La Exaltación de la Santa Cruz
Nm 21, 4-9 o Flp 2, 6-11; Jn 3, 13-17
La Cruz, signo de amor y de victoria
Queridos hermanos, hoy contemplamos la Cruz gloriosa de nuestro Señor Jesucristo. Aquella antigua fiesta de la “Cruz de Mayo”, tan profundamente arraigada en la devoción popular, fue trasladada por la Iglesia al 14 de septiembre, bajo el nombre de “Exaltación de la Santa Cruz”. ¿Por qué este cambio? Tal vez para despojarla de su ropaje folclórico y devolverle su sentido profundo: el misterio del amor salvador de Dios.
Sí,
celebramos la Cruz no como instrumento de tortura, sino como trono de
redención. En ella se revela el amor de Dios en su grado más alto: Cristo se
entrega por nuestros pecados. En el Génesis leemos: “Si coméis, moriréis sin
remedio”. La muerte se hacía inevitable, envolviendo al hombre en su sombra.
Pero lo irremediable para el hombre, no lo es para Dios. Él no puede ser
vencido ni por el diablo, ni por el pecado, ni por la muerte.
Cristo
es la respuesta amorosa del Padre a la maldición que nos alcanzó. Dios no creó
la muerte, ni puede morir. Por eso, el Hijo asumió nuestra carne mortal,
haciéndose —como dice san Pablo— “pecado por nosotros”, para destruir la
muerte, perdonar el pecado y liberar a todos los que, por temor a la muerte,
vivían esclavizados por el diablo (Hb 2, 15). “Era necesario que el Mesías
padeciera esto para entrar así en su gloria.”
Recordemos
lo que ocurrió en el desierto: cuando el pueblo de Israel pecó, la muerte le
salió al encuentro en forma de serpientes. Pero Dios, en su misericordia, le
ofreció la salvación por medio de la serpiente de bronce. Quien la miraba con
fe, vivía. Así también, Cristo será levantado en alto, como Moisés levantó la
serpiente, para que todo el que crea en Él no muera, sino tenga vida eterna.
Por
la fe en Cristo crucificado, el hombre es devuelto al Paraíso, del que fue
expulsado por envidia del diablo. Dios establece con nosotros una alianza nueva
y eterna, sellada en la sangre de su Hijo. Nos introduce en la vida eterna,
para que nuestras obras de amor y fe, ofrecidas en un culto nuevo “en espíritu
y verdad”, glorifiquen su nombre y proclamen su misericordia.
Mientras
el Padre entregaba a su Hijo por amor a los pecadores, nosotros —judíos y
paganos— lo condenábamos a muerte. Pero Él, en su infinita bondad, quiso pagar
con su perdón el pecado de sus asesinos, desde Adán hasta nosotros. Aplicó su
justicia a los injustos y les dio su Espíritu, vencedor del pecado, para
introducirlos en la vida de la Nueva Creación, libre del pecado y de la muerte.
Hermanos,
hay un sufrimiento que está unido al amor, y por eso tiene sentido. Es fecundo.
Da fruto abundante. Dar a luz una nueva vida que implica dolor. Cristo sufrió
los dolores del alumbramiento del Reino. Y los apóstoles, primicias de los
discípulos, pasaron con Él por el valle del llanto. Fueron sumergidos en el
torrente del sufrimiento, del que debía beber el Mesías (cf. Sal 110,7), para
ser abrevados después en el torrente de sus delicias.
Porque
en Él está la fuente de la vida, y en su luz vemos la luz (cf. Sal 36,9). Y
así, levantaremos la cabeza con Él, en el gozo eterno de la Resurrección.
Que así sea.