Miércoles 26º del TO

Miércoles 26º del TO

Lc 9, 57-62

Cristo, llamada viva del amor de Dios

Queridos hermanos:

Cristo es el amor de Dios hecho llamada, envío y misión. Él no vino solo para revelarse, sino para perpetuarse en el tiempo a través de aquellos que, llamados por su voz, se convierten en discípulos y testigos. Cada llamada —a la vida, a la fe, al amor, a la bienaventuranza— lleva consigo una misión: la de dar testimonio. Y ese testimonio nace del amor recibido y del agradecimiento profundo que brota del corazón tocado por la gracia.

Pero no todos somos llamados a lo mismo. Somos miembros de un solo cuerpo, y en ese cuerpo hay diversidad de funciones. El Espíritu Santo, por iniciativa divina, suscita y sostiene cada vocación para la edificación del Reino. Santa Teresa del Niño Jesús decía: “mi vocación es el amor”. Y esa vocación no es opcional: es prioritaria en la vida de quien ha sido llamado.

Seguir a Cristo no es fruto del impulso humano, sino de la llamada de Dios. Y esa llamada exige una respuesta libre, una entrega que antepone el Reino a cualquier otro proyecto que pretenda ocupar el centro de nuestra existencia. La llamada mira siempre hacia la misión, y la misión hacia el fruto. Dios no llama sin proveer: Él da la capacidad de responder y la virtud para cumplir el cometido, aunque este supere nuestras fuerzas humanas.

Sólo en la respuesta a la llamada se encuentra la plenitud del sentido de la existencia. Allí, en ese “sí” pronunciado con fe, se revela la libertad de Dios que llama, y la libertad del hombre que acoge.

La carne y la sangre también llaman. Lo hacen a través de los afectos, de los deseos, de las fuerzas naturales que nos habitan. Pero no debemos confundir esa voz con la voz de Dios. Porque la llamada divina está en un plano sobrenatural, y sólo el hombre elegido por Dios para una misión puede ser atraído hacia esa dimensión donde su existencia alcanza su plena realización.

Todo proyecto humano debe someterse al plan de Dios. Porque su plan trasciende nuestras limitaciones, y nos sitúa en la dimensión de la eternidad.

Mientras los “muertos” —aquellos sometidos por el pecado— siguen enterrando a sus difuntos, los que han sido llamados a la vida por la gracia del Evangelio, invocando al Espíritu, abren sepulcros y arrancan cautivos al infierno. ¡Qué misterio tan grande! Nadie puede arrogarse esta misión por sí mismo. Para ello, primero debe ser restablecido en la vida. Y eso sólo ocurre cuando se escucha la voz del Redentor que dice: “Yo soy la resurrección y la vida. Tú, ven y sígueme”.

Hay muchas motivaciones para querer seguir a Cristo, y muchos pretextos para postergar su llamada. Pero seguirle de verdad, poner la vida a su servicio, exige una renuncia que supera nuestras fuerzas. Sólo la gracia de la llamada lo hace posible. Sólo ella permite al hombre negarse a sí mismo, resistir los imperativos de la carne, y renunciar al éxito, a la estima, al afecto humano, y al bienestar engañoso que ofrece el mundo.

Es Dios quien llama. Él discierne, elige, y da su gracia. Pero es el hombre quien debe responder, libre y diligentemente. No mirando sus propias fuerzas, sino al rostro de Aquel que lo llama. Y en esa respuesta, el hombre se sitúa en el lugar que le corresponde, por encima de sus intereses y prioridades carnales.

La voluntad humana debe dar paso a la voluntad de Dios. La llamada es siempre iniciativa divina. Y en ella está escondido el misterio de nuestra plenitud.

 Que así sea.

                                                   www.cowsoft.net/jesusbayarri  

 

 

Martes 26º del TO

Martes 26º del TO

Lc 9, 51-56

Enviados en el Espíritu de Cristo

Hermanos, el Hijo de Dios encarnado, Cristo Jesús, es la respuesta del Padre al rechazo del hombre. En su infinita misericordia, el Padre no responde con condena, sino con salvación. Cristo asume en la cruz el pecado del mundo, lo perdona y destruye la muerte. Es en esta entrega total donde se revela la ternura del Padre y la mansedumbre del Hijo. Y es en esta escuela de amor donde Cristo forma a sus discípulos, para enviarlos al mundo a continuar su misión salvadora.

El Evangelio nos muestra al Señor preparando a los suyos antes de enviarlos. No les promete aplausos ni aceptación, sino que les advierte: si el Maestro ha sido rechazado, también lo serán sus discípulos. Pero no serán enviados a hacer justicia humana, sino a mostrar la misericordia divina que ellos mismos han recibido. “Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón”, nos dice el Señor.

La misión de Cristo es proclamar el “año de gracia”, el tiempo de la misericordia. Por eso, sus discípulos deben empaparse del espíritu de su Maestro, para llevarlo hasta los confines de la tierra. El Evangelio nos enseña que el verdadero discípulo, a imagen del Maestro, está llamado a hacerse pequeño, a vivir abandonado a la voluntad de Dios. Cristo conoce bien que la voluntad salvadora del Padre pasa por su anonadamiento total, y Él la abraza con amor. Como dice la Escritura: “El Hijo del hombre no ha venido a perder a los hombres, sino a salvarlos”.

Incluso su propio pueblo lo rechaza, entregándolo a sus enemigos. ¿Cuánto más lo rechazarán los samaritanos, los que están lejos? Pero Cristo no responde con fuego ni castigo, sino con paciencia y compasión. Sus discípulos, como aquellos “hijos de Sarvia” (2S 16,10), deben ser corregidos, porque aún no comprenden el espíritu de gracia que los envía. Solo cuando reciban el Espíritu serán transformados en hombres nuevos, y entonces verán con claridad. Serán testigos de la acción del Espíritu, y las palabras del Señor florecerán en sus vidas. Sus ejemplos serán luz en su camino.

Acoger a Cristo es acoger la salvación. Rechazarlo es permanecer en la condena del pecado. Nuestra vocación en la Iglesia no es solo pertenencia, sino misión. Hemos sido incorporados al “año de gracia” que Cristo ha inaugurado. Como en el Jordán, el Espíritu se cierne sobre nuestras cabezas, dispuesto a ungirnos y enviarnos a sanar los corazones heridos, a anunciar a los pobres la “Buena Nueva”.

Pero para que el Espíritu descienda, necesita una respuesta. No basta el entusiasmo ni la fuerza humana. Se requiere la docilidad de María, la disponibilidad de la sierva del Señor. Que nuestra respuesta sea como la suya: “Hágase en mí según tu Palabra”.

 Amén. 

                                                  www.cowsoft.net/jesusbayarri  

Santos Arcángeles Miguel, Gabriel y Rafael

Santos Arcángeles Miguel, Gabriel y Rafael

Dn 7, 9-10.13-14; Ap 12, 7-12; Jn 1, 47-51

Arcángeles, Mensajeros del Amor Divino

Queridos hermanos, hoy la Iglesia nos invita a contemplar con gratitud y reverencia a los santos arcángeles que conocemos por la Sagrada Escritura: Miguel, Gabriel y Rafael. No son simples figuras celestiales, sino signos vivos del amor de Dios que se manifiesta en nuestra historia.

Miguel, cuyo nombre significa “¿Quién como Dios?”, nos revela el poder divino que vence el mal. Gabriel, “fortaleza de Dios”, nos anuncia la esperanza que se encarna en María. Rafael, “medicina de Dios”, nos acompaña en el camino de sanación y consuelo. Ellos, servidores del Altísimo, han sido enviados para asistirnos en nuestras necesidades, fortalecer nuestra fe y recordarnos que no estamos solos. Son testigos del amor de Dios que nos busca, nos cuida y nos salva.

Las realidades celestes no son fruto de nuestra imaginación, sino revelaciones que Dios, en su infinita bondad, ha querido compartir con nosotros. La tradición también nos habla de otros ángeles: Uriel, fuego de Dios; Jofiel, belleza de Dios; Raziel, guardián de los secretos; Baraquiel, bendiciones de Dios. Todos ellos, reflejos de la gloria divina, nos enseñan que el cielo está más cercano a nosotros de lo que creemos.

En la primera lectura, se nos presenta la multitud de ángeles como servidores fieles ante el trono de Dios. En la segunda, contemplamos el combate espiritual: Miguel al frente de los que permanecieron fieles, mientras los que se rebelaron —los demonios— fueron vencidos y apartados de la presencia divina. En el Evangelio, los ángeles sirven a Cristo, el Hijo de Dios, por quien se abren los cielos y se unen a Él en la tierra. En Él comienza a realizarse el Reino de Dios.

Cristo ha visto a Israel bajo la higuera, cuyas hojas cubrieron la miseria de Adán y Eva tras el pecado. Él conoce la desnudez radical del corazón humano, esa que sólo Dios puede ver, como nos recuerda san Agustín en su tratado sobre el Evangelio de san Juan.

El sueño profético de Jacob, la escalera que une cielo y tierra, y las ansias humanas de alcanzar lo divino —como en Babel— se cumplen en Cristo, “Dios con nosotros”. Lo que era imposible para el hombre separado por el pecado, Dios lo ha hecho posible en su Hijo. Jacob vio en sueños la piedra sobre la que se abría el cielo; Natanael, su descendiente, ha contemplado la verdadera piedra: Cristo, sobre quien el cielo se abre definitivamente.

Por el Espíritu, los hombres descubren esta unión entre Cristo y el cielo, y son enviados —como ángeles— a proclamarlo a toda la creación. Así como los ángeles son instrumentos de la caridad divina, también nosotros estamos llamados a serlo, aquí en la tierra y, más plenamente aún, en la eternidad del cielo.

Según los nombres que reciben en la Escritura, los ángeles pueden ser clasificados en tres coros: adoradores, combatientes y mensajeros. La tradición nos habla de nueve coros celestiales: serafines, querubines y tronos; dominaciones, virtudes y potestades; principados, arcángeles y ángeles. Cada uno con su misión, cada uno con su canto.

Hoy los hacemos presentes en nuestra oración, acogiendo la gracia que Dios nos ofrece a través de ellos. Elevamos nuestra bendición y acción de gracias al Señor, por el amor que nos muestra, por la salvación que nos regala, y por la compañía celestial que nos sostiene en el camino. 

          Que así sea.

                                                   www.cowsoft.net/jesusbayarri

Domingo 26º del TO C

Domingo 26 TO C 

Am 6, 1.4-7; 1Tm 6, 11-16; Lc 16, 19-31

La Vida Verdadera: Camino de Escucha, Caridad y Salvación

Queridos hermanos:

La vida es un don precioso, una oportunidad única que puede arruinarse por el egoísmo o realizarse plenamente en el amor. A primera vista, el rico de la parábola parecía tenerlo todo: abundancia, prestigio, comodidad. Y Lázaro, en cambio, parecía haber fracasado, postrado en la miseria. Pero el Evangelio nos revela una verdad más profunda: esta vida es pasajera, es instrumento, no destino. Y desde la perspectiva del Reino de los Cielos, la realidad se invierte.

Cristo, que conoce el Reino en su plenitud, nos advierte que la riqueza puede convertirse en una trampa mortal. No por lo que es, sino por lo que provoca en el corazón que la ama desordenadamente. El amor al dinero insensibiliza al alma, la cierra a la caridad, y por tanto, a la justicia divina. Por eso, Jesús exhorta a todos —ricos y pobres— con palabras que resuenan como una llamada urgente: “Guardaos de toda codicia, porque aun en la abundancia, la vida no está asegurada por los bienes.” El Evangelio es buena noticia para todos, porque nos libera de la idolatría del dinero y nos abre al amor que salva.

La clave para orientar nuestra vida hacia la plenitud está en la escucha. Escuchar a Moisés y a los Profetas, escuchar la voz de Dios que, por medio de la predicación, nos ofrece luz, discernimiento y guía. Es esa escucha la que puede conducir al rico y a sus cinco hermanos por el camino de la vida. “Escucha, Israel: Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas, y al prójimo como a ti mismo. Haz esto y vivirás.” El tiempo presente y la relación con nuestros semejantes son el terreno donde se juega nuestra eternidad. Como nos recuerda la segunda lectura: “Combate el buen combate de la fe y conquista la vida eterna.”

Conocemos el nombre del pobre: Lázaro. Nombre de vivo, introducido en el seno de Abrahán. Pero no conocemos el del rico, que fue enterrado y permanece en el anonimato de la muerte. Como decían aquellos versos atribuidos a Campoamor: “Al final de la jornada, aquel que se salva, sabe; y el que no, no sabe nada.” La parábola distingue claramente entre el Hades y la llama de sus tormentos, y el seno de Abrahán y sus consuelos. Es la llamada retribución de ultratumba, el destino irrevocable de los difuntos, la bienaventuranza del cielo.

No son los prodigios los que salvan, sino la acogida de la Palabra y la escucha de la predicación. Los milagros son solo señales, medios para abrir el corazón. Pero quienes los presenciaron sin fe —escribas y fariseos— permanecieron en sus pecados, y ahora esos mismos prodigios testifican contra ellos.

A nosotros, hoy, se nos ofrece la proclamación de la Palabra y la Eucaristía. Ambas quieren abrirnos a la escucha y a la mesa de la Caridad. Quieren sanar nuestro corazón, para que mediante la conversión, fructifiquemos en el bien y podamos ser recibidos en el seno de Abrahán.

Que esta Palabra nos despierte, nos transforme y nos conduzca por el camino de la vida eterna. Amén.

          Proclamemos juntos nuestra fe.                                                                                                                                              www.cowsoft.net/jesusbayarri  

Sábado 25º del TO

Sábado 25º del TO

Lc 9, 43b-45

La Palabra que Discierne y Transforma

Queridos hermanos:

Las Sagradas Escrituras no son simplemente palabras escritas en un libro antiguo. Son el testimonio vivo de la Revelación del amor de Dios y de la Historia de la Salvación. Pero para que esa Palabra se enraíce en el corazón del creyente, necesita ser encendida por el fuego del Espíritu Santo. Sólo Él puede unificarla en nuestro interior, dándonos los criterios para discernir los acontecimientos del pasado, del presente y del futuro. Porque el discernimiento verdadero, el que brota del amor, no nace del esfuerzo humano, sino que es derramado por el Espíritu en el corazón que se abre con humildad.

En tiempos de Jesús, Israel esperaba al Mesías glorioso, al que vendría sobre las nubes del cielo, restaurando la soberanía de su pueblo. Pero antes de esa manifestación gloriosa, debía llegar el “año de gracia del Señor”, anunciado por Isaías, encarnado en el Siervo de Yahvé. Y ese Siervo, rechazado por muchos, fue descrito con dolorosa precisión por el libro de la Sabiduría. Cristo, en su pedagogía divina, instruyó a sus discípulos en este discernimiento, fruto de una maduración en el amor. Y hoy, también a nosotros, el Señor nos abre las Escrituras, para que crezcamos en el conocimiento que no es teoría, sino experiencia viva de su amor.

¿Por qué no supo discernir Israel? Jesús lo atribuye a la ignorancia del corazón, a no comprender aquello que Dios siempre ha querido: “Misericordia quiero, no sacrificios.” Es decir, amor. El pueblo no sintonizó con el corazón de las Escrituras, que es el amor. Y Cristo, en obediencia perfecta, encarnó ese amor hasta el extremo, haciéndose el último, sirviendo a Dios con todo su corazón, con toda su alma y con todas sus fuerzas, abrazando la cruz y, en ella, a toda la humanidad.

En contraste, el pensamiento de Nietzsche —según los escritos que de él nos han llegado— se alzó contra el cristianismo, al que acusó de haber introducido en el mundo el “cáncer” de la humildad y la renuncia. En su obra Así hablaba Zaratustra, exaltó la “voluntad de poder” del superhombre, del hombre de la “gran salud”, que busca elevarse, no abajarse. Pero ese ideal se opone radicalmente a los valores del Evangelio, donde el más grande es el que se hace servidor de todos.

Hoy, hermanos, necesitamos que esta Palabra nos amoneste. No basta con aceptarla intelectualmente. Hay que dejar que se haga carne en nuestra vida, que sea viva y operante. El discernimiento irá siendo completado por la obra del Espíritu, pero la fe hay que vivirla cada día en libertad, para que se transforme en amor, en servicio, en entrega a los hermanos.

Que el Espíritu Santo nos conceda ojos para ver, oídos para escuchar y un corazón dispuesto a amar como Cristo nos ha amado.

Amén.

                              www.cowsoft.net/jesusbayarri  

 

Viernes 25º del TO

Viernes 25º del TO

Lc 9, 18-22

La fe revelada y la vida entregada

Queridos hermanos, en esta palabra se nos revela un misterio profundo: el Padre, en su infinita sabiduría, manifiesta a Pedro la fe que será fundamento y sostén de la Iglesia. Y Cristo, el Hijo amado, revela su misión de Siervo, aquel cuya entrega complace al Padre. “Era necesario que el Cristo padeciera… El Hijo del Hombre debe sufrir mucho.”

Sí, Jesús de Nazaret, nuestro Maestro, ha de asumir el rechazo y abrazar la muerte. No como un destino trágico sin sentido, sino como cumplimiento de la voluntad divina. Porque no es lo mismo que muera un hombre cualquiera, que morir el Cristo de Dios. Él es el Siervo que carga sobre sí las culpas de todos; el Hijo amado en quien el Padre se complace; el Hijo del Dios vivo. Su muerte tiene un peso eterno, porque revela el amor de Dios hacia el hombre que se ha separado de Él, que ha entrado en la muerte sin remedio (cf. Gn 2,17).

Y así como su muerte tiene trascendencia, también su resurrección. En ella, Dios manifiesta que ha aceptado su entrega por nosotros. Lázaro, el hijo de la viuda de Naín, y la hija del funcionario resucitaron, sí, pero su resurrección no cambió el curso de la historia. La de Cristo, en cambio, es el amanecer de una nueva creación.

Sólo cuando la fe en Cristo ha sido revelada a los discípulos a través de Pedro, el Señor les anuncia su misión. Para alcanzar la gloria, el Mesías deberá primero beber del torrente, apurar hasta las heces el cáliz del Señor, y así llevar a plenitud “el año de gracia del Señor”. Pero cuidado, hermanos: la gracia del Señor no es dulzona ni superficial. Es fuerza que impulsa al Cristo a asumir en su carne el “día de venganza de nuestro Dios”, como lo anunció Isaías.

El hombre nuevo nace en el seguimiento de Cristo. Ese seguimiento implica negarse a sí mismo, tomar la cruz, y ofrecerse en inmolación. Es fruto del Espíritu derramado en el discípulo por la fe, que es causa de salvación y testimonio de vida eterna. Quien busca guardarse a sí mismo, se cierra a la vida nueva que trae el Evangelio. Pero quien acoge a Cristo, que es la Vida, se sumerge en la fuente de su gracia mediante el Bautismo, y se hace uno con Él.

“Elige la vida”, nos dice la Escritura (Dt 30,15-20). Y Cristo, en el Evangelio, nos habla de perderla. La vida que hemos de elegir es Dios mismo, accesible en Cristo, que es la Resurrección y la Vida. Por esa vida, somos invitados a perder la nuestra: “El que pierda su vida por mí, la salvará para una vida eterna.”

Cristo es el Camino, la Verdad y la Vida. Seguirle es elegir la vida. Rechazarle por querer guardarse a sí mismo es elegir la muerte, inevitable para la naturaleza caída del hombre viejo, arrastrado por sus concupiscencias y pecados.

Que el Espíritu Santo nos conceda la gracia de elegir la vida, de seguir al Cristo sufriente y glorioso, y de vivir como hombres nuevos, resucitados en Él.

          Que así sea.

                                                            www.cowsoft.net/jesusbayarri  

 

Jueves 25º del TO

Jueves 25º del TO

Lc 9, 7-9

El Mensaje y el Mensajero

Queridos hermanos:

Hoy, la Palabra nos presenta la fama de Jesús, que se extiende por toda la región. Su predicación asombra, sus obras conmueven, y sus discípulos, enviados a anunciar el Reino, llevan consigo el fuego del Evangelio. La noticia de sus prodigios llega incluso a oídos del impío Herodes. Pero no todo el que escucha se convierte. Herodes, aunque atraído por la voz de Juan el Bautista, termina por mandarlo decapitar. Y a Jesús lo tratará de loco, lo despreciará, se burlará de Él.

¡Qué misterio el del corazón humano! Cristo, que acoge a los pecadores, llama a Herodes “zorro” y se niega a dirigirle la palabra. No por falta de misericordia, sino porque conoce la dureza de su corazón. El Señor resiste a los soberbios, dice la Escritura. Y el Evangelio nos recuerda que ni siquiera se confiaba a quienes decían creer, porque conocía lo que había en el interior de cada uno. San Pablo lo afirma con fuerza: “De Dios nadie se burla” (Ga 6, 7).

Hermanos, si aquellos que rechazaron a Juan no pudieron acoger a Cristo (Lc 7, 30), ¿cuánto menos podrá hacerlo Herodes, que lo mandó matar? San Mateo y san Marcos nos dicen que Herodes gustaba creer que Juan había resucitado, como si así pudiera acallar su remordimiento por haber asesinado a un profeta. Pero la conciencia no se silencia con fantasías, sino con la conversión del corazón.

Dios pasa a través de sus enviados. ¡Ay del que permanece indiferente o los rechaza! Porque “quien a vosotros rechaza, me rechaza a mí; y quien me rechaza a mí, rechaza al que me ha enviado” (Lc 10, 16). Y también: “Cuanto hicisteis con uno de mis pequeños hermanos, conmigo lo hicisteis” (Mt 25, 40). Rechazar al mensajero es rechazar el mensaje. McLuhan lo expresó en lenguaje moderno: “El medio es el mensaje.”

Pero el Padre no envió a un profeta cualquiera. No. Envió a su propio Hijo. El Verbo hecho carne. El rostro de su misericordia. El que vino a buscar lo que estaba perdido. Cristo, a su vez, envió a sus “pequeños hermanos.” Y tú: ¿Los escuchas? ¿Los acoges? ¿O los rechazas?

Hoy es tiempo de abrir el corazón. Hoy es tiempo de conversión. 

           Que así sea.

                                                                                                                                  www.cowsoft.net/jesusbayarri  

Miércoles 25º del TO

Miércoles 25º del TO

Lc 9, 1-6

El envío y la urgencia de la misión

Queridos hermanos, en esta Palabra contemplamos el envío de los Doce. Cristo los llama, los forma, y los envía a proclamar la Buena Noticia, a sanar con poder, a liberar del dominio del mal. Los envía a los lugares donde Él mismo pensaba ir. ¡Qué misterio tan grande! Los discípulos no llevan nada consigo, sino la confianza plena en la providencia del Señor. Van como pequeños, sin imponer, sin exigir, sólo ofreciendo el tesoro del Evangelio. Así lo hizo Dios al enviar a Juan Bautista, para preparar un pueblo bien dispuesto, como lo anunció el profeta Isaías.

Ha llegado el tiempo favorable. El tiempo en que Dios se muestra propicio, haciéndose presente en sus enviados. Es el día de salvación que anunciará san Pablo; el “Año de gracia del Señor” que Isaías profetizó y que Cristo proclamó en la sinagoga de Nazaret. Ese año no ha terminado. Sigue abierto. Sigue vivo. El Evangelio ha llegado hasta nosotros, y continuará siendo proclamado hasta la venida gloriosa del Señor. Entonces, cuando termine el “tiempo de higos”, vendrá el tiempo del juicio. Pasará la figura de este mundo, e irrumpirá con poder el Reino de Dios.

La urgencia de la misión nos predica la provisionalidad de este tiempo. Nos recuerda que lo definitivo está por venir. Todo lo demás es secundario, es instrumental. Pero el corazón humano, llamado a la Bienaventuranza, siempre se siente tentado a instalarse, a buscar descanso aquí, como si esta tierra pudiera saciar el anhelo inscrito en su corazón. ¡Cuidado, hermanos! El descanso prematuro corrompe. Lo que da sentido a esta vida, con su fatiga y su tensión hacia la plenitud, es la esperanza. Es la acogida de la promesa. Es la misión que nos llama a la redención definitiva en el Reino de Dios.

Así recibió Cristo, del Padre, “un cuerpo” para hacer su voluntad redentora. Así también nos llama y nos envía a nosotros, sus discípulos, a proclamar la irrupción de la misericordia. Esa misericordia nos ha alcanzado. Nos lanza a testificarla en esta generación, sobre todo con nuestra vida. Porque el Reino de Dios ha llegado. ¡Convertíos y creed en la Buena Noticia!

El Reino de Dios es el acontecimiento central de la historia. Se hace presente en Cristo y se anuncia con poder. La responsabilidad de anunciarlo es inmensa, porque en ese anuncio está la salvación de la humanidad. Los signos que lo acompañan son potentes contra todo mal, incluso contra la muerte. Acoger el Reino implica acoger a quienes lo anuncian, porque en ellos se acoge a Cristo, y al Padre que lo envía.

En su infinito amor, Dios tiene planes de salvación para los hombres. Lo vemos en la historia de José, enviado por delante de sus hermanos a Egipto. Pero incluso con su poder, Dios no anula nuestra libertad. Sus planes se entretejen con nuestras decisiones, incluso con nuestros pecados: la envidia de los hermanos de José, la lujuria de la mujer de Putifar, la incredulidad de los judíos, y nuestros propios pecados, que condujeron a Cristo a su pasión y muerte.

También hoy, sus discípulos son enviados a encarnar el anuncio del Reino. Van con un poder otorgado por Cristo, pero ese poder no exime de responsabilidad a quienes los encuentran. De su acogida o de su rechazo depende mucho. Ante el Anuncio, todo debe quedar supeditado. Lo pasajero debe dar lugar a lo eterno. Lo material, a lo espiritual. Lo egoísta, al amor.

           Que así sea.                                                                                                                                                                  www.cowsoft.net/jesusbayarri  

Martes 25º del TO

Martes 25º del TO

Lc 8, 19-21

Hermanos en la fe:

El Evangelio nos revela una verdad desconcertante pero profundamente iluminadora: la incredulidad de los paisanos y parientes de Cristo. A Él lo consideran fuera de sí (Mc 3, 21), y en Nazaret, su propia tierra, intentan despeñarlo (Lc 4, 29). ¡Qué misterio! El Hijo de Dios, rechazado por los suyos. Y sin embargo, la fe florece en los corazones de los paganos y extranjeros. Los últimos, dice el Señor, serán los primeros.

Cristo conoce esta cerrazón, no como teoría, sino como experiencia vivida. Por eso exclama: “Ningún profeta es bien recibido en su patria” (Lc 4, 24). Él, que vino a traer luz, se encuentra con la sombra de la incredulidad en su propia casa.

Pero, hermanos, Cristo no se detiene ante el rechazo. Él afirma los lazos de la fe, que son más fuertes que los de la carne y la sangre. La verdadera familia de Jesús no se define por la genealogía, sino por la acogida de la Palabra hecha carne. Por la fe recibimos el Espíritu de Cristo, y ese Espíritu nos hace verdaderos hermanos, verdaderos hijos.

¿Acaso podría enseñar Cristo que por el Reino hay que dejar padre y madre, si Él mismo no lo viviera? Por encima del afecto carnal, está la universalidad del amor, la misión divina, el misterio del Padre. Los que se aferran a la carne permanecen fuera del acontecimiento. En cambio, los “extraños” que acogen la enseñanza del Hijo, entran en la intimidad de Dios. Ellos son madre, hermano, hermana. Ellos son familia.

También nosotros, hermanos, estamos llamados a esa maternidad espiritual: a concebir a Cristo en nuestro corazón, a gestarlo en la esperanza, y a darlo a luz por la caridad. Porque “la carne no sirve para nada; el espíritu es el que da vida” (Jn 6, 63). Y como dice san Juan: “Sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida, porque amamos a los hermanos” (1 Jn 3, 14). La vida y la muerte están ligadas a la fe y a la incredulidad. “Ni siquiera sus hermanos creían en Él” (Jn 7, 5).

Jesucristo ha venido a unirnos en un mismo espíritu, a formar la familia de los hijos de Dios. Por la fe, concebimos a Cristo. Por la esperanza, lo gestamos. Por la caridad, lo damos a luz. Esta es nuestra vocación: ser madre y hermanos del Señor.

Por encima de parentescos y patriotismos, Cristo llama a toda carne a su hermandad y maternidad. Los lazos de la carne son naturales; los de la fe, sobrenaturales. Vienen del cielo. Y por la fe, acogemos la Palabra de Dios hecha carne, que fructifica en nosotros.

La carne dice: “Dichoso el seno que te llevó”. Pero el Espíritu responde: “Dichosa tú que has creído” (Lc 11, 27-28). Dichosos los que creen, los que guardan, los que ven fructificar en sí la Palabra viva.

Hoy, esta Palabra nos invita a escuchar y guardar; a creer y esperar… para llegar a amar.

Que así sea.

                                                             www.cowsoft.net/jesusbayarri

Lunes 25º del TO

Lunes 25º del TO

Lc 8, 16-18

La luz que nos ha sido dada

Queridos hermanos, Dios no habla en vano. Su Palabra no es un eco perdido en el viento, sino una semilla viva que Él envía con propósito, con misión. Y en aquel que la acoge con fe, esa Palabra produce fruto, según la medida de su corazón. Porque la Palabra de Dios no solo informa: transforma. Nos ilumina, nos hace crecer en el conocimiento de su amor, y nos une a su obra salvadora. Así lo dice el Señor: “Como el Padre me envió, yo os envío a vosotros”.

Cristo es esa luz del Padre, encendida como lámpara sobre el candelero de la cruz, para disipar las tinieblas del mundo. Él mismo nos advierte: “Mirad, pues, cómo oís”. Porque se puede despreciar el don de Dios, que es Cristo, y hacer vana la gracia que salva. ¿No dijo Abrahán al rico epulón?: “Tienen a Moisés y los profetas; que les oigan” (Lc 16, 29). Hoy también nosotros tenemos la Palabra, y debemos escucharla con corazón abierto.

“Dios es luz, y en Él no hay tiniebla alguna”. Esta luz se nos ha revelado como amor radiante en la cruz de Nuestro Señor Jesucristo. Él ha dicho: “Yo soy la luz”, y esa luz ha brillado en el candelero de su carne crucificada, para que todos seamos iluminados por la fe. Recibir esta luz en el corazón es dejar que Dios habite en nosotros, y que nosotros habitemos en Él. Es también ser enviados a llevar esa luz al mundo.

Esta luz que es Cristo —luz de Dios, amor del Padre— es gracia de su misericordia. Debe ser acogida, defendida, y cultivada para que dé fruto en nosotros. Por eso dice el Evangelio: “Al que tiene, se le dará; y al que no tiene, hasta lo que cree tener se le quitará”. Porque quien rechaza lo que se le ofrece gratuitamente, se priva de la plenitud. El Padre ha encendido su luz en Cristo, para que Cristo la encienda en nosotros, y nosotros en el mundo. Que huyan las tinieblas, y que el mundo sea iluminado.

Una luz que no ilumina, que se oculta, no tiene razón de ser. Está destinada a permanecer en la oscuridad, como la sal que no sala, o el talento que se entierra, Por eso nos exhorta el Señor: “Brille así vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos”.

Para comprender esto, basta recordar nuestra condición: somos libres, y esa libertad condiciona nuestra capacidad de amar. Y amar es la puerta de la comunión con Dios, para la cual hemos sido elegidos desde antes de la creación. Hemos sido destinados a ser santos en su presencia por el amor. Porque si nos amamos, Dios permanece en nosotros, y nosotros en Él.

Toda respuesta cristiana a esta llamada es una inmolación, a semejanza de la de Cristo. Es un sacrificio vivo, en el que participa toda la creación. Un sacrificio agradable a Dios, destello de su amor, con el que nos amó en Jesucristo. Y cuando todo llegue a su fin, cuando solo permanezca el amor, la luz que hayamos alcanzado a ser se unirá eternamente a la luz de Dios.

Y en la Eucaristía, misterio de comunión, nos unimos sacramentalmente a la carne de Cristo, que está en perfecta sintonía con la voluntad del Padre. Esa carne es vida para el mundo. Que al recibirla, seamos también nosotros lámparas encendidas, testigos de la luz, portadores de su amor.

           Que así sea.

                                                                                                                                  www.cowsoft.net/jesusbayarri  

 

Domingo 25º del TO C

Domingo 25º del TO C

Am 8, 4-7; 1Tm 2, 1-8; Lc 16, 1-13 ó 10-13

Los bienes temporales y la vida eterna

Queridos hermanos, la Palabra de Dios nos presenta hoy una enseñanza luminosa sobre la relación entre los bienes de este mundo y la vida verdadera. Nos invita a un discernimiento profundo entre los medios y el fin, recordándonos que estamos de paso en esta tierra. Todo lo que poseemos lo administramos por un tiempo, y por ello debemos aprender a usarlo con sabiduría, dando a cada cosa su justo valor. Amar las cosas, sí, pero no más de lo que conviene. Amarnos a nosotros mismos, sí, pero no por encima del amor que debemos a Dios.

Como el administrador astuto del Evangelio, entendemos que los bienes materiales son medios, no fines. Están al servicio de un propósito mayor: alcanzar la bienaventuranza eterna. Esa es la astucia que el Señor alaba en la parábola: saber sacrificar beneficios inmediatos por un bien superior. Cristo observa que esta sagacidad se encuentra más frecuentemente en los hijos del mundo que en los hijos de la luz. Y lo dice para exhortarnos, para despertarnos. Porque las riquezas, por su inmediatez, tienen poder para mover el corazón humano más fácilmente que la promesa futura de la gloria eterna, debilitada muchas veces por nuestra escasa fe.

Pero este es, en el fondo, un problema de discernimiento. Y el discernimiento nace del amor que ha madurado en la fe. Las raíces de la fe dan profundidad y firmeza al corazón, especialmente cuando enfrenta adversidades. Recordemos las semillas que caen entre piedras y perecen por falta de raíz. Así también nuestra fe puede marchitarse si no está bien arraigada.

Recordemos también el discernimiento de Jacob, que valoró la primogenitura por encima de todo, como quien encuentra un tesoro escondido o una perla preciosa. El encuentro con el Reino de Dios, a través de la predicación y las obras de Cristo, es un misterio de fe. Y ante ese misterio deben rendirse todas nuestras ansias, todas nuestras conquistas, incluso nuestra propia existencia.

Por eso, hermanos, el desmesurado amor propio, el orgullo, la soberbia, y el desordenado amor por las riquezas, sofocan el discernimiento. Son como los abrojos que ahogan la semilla, capaces incluso de arruinar la fe y la vida entera.

El Señor, en su pedagogía divina, nos habla de “las riquezas injustas” para enseñarnos a ganar las verdaderas. ¿Cómo puede subsistir la justicia de la caridad en la acumulación de bienes sin la limosna? Incluso lo adquirido honradamente está sujeto al principio de la destinación universal de los bienes. La caridad purifica el corazón, desprendiéndolo de lo que contamina. A través de “lo ajeno”, lo que se nos ha confiado temporalmente, Dios nos llama a amar “lo nuestro”: lo verdadero, lo eterno, lo que no nos será arrebatado. A través de lo pasajero, nos invita a valorar el don eterno de su Espíritu.

Que así sea para nosotros, al recibir la vida eterna en nuestro “amén” a la entrega de Cristo. Porque al comer su cuerpo y beber su sangre, entramos en comunión con Él, y en esa comunión encontramos el verdadero tesoro, la perla preciosa, la vida que no termina. Amén.

          Proclamemos juntos nuestra fe.

                                                             www.cowsoft.net/jesusbayarri  

Sábado 24º del TO

Sábado 24º del TO 

Lc 8, 4-15

La tierra del corazón y el Evangelio

Queridos hermanos, la Palabra de Dios nos revela hoy un combate sagrado: el enfrentamiento entre la fuerza vivificadora del Evangelio y la seducción persistente del mal, que intenta impedir que esa semilla divina fructifique en el campo de batalla que es nuestra propia tierra, nuestra realidad humana, tantas veces endurecida y llena de impedimentos.

El camino representa la dureza del corazón, pisoteado por los ídolos del mundo. Las piedras son los obstáculos del ambiente, la seducción de la carne, la superficialidad que impide que la raíz se afiance. Y las riquezas, hermanos, son los espinos que ahogan la Palabra, desviando el alma hacia lo efímero. En definitiva, nuestra naturaleza caída resiste la acción sobrenatural de la gracia. Por eso necesita ayuda, cuidado constante, atención amorosa, como el cultivo de un campo que espera la lluvia y la mano del labrador.

San Lucas nos lo recuerda: “La semilla cayó en tierra buena, en aquellos que con corazón bueno y recto retienen la Palabra y dan fruto con perseverancia” (Lc 8,15). Aquellos que la entienden (Mt 13, 23). Dios es ese agricultor divino. Él trabaja nuestra tierra, la limpia, la prepara, la fecunda. Pero nosotros debemos unirnos a Él, dejarnos moldear por su voluntad amorosa.

La Palabra, como semilla, debe caer en la tierra y hacerse una con ella. Solo así dará fruto, y ese fruto es el amor. El hombre, unido a su Creador en un destino eterno de vida, hace que la Palabra no vuelva vacía al que la envió, sino que regrese después de haber dado fruto abundante. Pero para ello, hermanos, hay que velar, esforzarse, perseverar, permanecer, hacerse violencia. Son palabras que nos recuerdan que el Reino se conquista en combate, como el trabajo arduo que precede a una buena cosecha.

No olvidemos que en esta lucha espiritual nos guía una esperanza cierta: es el Señor quien toma la iniciativa, quien permanece a nuestro lado hasta el fin, garantizando el fruto, ya sea del treinta, del sesenta o del ciento (Mt 13, 23). Como dice el Evangelio y comenta san Juan Crisóstomo: “Salió el sembrador a sembrar”. El sembrador sale, se hace visible, se acerca, y al salir nos da la comprensión de los misterios del Reino. Nos invita a subir a su barca, como dice san Hilario, para ponernos a salvo de las olas de la muerte.

Pero no solo sale con la Palabra: sale con la semilla de su propio cuerpo. La siembra derramando su sangre sobre nuestra tierra, a veces dura, a veces llena de cardos, espinas o piedras. Porque llama a muchos, para recoger mucho fruto. También nosotros, generación tras generación, somos llamados a que nuestra sangre, como la de Cristo, sea sembrada. Como dijo Tertuliano: «Nosotros nos multiplicamos cada vez que somos segados: la sangre de los cristianos es una semilla» (Apologético, 50,13).

Con la persecución, hacemos presente al Señor que nunca nos abandona. Él nos acompaña siempre con su cruz, levantada y gloriosa, desde la cuna hasta el sepulcro. Que esta cruz sea nuestra fuerza, nuestra esperanza y nuestra victoria.

Amén.

                                        www.cowsoft.net/jesusbayarri  

 

Viernes 24º del TO

Viernes 24º del TO

Lc 8, 1-3

El Señor camina entre nosotros

Queridos hermanos:

Hoy contemplamos a Jesús de Nazaret, el Hijo amado del Padre, caminando por los pueblos y aldeas, curando a los enfermos, anunciando la Buena Nueva del Reino de Dios. No va solo: lo acompañan sus apóstoles y las mujeres que le sirven con fidelidad —María Magdalena, Juana, Susana y muchas más—. Su misión se revela como el ministerio itinerante de una pequeña comunidad, semilla fecunda de la irrupción del Reino, testimonio vivo de la misericordia divina. Es vida nueva que avanza, propagando el gozo, iluminando los senderos oscuros, las veredas de sombras y muerte por donde caminan, cansadas y abatidas, como ovejas sin pastor.

 Asomémonos al mundo de su tiempo: corrupción en el templo, sectas divididas, violencia y terror. Multitudes de desheredados, pobres, enfermos, desesperados, impíos, impuros, pecadores y descartados. Procesiones interminables cruzan valles y collados, bosques y desiertos, fuentes y torrentes. Caminan olvidados de sí mismos, despreocupados del mañana. Pero la esperanza de una vida nueva está a su alcance. ¡Hay que arrebatarla! ¡Quédate con nosotros, Señor!

La cercanía del Señor se hace palpable en los acontecimientos que rodean su palabra profética: poderosa, fecunda, con autoridad, colmada de vida, esperanza y bondad misericordiosa. Ella actualiza las promesas entrañables hechas a los padres, y brota como un suspiro en lo profundo de los corazones hambrientos de misericordia y saciados de miserias. ¡El Señor no ha olvidado a su pueblo! Lo ha visitado, y nosotros somos los bienaventurados testigos de su presencia.

Así lo proclaman los profetas: “¡Qué hermosos son sobre los montes los pies del mensajero que anuncia la paz, que trae buenas nuevas, que anuncia salvación, que dice a Sión: ‘Ya reina tu Dios!” (Is 52,7).

¡Una voz! Los vigías alzan la voz, a una dan gritos de júbilo: “Adiós penar y suspiros” (Is 35,10). El Espíritu entra en resonancia con el corazón humano. El acento divino sintoniza con nuestra carne, porque nuestros propios ojos ven el retorno del Señor a Sión.

“Prorrumpid a una en gritos de júbilo, soledades de Jerusalén, porque ha consolado Dios a su pueblo, ha rescatado a Jerusalén. Ha desnudado el Señor su santo brazo a los ojos de todas las naciones, y han visto todos los confines de la tierra la salvación de nuestro Dios” (Is 52,7-10). “Súbete a un alto monte, alegre mensajero para Sión; clama con voz poderosa, alegre mensajero para Jerusalén, clama sin miedo. Di a las ciudades de Judá: Ahí está vuestro Dios. Ahí viene el Señor Dios con poder, y su brazo lo sojuzga todo. Ved que su salario le acompaña, y su paga le precede. Como pastor pastorea su rebaño: recoge en brazos los corderitos, en el seno los lleva, y trata con cuidado a las paridas” (Is 40,9-11). “En aquel tiempo llamarán a Jerusalén Trono del Señor, y se incorporarán a ella todas las naciones en el nombre del Señor, sin seguir más la dureza de sus perversos corazones. En aquellos días, andará la casa de Judá al par de Israel, y vendrán juntos desde tierras del norte a la tierra que di en herencia a vuestros padres” (Jr 3,17-18). “El que abre camino subirá delante de ellos; abrirán camino, pasarán la puerta, y por ella saldrán; su rey pasará delante de ellos, y el Señor a la cabeza” (Mi 2,13). “¡El Señor, Rey de Israel, está en medio de ti, ya no temerás mal alguno! Aquel día se dirá a Jerusalén: ‘¡No tengas miedo, Sión, no desfallezcan tus manos!’ El Señor tu Dios está en medio de ti, ¡un poderoso salvador! Exulta de gozo por ti, te renueva con su amor; danza por ti con gritos de júbilo, como en los días de fiesta” (So 3,15-18).

Hermanos, el Señor está en medio de nosotros. Su Reino se ha acercado. ¡No temamos! Caminemos con Él, como María Magdalena, como Juana, como Susana. Seamos testigos de su luz, sembradores de su paz, heraldos de su misericordia. ¡Quédate con nosotros, Señor!

            Que así sea.

                                                   www.cowsoft.net/jesusbayarri  

 

 

 

Jueves 24º del TO

Jueves 24º del TO

Lc 7, 36-50

El Amor que nos salva

Queridos hermanos, como nos enseña san Juan, “Dios es Amor” (1 Jn 4,8). Y de ese Amor procedemos. No somos fruto del azar, sino del designio amoroso de Aquel que nos ha concebido, creado, redimido, perdonado nuestros pecados, y predestinado a la comunión con Él en su gloria eterna. Ese Amor ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo, para que podamos amar como Él nos ama.

Recordemos a Abrahán, padre de la fe. Él creyó en Dios, y esa fe le fue contada como justicia. Pero no fue sino después de veinticinco años que recibió al hijo de la promesa. Sólo tras ser probado en su fidelidad, recibió la bendición. Así también nosotros, llamados a permanecer fieles en el Amor del Señor, alcanzaremos la vida prometida. Ya lo decía el profeta Habacuc: “El justo vivirá por su fidelidad” (Hab 2,4). Y Cristo, en el Evangelio, nos exhorta: “Permaneced en mi amor… El que persevere hasta el fin, se salvará” (Jn 15,9; Mt 24,13).

Este conocimiento del Amor, que se nos revela en el perdón, hace nacer en nosotros un amor nuevo. Como aquella mujer del Evangelio, que amó mucho porque mucho le fue perdonado (Lc 7,47). A mayor conciencia de nuestros pecados, mayor será la gratitud por el perdón recibido, y más grande será nuestro amor. Pero si nos creemos justos, si nos sentimos satisfechos de nosotros mismos, nuestro amor será débil, y nuestro agradecimiento escaso. Así ocurre con el fariseo que juzga, frente al publicano que fue justificado. El Señor ha venido a buscar y sanar a los pecadores. “¡Ay de vosotros los hartos!”, dirá Jesús (Lc 6,25).

El Señor, por boca del profeta Oseas, nos dice: “Yo quiero amor, y conocimiento de Dios” (Os 6,6). Conocer a Dios no es sólo saber de Él, sino haber experimentado su Amor, especialmente en el perdón. Todos somos pecadores. Creerse justo no nos hace menos pecadores, sino más ignorantes de la Ley y de nosotros mismos. Quien se auto justifica, difícilmente pedirá perdón, y por tanto, tendrá poca experiencia del Amor. Y quien ama poco, es porque ha conocido poco el perdón.

El fariseo del Evangelio está atrapado en esta ceguera. Cristo quiere iluminarlo con la Palabra, pero su pretendida justicia lo impide. Juzga y desprecia a la pecadora, y así se cierra a la misericordia que podría salvarlo. “Si fuerais ciegos, no tendríais pecado”, les dice Jesús (Jn 9,41).

El Amor procede de Dios. Él ama y perdona en Cristo. Y cuando ese Amor es acogido por la fe, el Espíritu Santo lo derrama en nuestros corazones. Entonces, el hombre responde al Amor con su amor. El Amor de Dios, que salva al hombre y lo hace hijo en el Hijo, retorna a Él como ofrenda viva.

Hoy, queridos hermanos, esta Palabra nos confronta. Nos invita a abrir el corazón al Amor que perdona, que transforma, que salva. Nos llama a gustar la promesa de vida eterna en la Eucaristía, porque “el que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día” (Jn 6,54).

           Que así sea.

                                        www.cowsoft.net/jesusbayarri  

 

Miércoles 24º del TO

Miércoles 24º del TO

Lc 7, 31-35

El Combate del Espíritu como llamada a la Misericordia

Queridos hermanos, ¿qué vemos hoy en el rostro del mundo? Indiferencia, apatía, desdén, tibieza, cinismo y nihilismo. Estos no son simples estados del ánimo, sino reflejos de una muerte espiritual que se cierne sobre muchas almas. Son señales de una necedad que se opone al Espíritu, que es vida, prontitud, buen ánimo y alegría.

Y este combate, hermanos, no es ajeno a nosotros. Es el combate de cada día: primero contra la debilidad e impotencia de la carne, y también contra la fuerza del mal que nos acecha. Pero no estamos solos. ¡No! Permanecemos aliados con el poder de Dios, que nos fortalece y nos sostiene.

La inmadurez en la fe y en el amor no puede sino conducirnos a la aniquilación interior. San Pablo nos exhorta: “Alegraos con los que se alegran, llorad con los que lloran.” Esta es la vida adulta en el Espíritu, que participa de ambas realidades: el gozo y el dolor. Pero el inmaduro se sustrae de ellas, porque le falta amor. Vive a nivel instintivo y sentimental, aunque haya sido profundamente amado por Dios.

Dios nos ama. Nos ha creado para vivir en su amor, colmándonos con sus bienes y dándonos sus mandatos para nuestra felicidad. Pero cuando nos apartamos de Él, todos los males nos sobrevienen. ¿No lo vemos en nuestra historia personal? ¿No lo vemos en nuestra sociedad?

Cristo ha venido a rescatarnos de la maldición de nuestro extravío. Nos ha manifestado su amor. Sin embargo, ¡cuán grande es el peligro de la indiferencia! Indiferencia para acoger la llamada a la conversión, indiferencia para entrar en el gozo de la misericordia. Como aquella generación incrédula y perversa, que se contentaba con la seguridad de una pretendida justicia, por saberse raza de Abrahán, cobijando su impiedad a la sombra del templo, pero sin penetrar en él con todo su corazón.

¡Oh generación inmadura, caprichosa e insoportable! Incapaz de escuchar para alegrarse por la bondad de Dios, ni de entristecerse por sus pecados. Prefiere la mediocridad egoísta de una vida carnal al gozo y a los combates del espíritu.

También nosotros, hermanos, necesitamos discernir. Fuera del camino del Señor, sólo encontraremos la nada y las tinieblas perdurables. Si dejamos de lado a Dios y nos aferramos a la mediocridad de la carne, despreciamos la infinita grandeza de su bondad.

En lo tocante a la fe, al amor y a la esperanza —y por tanto, a la salvación— no hay nada más nefasto que la apatía y la tibieza. El Señor nos dice: “¡Ojalá fueras frío o caliente! Pero como eres tibio, voy a vomitarte de mi boca.” Y también: “¿Qué más he podido hacer por ti que no haya hecho? Pueblo mío, ¿qué te he hecho? ¿En qué te he contristado? Respóndeme. Yo te saqué del país de Egipto, te rescaté de la esclavitud.”

¡Qué palabras tan duras, pero tan verdaderas! El Señor nos las dirá, y quedaremos avergonzados por nuestra necedad y perversión.

Por eso, hermanos, acojamos su gracia. Porque es tiempo de misericordia. Busquemos su rostro, porque Él es grande en perdonar a quienes de todo corazón se vuelven a Él.

            Que así sea.

                                                   www.cowsoft.net/jesusbayarri  

Martes 24º del TO

Martes 24º del TO

Lc 7, 11-17

El Reino se anuncia con poder y misericordia

Queridos hermanos:

El Señor va anunciando el Reino, suscitando la fe que salva. Para ello realiza signos que invitan a acoger esa fe, signos que hacen inexcusables en su incredulidad a quienes le siguen y le contemplan. No son simples milagros: son llamadas ardientes al corazón humano, para que despierte y crea.

El Señor se compadece de la viuda, del dolor de una madre por su hijo, pero más aún, se compadece de la miseria profunda del ser humano. Porque su pueblo —y el mundo entero— gimen bajo la tiranía del diablo, esclavizados por el pecado y atenazados por la muerte eterna, sin que haya quien los libre. Pero he aquí que Dios ha enviado a su Hijo, el Libertador, el Salvador.

Por la fe se abraza la vida, y la muerte queda vencida. Porque el diablo, que introdujo la muerte en el mundo, ha sido derrotado. La precariedad de nuestra existencia clama por la plenitud, y esa plenitud es Dios. Sólo en Cristo la vida alcanza consistencia, se hace duradera, se vuelve eterna. ¡Este es el enviado de Dios!

Lo que para el mundo es muerte, para quien está en Cristo no es más que sueño. Y de ese sueño, un día, a la voz del Señor, despertará. Como Cristo despertó, despertará también quien se haya hecho un solo espíritu con Él. Será un despertar eterno, sin noche que lo turbe ni tiempo que lo disipe. El hijo de la viuda de Naín, la hija del jefe de la sinagoga, y el mismo Lázaro, murieron de nuevo. Pero lo hicieron con la garantía de la resurrección, porque se encontraron con Cristo y la fe brotó en sus corazones. ¡Este es el testimonio vivo de los signos de Cristo!

No basta, hermanos, con saber que Cristo ha resucitado y ha recibido todo poder. No es suficiente oír hablar de Él. Es necesario tener un encuentro personal con Él, mediante la fe, en lo profundo del corazón. Una fe que ilumine la mente, que mueva la voluntad, que encienda el amor a Dios que se revela.

Postrémonos ante Él, que se nos acerca con amor. Reconozcamos en Jesús de Nazaret al Hijo de Dios. ¡Eso es la fe! Como dice Rábano Mauro: “No son los muchos pecados los que conducen a la desesperación que condena, sino la impiedad —la falta de fe y la incredulidad— que impide volverse a Dios y acoger su misericordia.”

 Que así sea.

                                                   www.cowsoft.net/jesusbayarri   

B. Virgen María de los Dolores

B. Virgen María de los Dolores

Hb 5, 7-9 ó 1Co 12, 12-14.27-31; Jn 19, 25-27 ó Lc 2, 33-35.

María, Madre Dolorosa

Queridos hermanos, elevemos hoy nuestra mirada con reverencia hacia María, la Madre Dolorosa, esposa fiel y virgen fecunda. Desde el primer instante de su existencia, fue privilegiada por Dios, preservada del pecado original en su Inmaculada Concepción. Esta criatura única, llena de gracia, fue elegida para acoger en su seno al Amor encarnado: el Verbo hecho carne, que tomó de ella lo humano, menos el pecado, porque en ella no lo halló.

No fue sólo vaso de carne para el Redentor. María participó plenamente en la misión redentora de su Hijo. Él, al ofrecerse puro sobre el altar de la cruz, tomó lo que quiso salvar en nosotros. Y así, purificándonos con su sangre, nos hizo hijos en el Espíritu, hermanos suyos, y dejó a María como Madre nuestra, singular privilegio de la humanidad.

Ella, la Corredentora, unida estrechamente al sufrimiento del único Redentor, aceptó que la espada atravesara su alma. Así se cumplió la profecía de Simeón, que anunció su dolor como espejo del martirio de su Hijo. No sufrió los clavos, pero sí la lanza que, aunque traspasó sólo el cuerpo de Cristo, atravesó su corazón de madre, como canta san Bernardo. Por ello la proclamamos Reina Madre de los Mártires, pues fue madre del Rey de todos los que entregaron su vida por amor.

Su corazón, lleno de serenidad y mansedumbre, reflejaba la ternura del Hijo que, desde lo alto del madero, sólo pidió perdón para sus verdugos. En ella no hay odio ni desesperación, sólo compasión y fortaleza silenciosa. ¿Quién ha sufrido más y ha amado mejor?

No existe dolor más fecundo ni amor más grande que el que María aceptó, mediando con su entrega en la obra de nuestra salvación. Al pie de la cruz, nos acogió como hijos, colaborando en el misterio de la gracia que nos salva.

Por eso, al ponerla ante nuestros ojos, suplicamos que su piedad nos alcance la fortaleza para amar a Cristo, para someternos con alegría a la voluntad del Padre que nos dio a su Hijo.

Concluyamos, hermanos, con las palabras luminosas de san Bernardo, que resumen esta contemplación y nos marcan el camino:

“Si se levantan las tempestades de tus pasiones, mira a la Estrella, invoca a María. Si la sensualidad de tus sentidos quiere hundir la barca de tu espíritu, levanta los ojos de la fe, mira a la Estrella, invoca a María. Si el recuerdo de tus muchos pecados quiere lanzarte al abismo de la desesperación, lánzale una mirada a la Estrella del cielo y rézale a la Madre de Dios. Siguiéndola, no te perderás en el camino. Invocándola, no te desesperarás. Y guiado por Ella, llegarás seguro y felizmente al Puerto Celestial.”

  Amén. 

                                                           www.cowsoft.net/jesusbayarri  

La exaltación de la Santa Cruz

La Exaltación de la Santa Cruz

Nm 21, 4-9 o Flp 2, 6-11; Jn 3, 13-17

La Cruz, signo de amor y de victoria

Queridos hermanos, hoy contemplamos la Cruz gloriosa de nuestro Señor Jesucristo. Aquella antigua fiesta de la “Cruz de Mayo”, tan profundamente arraigada en la devoción popular, fue trasladada por la Iglesia al 14 de septiembre, bajo el nombre de “Exaltación de la Santa Cruz”. ¿Por qué este cambio? Tal vez para despojarla de su ropaje folclórico y devolverle su sentido profundo: el misterio del amor salvador de Dios.

Sí, celebramos la Cruz no como instrumento de tortura, sino como trono de redención. En ella se revela el amor de Dios en su grado más alto: Cristo se entrega por nuestros pecados. En el Génesis leemos: “Si coméis, moriréis sin remedio”. La muerte se hacía inevitable, envolviendo al hombre en su sombra. Pero lo irremediable para el hombre, no lo es para Dios. Él no puede ser vencido ni por el diablo, ni por el pecado, ni por la muerte.

Cristo es la respuesta amorosa del Padre a la maldición que nos alcanzó. Dios no creó la muerte, ni puede morir. Por eso, el Hijo asumió nuestra carne mortal, haciéndose —como dice san Pablo— “pecado por nosotros”, para destruir la muerte, perdonar el pecado y liberar a todos los que, por temor a la muerte, vivían esclavizados por el diablo (Hb 2, 15). “Era necesario que el Mesías padeciera esto para entrar así en su gloria.”

Recordemos lo que ocurrió en el desierto: cuando el pueblo de Israel pecó, la muerte le salió al encuentro en forma de serpientes. Pero Dios, en su misericordia, le ofreció la salvación por medio de la serpiente de bronce. Quien la miraba con fe, vivía. Así también, Cristo será levantado en alto, como Moisés levantó la serpiente, para que todo el que crea en Él no muera, sino tenga vida eterna.

Por la fe en Cristo crucificado, el hombre es devuelto al Paraíso, del que fue expulsado por envidia del diablo. Dios establece con nosotros una alianza nueva y eterna, sellada en la sangre de su Hijo. Nos introduce en la vida eterna, para que nuestras obras de amor y fe, ofrecidas en un culto nuevo “en espíritu y verdad”, glorifiquen su nombre y proclamen su misericordia.

Mientras el Padre entregaba a su Hijo por amor a los pecadores, nosotros —judíos y paganos— lo condenábamos a muerte. Pero Él, en su infinita bondad, quiso pagar con su perdón el pecado de sus asesinos, desde Adán hasta nosotros. Aplicó su justicia a los injustos y les dio su Espíritu, vencedor del pecado, para introducirlos en la vida de la Nueva Creación, libre del pecado y de la muerte.

Hermanos, hay un sufrimiento que está unido al amor, y por eso tiene sentido. Es fecundo. Da fruto abundante. Dar a luz una nueva vida que implica dolor. Cristo sufrió los dolores del alumbramiento del Reino. Y los apóstoles, primicias de los discípulos, pasaron con Él por el valle del llanto. Fueron sumergidos en el torrente del sufrimiento, del que debía beber el Mesías (cf. Sal 110,7), para ser abrevados después en el torrente de sus delicias.

Porque en Él está la fuente de la vida, y en su luz vemos la luz (cf. Sal 36,9). Y así, levantaremos la cabeza con Él, en el gozo eterno de la Resurrección.

           Que así sea.

                                                             www.cowsoft.net/jesusbayarri