Martes 8º del TO
(Mc 10, 28-31)
Queridos hermanos:
Lo que para el mundo es importante, en
el reino de los cielos es añadidura, como dice el Señor: “Buscad primero el
reino de Dios y su justicia, y todo lo demás se os dará por añadidura”. Seguir
a Cristo implica siempre una renuncia, un negarse, una persecución por el
Reino, en proporción a la llamada y a la misión. Hay que posponerlo todo y, en
ocasiones, prescindir de lo que es pasajero por lo definitivo, confiando en la
palabra de Dios, que no defrauda, cambiando el uno que somos por el ciento que
es Cristo.
Todo cuanto somos y poseemos es don de
Dios. Seguir a Cristo supone dejar lo que somos y lo que poseemos, confiando en
su providencia y aceptando su voluntad amorosa, por la que fuimos creados, y
para lo que somos llamados en función del mundo, de forma que se realice en
nosotros lo que Dios quiere para todos, dándonos a su propio Hijo.
El Señor sabe lo que necesitamos también
para este mundo, y su generosidad es inigualable. Si provee para nosotros su
Espíritu y una vida eterna, ¿cómo no va a proveer todo lo demás? Solo una cosa
debemos aceptar como discípulos, y que Él ya ha asumido, como maestro, en grado
sumo: la persecución y la cruz de cada día que caracterizan la vida misma y la
misión, porque: “Cada día tiene bastante con su propio mal”, hasta que llegue
el día aquel en que serán enjugadas para siempre las lágrimas de todos los rostros.
Pedro quiere saber en qué consistirá eso
que Jesús llama vida eterna, y habla del “todo” al que han renunciado, sin
comprender que su misma renuncia es ya parte del don recibido con la cercanía y
la llamada, y que además se recibe la gracia necesaria para llevar adelante la
renuncia. El premio es Cristo mismo, a quien su recompensa lo precede. Ahora
son libres, con la libertad de los hijos de Dios, que han recibido por la fe, y
han sido rescatados de sus esclavitudes; han recibido el perdón de los pecados
y han heredado la promesa hecha a Abrahán. El Señor viene presto y trae consigo
su salario.
Acojamos a Cristo en la eucaristía, y
unámonos a él en un mismo espíritu, que, con su cuerpo y su sangre, nos da vida
eterna.
Que así sea.
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