Miércoles 26º del TO
Lc 9, 57-62
Cristo, llamada viva del amor de Dios
Queridos hermanos:
Cristo es el amor de Dios hecho llamada, envío y misión. Él no vino solo para revelarse, sino para perpetuarse en el tiempo a través de aquellos que, llamados por su voz, se convierten en discípulos y testigos. Cada llamada —a la vida, a la fe, al amor, a la bienaventuranza— lleva consigo una misión: la de dar testimonio. Y ese testimonio nace del amor recibido y del agradecimiento profundo que brota del corazón tocado por la gracia.
Pero
no todos somos llamados a lo mismo. Somos miembros de un solo cuerpo, y en ese
cuerpo hay diversidad de funciones. El Espíritu Santo, por iniciativa divina,
suscita y sostiene cada vocación para la edificación del Reino. Santa Teresa
del Niño Jesús decía: “mi vocación es el amor”. Y esa vocación no es opcional:
es prioritaria en la vida de quien ha sido llamado.
Seguir
a Cristo no es fruto del impulso humano, sino de la llamada de Dios. Y esa
llamada exige una respuesta libre, una entrega que antepone el Reino a
cualquier otro proyecto que pretenda ocupar el centro de nuestra existencia. La
llamada mira siempre hacia la misión, y la misión hacia el fruto. Dios no llama
sin proveer: Él da la capacidad de responder y la virtud para cumplir el
cometido, aunque este supere nuestras fuerzas humanas.
Sólo
en la respuesta a la llamada se encuentra la plenitud del sentido de la
existencia. Allí, en ese “sí” pronunciado con fe, se revela la libertad de Dios
que llama, y la libertad del hombre que acoge.
La
carne y la sangre también llaman. Lo hacen a través de los afectos, de los
deseos, de las fuerzas naturales que nos habitan. Pero no debemos confundir esa
voz con la voz de Dios. Porque la llamada divina está en un plano sobrenatural,
y sólo el hombre elegido por Dios para una misión puede ser atraído hacia esa
dimensión donde su existencia alcanza su plena realización.
Todo
proyecto humano debe someterse al plan de Dios. Porque su plan trasciende
nuestras limitaciones, y nos sitúa en la dimensión de la eternidad.
Mientras
los “muertos” —aquellos sometidos por el pecado— siguen enterrando a sus
difuntos, los que han sido llamados a la vida por la gracia del Evangelio,
invocando al Espíritu, abren sepulcros y arrancan cautivos al infierno. ¡Qué
misterio tan grande! Nadie puede arrogarse esta misión por sí mismo. Para ello,
primero debe ser restablecido en la vida. Y eso sólo ocurre cuando se escucha
la voz del Redentor que dice: “Yo soy la resurrección y la vida. Tú, ven y
sígueme”.
Hay
muchas motivaciones para querer seguir a Cristo, y muchos pretextos para
postergar su llamada. Pero seguirle de verdad, poner la vida a su servicio,
exige una renuncia que supera nuestras fuerzas. Sólo la gracia de la llamada lo
hace posible. Sólo ella permite al hombre negarse a sí mismo, resistir los
imperativos de la carne, y renunciar al éxito, a la estima, al afecto humano, y
al bienestar engañoso que ofrece el mundo.
Es
Dios quien llama. Él discierne, elige, y da su gracia. Pero es el hombre quien
debe responder, libre y diligentemente. No mirando sus propias fuerzas, sino al
rostro de Aquel que lo llama. Y en esa respuesta, el hombre se sitúa en el
lugar que le corresponde, por encima de sus intereses y prioridades carnales.
La
voluntad humana debe dar paso a la voluntad de Dios. La llamada es siempre
iniciativa divina. Y en ella está escondido el misterio de nuestra plenitud.
Que
así sea.