Viernes después de Ceniza

Viernes después de Ceniza

(Is 58, 1-9; Mt 9, 14-15)

Queridos hermanos:

En este comienzo de la Cuaresma, el ayuno se sitúa en el contexto de la preparación a la Pascua, como una de las actitudes que favorecen nuestra apertura a la gracia del Señor, haciendo memorial de su salvación, como hacemos constantemente en la eucaristía. Estas fechas adquieren una solemnidad especial, acentuando nuestras ansias de que el Señor regrese y nos lleve con él, consumando así el amor que ha encendido en nuestro corazón, y por el que nos unimos al clamor de los primeros discípulos: ¡Que pase este mundo y que venga tu Reino! ¡Ven, Señor Jesús! Por eso en el Evangelio, mientras el Señor está con sus discípulos, quedan sin sentido este grito, estas ansias y esta espera, y cuanto nos impulsa a ellos.

Como ocurre con tantas otras realidades, Cristo parece relativizar el ayuno, o mejor, centrarlo en su significado más profundo, muchas veces alejado del que le atribuimos comúnmente, sin hacer un fin de lo que es solo un medio. San Juan Crisóstomo ni siquiera lo menciona como uno de los caminos de la penitencia. Mi famoso profesor de cristología, Jean Galot, afirmaba que Cristo nunca ayunó. El mismo San Pablo dice de aquellos judíos tan preocupados por el ayuno: “su dios es el vientre” (Flp 3, 19).

Si ayunar es un auxilio eficaz contra la fragilidad de la carne, tan sujeta a la concupiscencia y a sus tendencias, no olvidemos que la Iglesia lo proscribe durante el tiempo pascual junto con otras manifestaciones de penitencia. Predomina, claro está, la vivencia pascual, que en los fieles debe ser intensa, con gran cercanía del corazón al amor de Dios, en la presencia del esposo y en su banquete de bodas. ¿Cómo abajarse ante Dios el día de nuestra elevación al Paraíso, el día en que es restaurada nuestra dignidad humana y agraciada con la filiación divina?

Quizá la práctica del ayuno, como ocurre con otras realidades de la piedad o la ascesis, adquiere valor por su relación con el amor, tantas veces sometido a la carne. Comer, o privarse de alimento, de sueño o de otros bienes, puede ser axiológicamente significativo, en la medida en que contribuyan a orientar el “corazón humano” hacia su fin último: “conversio a Deo, aversio ad creaturam”, pero cuando se vive en la posesión no tiene sentido la esperanza ni los medios necesarios para excitarla. Recordemos aquellas palabras del profeta (Is 58, 6-7): “El ayuno que yo quiero es este” … siempre ligado al amor y la justicia.

Isaías llama a la interiorización del culto y de la relación con Dios, que siempre deben implicar el corazón. Dios es Amor, y así quiere que sea nuestra relación con él, y también con los demás: Justicia y Caridad. Sin esto, los ritos quedan vacíos de contenido y sin valor trascendente alguno. Para dar a Dios la prioridad absoluta que le corresponde en nuestra vida, la práctica del ayuno debe hacerse solo en su presencia, como negación de uno mismo que abaje nuestro yo ante el Yo de Dios, y no solo desde el reconocimiento de su señorío, sino sobre todo, desde el agradecimiento de su amor, santidad, misericordia, belleza, verdad y bondad infinitas.

Los discípulos de Juan deben comprender que su ayuno de expectación del Reino y del Mesías se desvanece con la presencia de Cristo. El Reino de Dios ha llegado y ahora es el tiempo de arrebatarlo. La relación esponsal de Dios con su pueblo es asumida por Cristo, y el pueblo debe acoger la invitación a bodas del amado que llama a la puerta. Cuando el esposo está, no es necesario hacerlo presente por el deseo con el ayuno. La fuerza de la novedad del Reino necesita la renovación que trae la conversión.

Por otro lado, los santos son los más esforzados en la ascesis y la penitencia, porque su mayor cercanía a la luz y la santidad de Dios les ilumina con más fuerza su mísera condición y su necesidad de ser fieles a su gracia.

Hoy, la esposa que escucha su voz debe despabilarse y abrir la puerta antes que haya pasado el esposo. Abrir la puerta al amor es: Caminar hacia el otro, saliendo de la propia complacencia; como en la vigilancia, amar debe ser el motivo del verdadero ayuno que lleva a buscar al esposo, posponiendo la satisfacción de la carne; más que privarse de comer, se trata de saciarse de amar, saliendo al encuentro de Cristo. “Misericordia quiero y no sacrificios”, dice el Señor; “yo quiero amor, conocimiento de Dios”.       

Que así sea en nosotros.

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