante una verdad ineludible: cada uno de nosotros ha de asumir las consecuencias de cómo ha conducido su vida. No estamos abandonados en la oscuridad de nuestras limitaciones. Dios, en su infinita misericordia, no ha dejado al hombre en la precariedad de buscar por sí solo la sabiduría que ilumina y fortalece. Él ha revelado el camino que conduce a la bienaventuranza del Reino.

La Escritura nos presenta dos sendas: la vida y la muerte. Dos caminos que se abren ante nosotros, y que exigen una elección. El hombre puede convertir su existencia en bendición o en maldición, según siga —o no— los caminos del Señor. Según crea, escuche su voz y obedezca su Palabra. Esta adhesión a los caminos de Dios, este seguimiento fiel, es lo que llamamos fe. Pero atención: la fe no consiste únicamente en creer que Dios existe, ni en aceptar que lo que dice es verdad. La fe auténtica, es obediencia, está en el seguimiento de Cristo.

El Señor nos llama a la vida eterna. Y para responder a esa llamada, necesitamos edificar sobre cimientos sólidos. No sobre arena, sino sobre la roca firme que es Cristo, la voluntad salvadora del Padre. Sólo así resistiremos los embates de las contrariedades. Isaías nos habla de una ciudad fuerte, habitada por un pueblo justo que observa la lealtad (cf. Is 26, 1-6). El Evangelio nos recuerda que no basta con decir “Señor, Señor”, sino que hay que hacer la voluntad de Dios, que siempre es amor.

Para entrar en su Reino, necesitamos la justificación que se obtiene por la fe en Cristo. Por ella entramos en el régimen de la gracia. Dios no sólo ha mostrado el camino, sino que lo ha hecho accesible, tendiendo un puente sobre el abismo abierto por el pecado. Por la fe, reconocemos a Cristo como el Señor que nos libra de la iniquidad de nuestras obras muertas, para obrar según su voluntad en la justicia. No son las obras de la ley, sino las obras de la justicia que brotan de la fe, las que nos abrirán las puertas del Reino.

Así, por la obediencia de la fe alcanzamos la salvación. Porque la fe sin obediencia está vacía, y arriesga a que nuestros afanes terminen en el más estrepitoso fracaso. Obedecer a Dios es escuchar a quien nos ama, a quien ha puesto en juego la vida de su Hijo por nosotros. La obediencia es amor. Y el amor da contenido a nuestra respuesta al amor con que Dios nos justifica, borrando nuestros pecados. Como dice la sabiduría popular: “Amor con amor se paga”.

Por eso, el corazón debe estar sólidamente adherido al Señor, no sólo por especulaciones vanas, por palabras, por sentimientos o deseos, sino por acciones concretas de nuestra voluntad. Con frecuencia, nuestro corazón está lleno de sí mismo: de miedos, de desconfianza, de incredulidad. Y así, se cierra a la voluntad de Dios, que es siempre amor y fortaleza para quienes en Él se refugian. Por eso, la Palabra tiene poca incidencia en nosotros, porque no encuentra resonancia en el abismo de nuestro corazón.

Las obras de justicia con las que respondemos al amor de Dios son las piedras sillares que sostienen la casa del justo, para que se mantenga en pie eternamente. Sólo en las acciones se muestra la verdad de la persona, como decía san Juan Pablo II en Persona y acción. El resto —como decía santa Teresa— son intenciones, fantasías e ilusiones. “Hechos son amores”, nos recuerda, una vez más, la fe del pueblo.

Y en medio de nuestra debilidad, la Eucaristía viene en nuestra ayuda. Es alimento sólido en la travesía del desierto de nuestra vida. Es alianza frente al enemigo. Es refugio en medio de las inclemencias. Que el Pan de Vida nos fortalezca para caminar por el sendero de la justicia, y que nuestra fe, hecha obediencia, nos conduzca al Reino eterno.

Amén.

                                                     www.cowsoft.net/jesusbayarri  

Viernes 23º del TO

Viernes 23º del TO

Lc 6, 39-42

La Caridad y el Juicio

Queridos hermanos:

En esta feria recordamos la memoria del “Dulce nombre de María,” que por su gracia, cambia la etimología de su nombre derivado de amargura, en dulzura.

Detrás de esta palabra se esconde una verdad luminosa y profunda: todos somos pecadores, y si hemos alcanzado misericordia, ha sido por puro don gratuito de Dios. No por mérito propio, sino por gracia. Por eso, lo que pretendemos corregir en los demás, suele formar parte de nuestros propios defectos. La paja en el ojo del hermano también está en el nuestro, pero además cargamos con la viga de nuestra falta de caridad.

Nuestra visión está nublada, si carece de la luz de la caridad, esa luz que justifica al pecador, porque —como dice san Pablo— “la caridad todo lo excusa y no lleva cuentas del mal” (cf. 1 Co 13,7). Lo que creemos luz en nosotros, no es sino tinieblas. Y los hombres, más que nuestra reprensión, necesitan nuestra oración.

Si en nosotros no brilla la caridad, más nos vale buscarla con urgencia, antes de atrevernos a corregir a los demás. De lo contrario, seremos como guías ciegos que guían a ciegos y arrastran a otros al hoyo.

La caridad, hermanos, corrige nuestras miserias y disimula las ajenas. Cuando falta la caridad, magnificamos los defectos del prójimo y minimizamos los propios. Entonces, juzgamos y corregimos en los demás lo que deberíamos limpiar en nosotros. El problema no son las briznas ajenas de imperfección, sino las vigas propias de nuestra falta de amor. Nos resulta más fácil sermonear que ayunar; más cómodo criticar que levantarnos en la noche a rezar por los pecados del hermano.

Sobre nosotros pesa una acusación: somos convictos de pecado, acusados en espera de sentencia. Pero en Cristo, Dios ha promulgado un indulto, al que debemos acogernos. Y en lugar de hacerlo, nos erigimos en jueces, negándonos a conceder gracia a los demás. El Señor llama a esto hipocresía, y nos invita a elegir el camino de la misericordia, que somos los primeros en necesitar.

Si Dios ha pronunciado una sentencia de misericordia en este “año de gracia del Señor”, ¿quiénes somos nosotros para convocar a juicio, poniéndonos por encima de Dios? Si la ley es el amor, tiene razón Santiago al decir que quien juzga se pone por encima de la ley, y por tanto, no la cumple.

Si nos llamamos cristianos, debemos comprender que es más importante tener misericordia que corregir las faltas ajenas. Más importante que juzgar, es cargar con el otro por amor, como Cristo ha cargado con nuestras culpas. Más importante es redimir, que denunciar.

Esto no impide que, ante ciertos pecados graves, haya que reprender al hermano a solas, con amor, buscando ganarlo, como enseña el Evangelio (cf. Mt 18,15; Lc 17, 3). Ama, y haz lo que quieras: tanto si corriges como si callas, lo harás por amor.

En la Eucaristía, Cristo se nos entrega, y nos invita a devolver lo que tomamos de su mesa: perdón, misericordia, amor. “No juzguéis, para que no seáis juzgados. Porque con el juicio con que juzguéis, seréis juzgados; y con la medida con que midáis, se os medirá” (cf. Mt 7,1-2). Hipócrita, saca primero la viga de tu ojo, y entonces verás con claridad para sacar la brizna del ojo de tu hermano.

La caridad, sufre por el desvarío del pecador y se alegra por su conversión, considerándolo como miembro propio.

Recordemos que la caridad que nos une a Dios, nos une también a los hermanos. Y siendo hijos de Dios, nos une incluso a los enemigos. La caridad que nos diviniza, nos hace verdaderamente humanos.

Los padres del desierto decían: “Cuando juzgamos a un pecador, nuestra conversión se detiene.” El Señor ha comparado la falta del prójimo a una paja, y el juzgar, a una viga. Así de grave es juzgar: más grave, quizá, que otros pecados que podamos cometer.

El fariseo que oraba y agradecía a Dios por sus buenas acciones decía la verdad, pero no fue justificado. Porque aunque debemos agradecer a Dios por cualquier bien que podamos realizar —pues lo hacemos con su asistencia— esto debe movernos a la caridad, no al juicio ni a la vanagloria. El fariseo fue rechazado por decir: “No soy como los otros hombres” (cf. Lc 18,11), sin dar gloria a Dios y despreciar al pecador. Fue culpable por juzgar la persona del publicano, su alma, su vida entera.

Hermanos, que la caridad sea nuestra luz. Que ella nos guíe en el camino del Evangelio. Que ella nos enseñe a ver, no para condenar, sino para salvar.

Amén.                                                            

www.cowsoft.net/jesusbayarri

Jueves 23º del TO

Jueves 23º del TO 

Lc 6, 27-38

Llamados a la perfección del amor

Queridos hermanos, hoy el Señor nos invita a vivir conforme a lo que hemos recibido. No se trata de una simple exhortación moral, sino de una llamada profunda a la transformación interior. Hemos sido amados con una perfección divina, no cuando éramos justos, sino cuando aún éramos pecadores, enemigos de Dios. Y si ese amor ha sido acogido en nuestro corazón, ningún mal podrá dañarnos. Al contrario, con el bien que hemos recibido, venceremos todo mal.

Pero si permitimos que el mal penetre en nuestro corazón, allí engendrará sus hijos: el rencor, la soberbia, la envidia... y estos nos destruirán desde dentro. Alguien dijo con sabiduría: “No todo lo que duele daña, pero lo que daña, duele profundamente.”

En el libro del Eclesiástico leemos: “El Altísimo odia a los pecadores, y dará a los malvados el castigo que merecen” (Eclo 12, 6). Y san Pablo, con claridad profética, nos recuerda: “Ni impuros, ni idólatras, ni adúlteros, ni afeminados, ni homosexuales, ni ladrones, ni avaros, ni borrachos, ni ultrajadores, ni explotadores heredarán el Reino de Dios” (1 Co 6, 9-10). Pero añade con esperanza: “Y tales fuisteis algunos de vosotros.”

¡Qué misterio tan grande! En el don gratuito del amor y del Espíritu Santo, hemos sido llamados a una vida nueva. Una vida que responde a la misericordia recibida con justicia vivida: “Pero habéis sido lavados, habéis sido santificados, habéis sido justificados en el nombre del Señor Jesucristo y en el Espíritu de nuestro Dios.”

San Agustín, comentando el salmo 121, dice que los montes a los que debemos levantar los ojos para recibir el auxilio del Señor son las Sagradas Escrituras. Y en esta Palabra, hemos alcanzado su cima más alta: el cielo del amor de Dios. Por este amor, podemos llegar incluso a odiar nuestra propia vida y a amar a quienes nos odian.

Este amor no es natural, es sobrenatural. La carne ama lo suyo y detesta lo que le es contrario. San Pablo nos enseña que la carne y el espíritu son entre sí antagónicos. Para recibir este amor espiritual, es necesario renunciar a la carne, como dice el Señor en el Evangelio: «Si alguno viene junto a mí y no odia a su padre, a su madre, a su mujer, a sus hijos, a sus hermanos, a sus hermanas y hasta su propia vida, no puede ser discípulo mío.»

En Cristo hemos sido amados así. De Él recibimos su Espíritu, que nos hace hijos del Padre. Y esa naturaleza divina se manifiesta en nosotros cuando amamos a nuestros enemigos. Aquella antigua palabra: “Sed santos, porque yo, Yahvé, vuestro Dios, soy santo” (Lv 20, 7), se transforma ahora en: “Sed perfectos, porque vuestro Padre celestial es perfecto.”

Porque hemos recibido su naturaleza, somos sus hijos. Y si no tuvimos mérito alguno para ser amados así, entonces amemos a quienes no lo merecen, para que también ellos puedan amar y merecer.

La perfección del amor de Dios está en que ama también a los malvados y a los pecadores. Hace salir su sol sobre buenos y malos, y manda la lluvia sobre justos e injustos. Esta es la perfección a la que llama a sus discípulos, dándoles su Espíritu Santo: “Amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os odian, rogad por los que os persiguen, bendecid a los que os calumnian.”

Este es el espíritu que vemos en David, un hombre según el corazón de Dios. El amor de los discípulos no puede ser igual al de los escribas y fariseos, ni al de los publicanos y pecadores. Después de haber sido amados así por Cristo y haber recibido su Espíritu, estamos llamados a amar como Él.

Desde el hombre terreno y carnal hasta el hombre celestial, hay un camino que recorrer. Ese camino comienza con la fe y culmina en la fidelidad a Cristo.

          Que así sea.

                                                   www.cowsoft.net/jesusbayarri  

 

Miércoles 23º del TO

Miércoles 23º del TO

Lc 6, 20-26

Llamados a la Bienaventuranza y la santidad

Queridos hermanos, Dios ha creado al hombre para compartir con él su vida beata. En lo más profundo del corazón humano ha sembrado una sed insaciable de bienaventuranza, esa plenitud que llamamos felicidad. Esta vocación, inscrita en nuestra alma desde el origen, nos revela que hemos sido hechos para la comunión con Dios. Y por eso, cuando el hombre se aleja de su Creador, experimenta una frustración constante, un vacío que nada en este mundo puede llenar.

Pero bendito sea Dios, que no ha dejado al hombre en su extravío. Para que podamos alcanzar nuevamente esa bienaventuranza perdida por el pecado, nos ha enviado a su Hijo, Cristo Jesús, “vida nuestra”, en quien la vida divina se ha encarnado. En Él, el Reino de Dios se nos ofrece como gracia, como don gratuito, como promesa de plenitud.

Ante Jesús se presenta la muchedumbre y sus discípulos. Los discípulos, que han creído en Él, han arrebatado ya el Reino de los Cielos. La muchedumbre también está llamada a poseerlo, si acoge con fe la predicación. Por eso, en el sermón de las bienaventuranzas, dos se refieren al presente del discípulo, y las demás al futuro de quienes aún están por creer. Las bienaventuranzas que abrazan a los discípulos —los pobres de espíritu y los perseguidos por causa de la justicia— enmarcan el mensaje entero, como puertas abiertas que invitan a todos a entrar.

Los discípulos son los que han abrazado la pobreza espiritual y la persecución por amor a la justicia que viene de Dios. Estas dos realidades, pobreza y persecución, les acompañarán hasta el final del camino, hasta la meta que es el Reino.

La Palabra nos invita a contemplar ese Reino que Cristo inaugura en el corazón del hombre, un Reino que se opone radicalmente al espíritu del mundo. Lo poseerán los humildes, los mansos, los que lloran, los misericordiosos, los puros de corazón, los pacíficos, los que tienen hambre y sed de justicia. Todos ellos serán conformados a Cristo, y tienen ya la promesa de alcanzarlo.

Este Reino no se impone, no hace ruido al llegar. Viene como brisa suave, como semilla que germina en el silencio. Y sin embargo, exige de nosotros una respuesta: fe, conversión, combate interior. Porque el Reino se arrebata haciéndonos violencia, con la fuerza de una adhesión humilde y libre.

El discípulo que pertenece al Reino se caracteriza por la humildad: pobreza espiritual, mansedumbre, paciencia en el sufrimiento. Ha sido sanado de la soberbia, del orgullo que lo alejaba de su condición de criatura. Por eso no puede gloriarse ante el Señor, sino en el Señor, como nos recuerda san Pablo.

Y el Señor nos dice hoy: “Quienes poseéis estos dones por causa mía, gracias a mí, ¡alegraos!, ¡gozaos! Porque vuestra recompensa es grande en los cielos, y de ella gozan los profetas, perseguidos antes que vosotros.”

Nosotros también, si somos pobres de espíritu, si sufrimos persecución por vivir según la justicia, si nos encontramos entre los mansos, los puros, los misericordiosos, estamos llamados a ser bienaventurados como los santos. Aquellos que, según el Apocalipsis, forman la muchedumbre inmensa que alaba a Dios (cf. Ap 7,9).

San Pablo lo proclama con claridad: “Esta es la voluntad de Dios: vuestra santificación” (cf. 1 Ts 4,3). En los albores del cristianismo, así se llamaba a los miembros de la Iglesia: santos. En su primera carta a los Corintios, Pablo se dirige “a los santificados en Cristo Jesús, llamados a ser santos, junto a todos los que en todo lugar invocan el nombre de nuestro Señor Jesucristo.”

La santidad, hermanos, consiste en que el amor de Dios sea derramado en nuestros corazones por obra del Espíritu Santo. Y santo es quien permanece en ese amor, como nos dice el Señor: “Permaneced en mi amor.”

El Papa Benedicto XVI, en el Ángelus del día de Todos los Santos de 2007, nos recordaba que el cristiano ya es santo por el Bautismo, que lo une a Jesús y a su misterio pascual. Pero también debe convertirse, conformarse a Él cada vez más íntimamente, hasta que en él se complete la imagen de Cristo, el hombre celeste.

A veces pensamos que la santidad es un privilegio reservado a unos pocos. Pero no, hermanos. Ser santo es el deber de todo cristiano, y más aún, ¡de todo hombre! Porque Dios nos ha bendecido y elegido en Cristo para “ser santos e inmaculados en su presencia, en el amor.”

Todos los seres humanos estamos llamados a la santidad. Esta consiste en vivir como hijos de Dios, en aquella semejanza con Él según la cual hemos sido creados. Todos somos hijos de Dios —en sentido amplio— y todos debemos llegar a ser lo que somos, por medio del camino exigente de la libertad. Dios nos invita a formar parte de su pueblo santo. Y el Camino es Cristo, el Hijo, el Santo de Dios. Nadie va al Padre sino por Él (cf. Jn 14,6).

Que la fidelidad de los santos a la voluntad de Dios nos estimule a avanzar con humildad y perseverancia en el camino de la santidad, siendo en todas partes testigos valientes de Cristo. Ellos, que han vencido en las pruebas, pueden ahora interceder por nosotros en el combate. Nuestra esperanza se fortalece, y en ella se van quemando las impurezas de nuestra debilidad.

           Que así sea.                                                                                                                                   www.cowsoft.net/jesusbayarri  

Martes 23º del TO

Martes 23º del TO

Lc 6, 12-19

Los Apóstoles: Fundamento de la Iglesia y Testigos del Cordero

Queridos hermanos, escuchad con atención el misterio que hoy contemplamos: El Señor, en su infinita sabiduría, eligió a los apóstoles de entre sus discípulos, después de haber pasado la noche en oración. No fue una elección al azar, sino fruto del diálogo íntimo con el Padre. Los llamó para que estuvieran con Él, para que compartieran su vida, y para enviarlos a predicar la Buena Nueva.

Como columnas vivas de la Iglesia, ellos fueron los primeros testigos del Evangelio en Judea, y luego, por mandato divino, en todo el mundo. Mientras a los espíritus malignos les ordena callar, a los apóstoles les manda hablar, anunciar, proclamar.

El Evangelio nos dice que acudieron muchos de la región de Tiro y Sidón, primicias de los gentiles, a quienes los apóstoles habrían de congregar en el nombre del Señor. La tradición los reconoce como mártires, y el Apocalipsis los presenta como fundamentos de las puertas celestiales de la ciudad dorada, la Jerusalén nueva, desposada e iluminada por el Cordero inmolado. Allí, los hijos de Dios son consolados con consolación eterna.

Y nosotros, sí, también nosotros, que hemos sido asociados por el Señor al ministerio apostólico, somos llamados a estar con Él dondequiera que se encuentre: En el rostro del pobre, en los enfermos, en la solemnidad de la liturgia, en la oración que se eleva al cielo, y en el corazón del pecador que se abre a la gracia de la conversión.

El número doce no es casualidad. Hace presente al Israel elegido, depositario de las promesas, y representa la continuidad de las bendiciones dadas a Abrahán y su descendencia, por las cuales serían bendecidas todas las naciones. Cristo, retoño de David, perpetúa la realeza y la elección de Israel, que ahora se abre a los gentiles por medio de la misión confiada a los “apóstoles”: nombre nuevo para una vida nueva, recibida del Espíritu Santo, que los envía a iluminar el mundo y salar la tierra, para la regeneración de toda la creación.

Heraldos del Evangelio, maestros de las naciones hasta los confines de la tierra, sumergen al mundo en las aguas de vida eterna que brotan del costado abierto de Cristo. Sacian la sed sempiterna de la humanidad redimida.

¡Oh apóstoles de Cristo! Glorificados por el testimonio de vuestra sangre, derramada como la de vuestro Maestro, que os ha nutrido y con la que habéis abrevado a todos los pueblos para la vida eterna.

Pedro, Andrés, Santiago y Juan; Felipe, Mateo, Bartolomé y Tadeo; Santiago el de Alfeo, Tomás, Simón el Cananeo y Matías, elegido en lugar del desertor. A ellos nos unimos en bendición, exaltación, glorificación y acción de gracias al Padre, que nos dio a su Hijo como propiciación por nuestros pecados, y lo resucitó para nuestra justificación.

A Él, la gloria, el poder, el honor y la alabanza, por los siglos de los siglos. Amén.

           Que así sea.                                                                                                                                                       www.cowsoft.net/jesusbayarri  

 

Natividad de la Bienaventurada Virgen María

Natividad de la Bienaventurada Virgen María

Mi 5, 1-4ª; o Rm 8, 28-30; Mt 1, 1-16.18-23

Natividad de la Santísima Virgen María

Queridos hermanos, ¡qué misterio tan grande celebramos en esta festividad! El Hijo de Dios, engendrado del Padre antes de todos los siglos, Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero, por nosotros los hombres y por nuestra salvación, ha preparado para sí un lugar santo: el seno purísimo de la Virgen María. Y en ese seno, la Inmaculada fue concebida sin mancha, para que de ella naciera el Salvador.

La salvación se vuelve luminosa en la conmemoración de este nacimiento. Las tinieblas se disipan, las sombras de la muerte se desvanecen, y la luz de Dios resplandece en Nazaret. El Señor se desposa con su pueblo, y ese pueblo es toda la humanidad, que Él asumirá en el cuerpo inmaculado de María.

Pero el gozo del amor no está exento de dolor. Una espada atravesará el alma de la Madre, preludio de la gloria definitiva del “Dios con nosotros”, el Hijo de María, el llamado “Hijo de David”, Jesús, quien salvará a su pueblo de sus pecados. Dios, Rey, Salvador y Redentor, se nos da en un niño. El Hijo nos es entregado. Y el hombre verá a Dios, trayendo consigo la vida nueva, estableciendo el Reino en la dignidad de los hijos de Dios, e introduciendo a la humanidad en la vida eterna, liberándola de la antigua esclavitud del pecado y de la muerte.

La Natividad de María está, pues, inseparablemente unida al misterio pascual: a la muerte y resurrección de Cristo. No es solo un recuerdo gozoso del anuncio de la paz y la fraternidad que Cristo trae. La Iglesia contempla esta fiesta como preludio de la Pascua. Lo ve recostado en un pesebre, dando gloria a Dios en el cielo y paz en la tierra a los hombres que Él ama.

Celebrar la Natividad de María es abrirse a una nueva realidad: asemejarse al Hijo de Dios, dejarse transformar por la gracia, buscar las cosas de arriba y crecer en el amor fraterno. Alabamos a Dios porque, en estos tiempos últimos, nos ha hablado por medio de su Hijo, asumiendo las fatigas de la vida nueva que ya se anunciaba en María.

Si Cristo, engendrado por el Espíritu Santo y concebido en el seno de María por la acogida de la Palabra, fue dado a luz y realizó su obra de salvación, también nosotros podemos concebir a Cristo en nuestro interior. Engendrado en nosotros por el Espíritu Santo mediante la fe, podemos gestarlo con nuestra fidelidad, para que nazca de nosotros y se haga visible en las obras de su amor, derramado por el Espíritu en el corazón de todo creyente.

Glorifiquemos, pues, al Señor, que en María nos anuncia su venida salvadora. Su corazón, preservado del pecado, nos anuncia el nuestro, purificado por el perdón. Porque, como dice el Señor: “Todo el que cumple la voluntad de mi Padre que está en los cielos, ese es mi hermano, mi hermana y mi madre” (Mt 12, 50).

          Que así sea.

                                                             www.jesusbayarri.com

Domingo 23º del TO C

Domingo 23º del TO C

Sb 9,13-19; Filemón 9b-10.12-17; Lc 14,25-33

El amor: camino de cruz y de vida

Queridos hermanos:

El Evangelio nos revela que hay dos formas de vivir esta vida. La primera consiste en tratar de realizarse, progresar, tener éxito, conseguir una buena posición, familia, dinero, bienestar… En una palabra, “buscar la propia vida”, como dice la Escritura.

Hay otra forma, que consiste en acudir a Cristo, seguirlo y hacerse discípulo suyo, haciendo lo que Él hizo: negar su propia vida y perderla, entregándola por amor en una cruz.

El Señor nos advierte que, “si alguno quiere vivir así”, debe comprender que esto solo es posible apoyándose en Él, con su gracia, porque no es posible hacerlo con nuestras solas fuerzas.

Dios es amor. No un amor abstracto, lejano o indiferente, sino un amor que quiere nuestro bien, que desea elevarnos desde nuestra realidad carnal y complaciente para llevarnos al amor que da vida: amor a Dios y amor al prójimo. “Haz esto y vivirás” (Lc 10,28), nos dice la Escritura.

Pero nuestro corazón, herido por el pecado, tiende a apropiarse incluso de lo más sublime. Por eso, la única forma de purificar la intención profunda de nuestro corazón es mediante la negación de sí mismo, ese “odiar la propia vida” que nos propone el Evangelio (cf. Jn 12,25). Es la cruz la que nos enseña a acoger lo que viene de Dios como causa primera, negando aquello que nos encierra en nosotros mismos. Nuestro yo debe eclipsarse ante el Yo del Amor, ante el Señor del universo.

El camino del discípulo exige una decisión vital: abandonar todo en la Palabra de Cristo. Esta decisión se concreta en la renuncia a los bienes, en poner la propia vida a los pies del Señor, como un bautismo en el amor de su Nombre. Tomar la cruz y seguirle es aceptar su misión salvadora, poniendo nuestra existencia al servicio del Reino.

Negándonos a nosotros mismos, amamos a Aquel de quien todo lo hemos recibido. Amamos su voluntad, su promesa, su vida verdadera. Y esa vida no se posee en la carne, sino en una dimensión trascendente: en la eternidad.

Seguir a Cristo es acoger el Reino de Dios y entrar en él. Pero esto supera nuestras fuerzas humanas. Es don gratuito, recibido desde lo alto mediante la fe en Cristo. Porque “nuestra lucha no es contra la carne ni la sangre” (Ef 6,12), y el amor al que somos llamados no es terrenal, sino celeste.

Nuestros amores, siempre marcados por el interés, se convierten en ataduras que nos impiden volar hacia la inmolación del yo, en aras del amor de Cristo. Por eso, el joven rico se entristece: porque no pudo soltar sus seguridades y acoger la palabra del Señor. En cambio, los mártires encarnaron esta entrega, unidos a Cristo, y encontraron la paz.

Solo en la fe, como don del Espíritu, es posible asumir el sufrimiento y la muerte que implica negarse a uno mismo. Porque ya no nos sostenemos en lo mundano, sino en la bienaventuranza eterna, recibida de Cristo como certeza viva y garantizada por la fe. El sufrimiento, la angustia y la muerte se convierten entonces en parte del itinerario del amor, camino hacia la plenitud.

Dice el Señor: “Si alguno quiere venir en pos de mí…” (cf. Mt 16,24). Yo he entrado en la muerte para vencerla, por vosotros. Me he vaciado de mis prerrogativas, entregando mi voluntad al Padre. Quien me sigue será incorporado a mi vida y a mi misión. “Donde yo esté, allí estará también mi servidor” (Jn 12,26).

Yo me he uncido a vosotros en el yugo de vuestra carne, para arar juntos lo que, solos, era imposible para vosotros. No retuve mi condición divina, y vosotros debéis negar vuestra condición humana: padre, madre, hermanos, esposa, hijos, bienes… hasta la propia vida. Como yo recibí vuestra carne, vosotros debéis recibir mi Espíritu, para uncirnos bajo un mismo yugo (cf. Dt 22,10). La libertad verdadera consiste en desatar las amarras que nos atan, para poder arar con Cristo.

“Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón” (Mt 11,29), dice el Señor. Él, siendo Dios, se hizo hombre, se sometió al Padre, tomó nuestra carne y arrastró el arado de la cruz con mansedumbre. Nosotros, siendo hombres, queremos ser dioses, nos rebelamos, nos llenamos de orgullo y violencia, y nos sometemos al yugo del diablo, que nos fatiga y nos agobia. Por eso, el Señor nos dice: “Aprended de mí”. No a crear el mundo, sino a ser mansos y humildes, como enseñó san Agustín. No a ser dioses, sino a someternos al Padre, trabajando con Cristo, el Redentor del mundo.

A esta meta nos incorpora la Eucaristía, cuando decimos “Amén” a la entrega de Cristo, que se nos ofrece sacramentalmente en su carne y en su sangre. En ese “Amén” está nuestra cruz, nuestra renuncia, nuestra unión con Él. Y en esa unión está la vida eterna.

 

  Proclamemos juntos nuestra fe.

                                                                                                                        www.cowsoft.net/jesusbayarri  

Sábado 22º del TO

Sábado 22º del TO

Lc 6, 1-5

El corazón de la ley es el amor

Hermanos, entre los preceptos que Dios ha dado a su pueblo, hay algunos que resplandecen por su solemnidad, como el descanso sabático. Pero no nos engañemos: el centro, el alma, el latido profundo de todos ellos es el amor. Porque de Dios proceden, y Dios es amor. Él no busca imponer cargas, sino edificar al hombre en la caridad, conducirlo a la contemplación de su gratuidad y de su bondad infinita, despegándolo del egoísmo y del interés.

Cuando nos enfrentamos a dilemas, cuando la ley parece entrar en conflicto con la vida, necesitamos algo más que la letra: necesitamos discernimiento. Y ese discernimiento no nace del cálculo, sino del corazón que ha madurado en el amor. Sólo el que ama puede juzgar rectamente. Sólo el que ama ve con claridad a través de los hechos, sin distorsión, sin prejuicio. Por eso el Señor dice: “Yo quiero amor, conocimiento de Dios” (Os 6,6). Y a los que no comprenden, les exhorta: “Id, pues, a aprender qué significa aquello de ‘Misericordia quiero, y no sacrificios’” (Mt 9,13).

El discernimiento es luz. Es la capacidad de distinguir lo esencial de lo accesorio, de separar la letra del espíritu. Y esa luz crece con el amor. “La ciencia infla, mientras la caridad edifica” (1 Co 8,1). Pero esa caridad no es obra humana: es derramada en nuestros corazones por el Espíritu Santo, en aquellos que creen y acogen la voluntad de Dios en su vida. Por eso decía san Agustín parafraseando a Tácito: “Ama y haz lo que quieras.” Porque quien ama, discierne. Quien ama, es sabio. Pero donde falta el amor, no faltará la necedad.

Mirad a Cristo. Su misericordia no se detiene ante el sábado. Permite al paralítico cargar su camilla, toca al leproso, sana en día de reposo. ¿Por qué? Porque el amor no espera. Porque el amor no se encierra en normas, sino que las trasciende. Las curaciones de Jesús no solo restauran cuerpos, sino que mueven los corazones a bendecir y glorificar a Dios. Y ese, hermanos, sí es el verdadero espíritu del sábado: elevar el corazón al cielo, para que el espíritu le siga, y finalmente también el cuerpo.

 Esta palabra, que nace de un problema de discernimiento, nos revela el corazón de la ley: el amor. Con ese amor, Dios ha querido relacionarse con el hombre. Con ese amor da sentido a nuestra existencia, más allá de nuestras ocupaciones, más allá de nuestras relaciones humanas.

El sábado, al liberar al hombre de la maldición del trabajo incesante, le concede un anticipo de la vida eterna. En ese día, Dios se presenta como nuestro único sustento, nuestra verdadera riqueza aquí en la tierra, y nuestra meta gloriosa en el cielo.

Que así sea.                                                                                                                                                                   www.cowsoft.net/jesusbayarri

Viernes 22º del TO

Viernes 22º del TO

Lc 5, 33-39

El vino nuevo del Espíritu

Queridos hermanos, si aceptamos que el vino nuevo es el amor de Dios, derramado por el Espíritu en el corazón del hombre mediante la fe, entonces comprendemos que esta fe, como encuentro vivo con Cristo, es un don gratuito, pero también libre. Es el Padre quien revela al Hijo, movido por el Espíritu, haciendo al hombre capaz de contener ese vino nuevo: el amor divino que supera el vino añejo de la ley.

El gozo del Espíritu no se mezcla con la tristeza del ayuno impuesto. El don del Espíritu, siendo gratuito, no se impone; respeta la libertad del corazón humano. Puede ser acogido o rechazado, pues el Señor no fuerza la puerta del alma. Así lo dice la Escritura: “La fe no es de todos” y “Nadie puede venir a mí si el Padre no lo atrae”. Es el Padre quien entrega las ovejas al Hijo, y el Hijo las guarda con ternura.

El Evangelio nos presenta la alegría de las bodas con la presencia del Esposo. El ayuno cristiano, entonces, no es una práctica vacía, sino una actitud de espera ante la ausencia del amado. San Pablo ve a la comunidad como la esposa, y él, como amigo del Esposo, contempla la acción del Espíritu en ella. En Cristo, el Esposo embellece a su esposa con la dote de su Espíritu, llamando a los discípulos a una relación de amor con Dios.

Somos invitados a participar del banquete nupcial en el Reino. La esposa es santificada por la santidad del Esposo, y sale a su encuentro en el desierto cuaresmal, para escuchar su voz y dejarse seducir por Él. Sin el consuelo del Esposo, todo otro consuelo, aunque no sea ilícito, se vuelve vano e insignificante ante el amor.

La novedad del encuentro con Cristo es incomprensible para quienes no han experimentado la consolación del Espíritu. Lo que nos hace odres nuevos no es la ley, sino la acogida de la misericordia. El Señor no vino a buscar a los justos, sino a los pecadores, capacitándolos para ser colmados del vino nuevo del Espíritu Santo. Como dice san Pablo: “Llenaos más bien del Espíritu” (Ef 5,18).

Como Cristo, también sus discípulos se someten al combate del desierto, como testimonio de su amor total al Padre. Se dejan conducir por el Espíritu, incluso hasta la cruz, en favor de los hombres. Juan y sus discípulos, como los judíos, viven en la ausencia del Esposo y excitan la espera de aquel que aún no han reconocido, aunque está en medio de ellos.

En cambio, los discípulos de Cristo, embriagados por el vino nuevo del encuentro, gozan de su presencia. Y cuando el Esposo se aparte, tendrán la consolación del Espíritu, y su recuerdo se hará memorial perpetuo y gozoso, mientras dure la espera de su regreso. Ese será el verdadero ayuno: no la privación de alimento, sino el quebranto por la ausencia del amado.

Volver al sinsentido de una vida sin Cristo es el ayuno más tremendo, sólo soportable por la consolación del Espíritu que clama en lo profundo del corazón: “¡Abbá, Padre!”. Sin Cristo, y sin la unción del Espíritu que centra la relación con Dios en el amor, los discípulos de los fariseos y de Juan deben ejercitarse en el combate contra la carne. El ayuno tiene sentido como medio, no como fin. Hacer del ayuno un valor absoluto es lo que lleva a los fariseos a criticar a Cristo, que come y bebe, y a sus discípulos, que no ayunan.

El mundo da valor a las dietas y privaciones, como si fueran virtudes. Pero san Pablo advierte: “Su dios es el vientre” (Flp 3,19). La aflicción del ayuno sólo tiene sentido ante la ausencia del Esposo, como expresión del deseo ardiente de su presencia.

El tiempo de la expectación ha terminado. Juan se goza con la presencia del Salvador, y transfiere sus discípulos al esperado de todas las gentes. Él termina su carrera, y se prepara para recibir la corona de gloria que le espera.

          Que así sea.

                                                   www.cowsoft.net/jesusbayarri  

Jueves 22º del TO

Jueves 22º del TO

Lc 5, 1-11

“Pescados para la Vida”

Queridos hermanos, así como los panes y los peces se multiplicaron en las manos del Señor, también los pescados de la red se multiplican, trascendiendo su limitación espacio-temporal ante la palabra creadora de Dios. Porque cuando la eternidad irrumpe en el tiempo, el Ser se manifiesta en la vaciedad de la nada, y el amor resplandece en medio de la sordidez de la rebeldía humana.

El sustento y el trabajo, que antes estaban sujetos a la maldición de la frustración, fruto de la ruptura entre la libertad del hombre y la providencia del Creador, ahora son redimidos. Donde se dijo: “Comerás el pan con el sudor de tu frente”, ahora se proclama con esperanza: “Desde ahora serás pescador de hombres.” Porque Cristo ha descendido a la muerte, no para someterse a ella, sino para destruir su poder y rescatar a los que estaban bajo su influjo. Y, Cristo, nos invita a seguirle en la regeneración universal.

La predicación del Evangelio es la misión por excelencia de la Iglesia. Por ella, la Palabra ha llegado hasta nosotros, transmitida fielmente por los apóstoles. Jesús dijo a sus primeros discípulos: “Seréis pescadores de hombres.” Y así somos nosotros, como peces sacados del mar de la muerte —ese mar en el que fuimos sumergidos por el pecado—, rescatados por el anzuelo de la cruz del Señor.

San Agustín nos enseña que, a diferencia de los peces que mueren al ser pescados, nosotros, al ser sacados del mar —figura de la muerte en la Escritura—, somos devueltos a la vida. ¡Qué misterio tan glorioso! Lo que mejor nos dispone a ser pescados por la fe no es nuestra fuerza, sino nuestras miserias y sufrimientos. Cristo nos invita a tomar cada día ese anzuelo, que es la cruz, y aferrarnos a ella, porque en ella se nos anuncia la salvación.

La llamada a los primeros discípulos nos revela la iniciativa divina: es Dios quien llama. Y la respuesta del discípulo no puede esperar, no puede excusarse. San Pablo lo proclama: “Todo el que invoque el nombre del Señor se salvará.” Porque la salvación llega al corazón que acoge la Palabra de Cristo, que anuncia el amor gratuito de Dios. Quien responde a la llamada, parte como anunciador de la Buena Nueva, y en su testimonio, otros encuentran la fe y la salvación.

La fe nace del testimonio que el Espíritu Santo da a nuestro espíritu, en lo profundo del corazón. Si Dios comienza a ser en nosotros, entonces nosotros somos en Él. Y nuestro corazón, transformado, se abre y abraza a todos los hombres. Ya no vivimos para nosotros mismos, sino para Aquel que se entregó, murió y resucitó por nosotros. Nuestra vida se convierte así en testimonio vivo del Don recibido.

Finalmente, la Eucaristía nos invita a entrar en comunión con la salvación de Cristo. Invocamos su Nombre, creemos en la predicación apostólica, acogemos su Palabra, y nos unimos a su entrega. En cada celebración, el cielo toca la tierra, y nosotros, pescados por la cruz, somos alimentados por el Pan de Vida.

            Que así sea.

                                                   www.cowsoft.net/jesusbayarri  

Miércoles 22º del TO

Miércoles 22º del TO

Lc 4, 38-44

Levantados para Amar

Queridos hermanos, el Señor se ha acercado. No lo ha hecho desde la distancia de los cielos, sino desde la cercanía de la carne herida. Se ha inclinado sobre nosotros, postrados en el lecho de nuestra impotencia, debilitados por la fiebre del mal, y nos ha tomado de la mano. ¡Oh misterio de ternura divina! Nos ha levantado no para que volvamos a encerrarnos en nosotros mismos, sino para servir, para amar, para testimoniar la Verdad que se nos ha revelado.

Las manos clavadas del Crucificado han infundido vida a las nuestras, consumidas por el dolor y la desesperanza. Él, que tomó sobre sí nuestras enfermedades y dolencias, no dudó en tocar a los que estaban sometidos al dominio del mal. Y hoy, como ayer, la caridad de Cristo se extiende, toma la mano de la enferma, la restablece, la incorpora al camino de la vida.

Recordemos a la hemorroísa, cuya fe y esperanza la llevaron a tocar el manto del Maestro. Ella no pidió palabras, solo deseó el contacto. Y ese contacto fue suficiente para que la gracia fluyera. Así también nosotros, tocados por la caridad de Cristo, somos sanados para amar.

Como la suegra de Pedro, quien al ser sanada se levantó para servir, también nosotros, al acoger el testimonio de los enviados, somos constituidos anunciadores de lo que hemos recibido. No somos espectadores de la gracia, sino partícipes activos de su dinamismo. Nos incorporamos al servicio de la comunidad en el amor, y así, la gracia de Nuestro Señor Jesucristo, el amor del Padre y la comunión del Espíritu Santo van impregnando los tejidos de la humanidad, que avanza hacia la realización definitiva de su vocación universal: el Amor.

Job nos recuerda que la vida es misión y servicio. No hemos sido arrojados al mundo por azar, sino introducidos en la existencia con propósito. Se nos ha concedido un principio, un cuerpo, un tiempo. Y la meta no es una cima geográfica, sino una plenitud espiritual: el Amor. Por eso, el camino no consiste en recorrer distancias, sino en avanzar en el conocimiento de Dios, que se revela en la entrega al prójimo.

No caminamos solos. Nuestra peregrinación es comunitaria, en racimo, en comunión. Salimos del ámbito estrecho del yo, de la posesión, y encontramos a los demás que nos rodean. En esa entrega, progresamos en nuestra ascensión amorosa, hasta alcanzar al Yo eterno, al Señor del universo, que se nos ha manifestado en Cristo.

Que esta Palabra nos levante, nos sane y nos envíe. Que, como los sanados por Jesús, nos pongamos en pie para servir, para amar, para testimoniar. Porque hemos sido tocados por la gracia, y la gracia nunca nos deja igual.

            Que así sea.

                                                   www.cowsoft.net/jesusbayarri

Martes 22º del TO

Martes 22º del TO

Lc 4, 31-37

El Nombre que salva

Hermanos, contemplemos hoy la misericordia insondable de Cristo, que se inclina con ternura hacia los pecadores y los enfermos. Él no los rechaza, no los condena, sino que los abraza con compasión divina. ¿Por qué? Porque Él es el cumplimiento vivo del “Año de gracia del Señor”, anunciado por el profeta Isaías. Ayer lo escuchábamos, y hoy lo vemos encarnado en Jesús, quien no solo consuela, sino que también combate. Con autoridad y fortaleza, expulsa los espíritus del mal, haciendo presente el “día de la venganza de nuestro Dios”.

Este no es un acto de violencia, sino de justicia. Es el verdadero sábado, el día santo en que no se hace el mal, sino el bien. Es el sábado en que Dios gobierna el universo, haciendo justicia a los oprimidos por el diablo. En Cristo, el Reino de Dios irrumpe con poder, y el imperio de Satanás comienza a desmoronarse.

El espíritu inmundo, ese mentiroso y padre de la mentira, intenta resistirse. Clama por tiempo, por tregua, antes de su derrota definitiva. Pero su reconocimiento de Cristo no le concede salvación. Porque el Nombre de Jesús, cuando es invocado con fe, es ruina para el demonio. Su Nombre no es solo palabra: es presencia, es poder, es victoria. Es la señal de que el Reino ha llegado, y que el Mesías está entre nosotros para salvar a su pueblo de sus pecados.

Y nosotros, ¿qué haremos con este Nombre? Sabemos cuál es su doctrina, conocemos su autoridad, y hemos visto su poder para sanar nuestras miserias y purificar nuestras impurezas. Si nos acogemos a Cristo, si invocamos su Nombre con fe, Él se acercará a nosotros con misericordia. Nos ofrece su Palabra, su Cuerpo y su Sangre, para que tengamos vida, y vida en abundancia.

La Escritura lo proclama: “Todo el que invoque el Nombre del Señor se salvará”. Pero también nos interpela: “¿Cómo invocarán a aquel en quien no han creído? ¿Cómo creerán en aquel a quien no han oído? ¿Cómo oirán sin que se les predique? ¿Y cómo predicarán si no son enviados?” (Rm 10, 13-15).

¡Oh, cuán hermosos son los pies de los que anuncian el bien! Con Cristo, hermanos, hemos sido enviados. En Él, pasamos de la muerte a la vida. Y ese paso se da por el amor a los hermanos, por el testimonio fiel, por la proclamación ardiente de que el Reino de Dios está aquí.

No callemos. No temamos. Que el Nombre de Jesús esté en nuestros labios, en nuestras obras, en nuestro corazón. Porque en ese Nombre hay salvación, hay luz, hay vida eterna.

           Que así sea.

                                        www.cowsoft.net/jesusbayarri