Domingo 2º de Cuaresma C
Ge 15, 5-12.17-18; Flp 3, 17-4, 1; Lc
9, 28-36.
Queridos hermanos:
Dios se acerca al
hombre para donarse mediante promesas que lo superan infinitamente, como en el
caso de Abrahán, y para ratificar sus promesas establece alianzas, con
cláusulas a las que el hombre debe permanecer fiel: Adán debe respetar el árbol
prohibido; Abrahán renunciar al hijo de la promesa; Isaac aceptar ser
sacrificado; Jacob luchará con Dios; Moisés conducirá al pueblo en el desierto,
etc. Dios nos sitúa hoy frente a su Alianza, como lo hizo con Abrahán y después
con Cristo, para que su Pascua nos sostenga como a sus apóstoles, a quienes el
Espíritu había de confirmar en la gloria que contemplaron en el monte.
En la Alianza están
significadas las realidades de la muerte y de la vida, que evocan lo terreno
del combate y lo celeste de la victoria, como vemos en la Pascua, donde la cruz
de Cristo es la puerta que hace posible el paso de una a otra realidad. El contexto
del Evangelio nos sitúa en la fiesta de las tiendas, en la que el pueblo hace
presente la Alianza del monte Sinaí en su camino por el desierto, habitando en
tiendas bajo la nube y contemplando la gloria del rostro de Moisés. Fue
entonces cuando le fue prometido “El Profeta” que el pueblo debería escuchar en
nombre de Dios, y que nos muestra el Evangelio de hoy como el Siervo y el Hijo,
diciéndonos: ¡Escuchadle!
Sin cruz no hay
resurrección, ni alianza frente a la muerte. Abrahán, como los apóstoles en el
Evangelio de hoy, tendrá que pasar a través del temor y el sopor místico que
caracteriza la cercanía a lo numinoso de Dios. Temor y sopor que aparecen en
los apóstoles en el Tabor, y aparecerán después en Getsemaní, y ante los cuales
exhortará Jesús a los apóstoles a combatir velando con la oración. Abrahán
tendrá que ahuyentar las aves rapaces que, como las tentaciones del demonio en
el desierto y al pie de la cruz, tratarán de entorpecer la consumación de la
Alianza. Muchos principiantes en la vida espiritual, al igual que los apóstoles
en el huerto de los olivos, sucumben ante el terror que supone la llamada de
Dios a internarse en las espesuras de la cruz de Cristo.
Cristo, como los
antiguos gladiadores, es ungido ante la lucha; fortalecido para el combate de
Getsemaní, ante la muerte, con la presencia de Moisés y Elías que le “hablaban
de su partida que iba a cumplir en Jerusalén”, y también a nosotros como a los
apóstoles, con la voz y el testimonio del Padre. Sólo nos es posible contemplar
la gloria de Cristo en este mundo, con Moisés y Elías, a través de las
Escrituras.
La contemplación de la
gloria y el testimonio de la Ley y los Profetas, será la consolación y la
fortaleza de Cristo ante la Alianza, al “comenzar a sentir tristeza y
angustia”. La voz de Dios ahuyenta los terrores que suscita la cruz del
sacrificio: “Este es mi Hijo, mi Elegido; escuchadle”. Inspirado por Dios,
Isaías había llamado al Siervo, mi Elegido (Is 42, 1); ahora el Padre revela
que su Siervo, su Elegido, es su Hijo amado en quien se complace, el Profeta
prometido al que hay que escuchar para vivir (Dt 18, 15.19; Hch 3, 22-23).
¡Escuchadle!
Los apóstoles escuchan
la voz del Padre y ven la gloria anticipada de la victoria de Cristo, pero
sucumbirán en Getsemaní. El escándalo de la cruz los hará huir, porque este
combate lo tendrá que asumir Cristo solo. Ellos lo asumirán más tarde, cuando
hayan contemplado la gloria definitiva de Cristo en su Resurrección y hayan
sido ungidos desde lo alto con la fortaleza del Espíritu Santo.
La glorificación de
Cristo a través de la cruz (Jn 12, 20-33), es mostrada a nosotros como a los
apóstoles, ya que como ellos, llevamos “este miserable cuerpo nuestro” como
decía la segunda lectura, que se escandaliza fácilmente ante la cruz, pero que,
como ha dicho San Pablo: Cristo “transfigurará en un cuerpo glorioso como el
suyo”. No hay alianza sin pasar por la muerte, no hay resurrección y gloria sin
pasar por la cruz. El que no se niegue a sí mismo vivirá como enemigo de la
cruz de Cristo.
Aprovechemos pues esta
Cuaresma, para velar con Cristo una hora, para no caer en tentación, porque el
espíritu está pronto pero la carne es débil.
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