Domingo 1º de Cuaresma C
Dt 26, 4-10; Rm 10, 8-13; Lc 4, 1-13;
Queridos hermanos:
En este comienzo de la
Cuaresma, la Palabra nos presenta la profesión de fe en este encaminarnos a la
Pascua de nuestra salvación, recordando, más aún, tomando conciencia de cuanto
el Señor ha hecho por nosotros, personalmente y como pueblo suyo.
Efectivamente, eso es el credo: proclamar el amor, la bondad y la fidelidad de
Dios. San Pablo, en la segunda lectura, nos exhorta a este reconocimiento de la
obra de Dios, diciendo que creerlo en nuestro corazón nos obtiene la justicia,
y confesarlo con la boca nos obtiene la salvación.
La primera lectura nos
presenta la profesión de fe del pueblo, que describe la obra de Dios en ellos
desde sus orígenes hasta ser constituidos como pueblo y haber recibido sus
promesas, pero no menciona cuál ha sido su respuesta a la bondad divina durante
el tiempo del desierto, en el que fue incapaz de permanecer fiel a Dios, cosa
que ahora se dispone a asumir. Esta será su asignatura pendiente en su relación
con Dios, que le hará añorar siempre una segunda oportunidad para borrar su
incredulidad: poder retornar al desierto y redimir su desconfianza.
Solo en Cristo se les
ofrece el poder adherirse a la fidelidad de Dios, uniéndose a su victoria en
las tentaciones del desierto. Él es el don de Dios ofrecido a Israel en primer
lugar, para que, acogiendo el bautismo de Juan para perdón de sus pecados y creyendo
y adhiriéndose a Cristo por la fe, pudiese heredar su fidelidad a Dios en un
renovado Israel.
También nosotros, en el
Credo, podemos recordar y proclamar muchos dones del Señor para con nosotros:
el don de la vida, la familia y, sobre todo, de la fe. Ahora bendecimos a Dios
y le damos gracias, sobre todo por Jesucristo, su Hijo, que nos ha rescatado
con su sangre, perdonando nuestros pecados y dándonos su Espíritu, con la
promesa de vivir eternamente con él, en el amor.
El Evangelio, en
efecto, nos muestra a Jesús conducido al desierto y guiado en él por el
Espíritu, en un combate contra el diablo, donde nosotros hemos sido vencidos, y
darnos su victoria en la Pascua.
El desierto, lugar
bíblico de los desposorios con el Señor, prepara a la consumación pascual de su
amor. ¡La Cuaresma ha llegado! ¡La Pascua está cerca! Tiempo de mutua entrega y
posesión: “Mi amado es para mí y yo soy para mi amado”. Es Dios quien nos llama
a la unión amorosa con él y nos conduce al desierto como a los profetas y a
cuantos va eligiendo, para mostrarnos el Árbol de la Vida, desnudo de sus hojas
y sus frutos, y hablarnos al corazón, purificarnos de los ídolos y lavar
nuestros pecados. Es esta mirada a la Pascua la que da sentido a la Cuaresma,
que comenzamos situándonos ante la profesión de fe, propia de este tiempo
eminentemente bautismal.
Nuestra profesión de fe
en Cristo centra las maravillas de Dios en la gracia redentora de Cristo, por
quien hemos recibido el perdón de los pecados y de quien esperamos la
resurrección y la vida eterna. Jesús va a proclamar en el desierto que de Dios
viene la vida, que es el único, y que todo lo hace bien, asumiendo en esta fe
el combate de las tentaciones en el que Israel había sucumbido en el desierto.
Solo después de vencer será emplazado también Jesús a la prueba definitiva en
un “tiempo oportuno”, y allí, levantado sobre el candelero de la cruz, atraerá
a todos hacia sí, y cuantos lo miren, invocándolo como Señor, quedarán
salvados. Como dice la Escritura: “Todo el que invoque el nombre del Señor, se
salvará”.
Todo el combate
cuaresmal y la ascesis cristiana en general están en función de revitalizar la
acción de nuestro espíritu frente a la insolencia de nuestra carne, de forma
que la persona asuma con éxito el combate al que es sometida. Los Evangelios lo
resumen en el afrontado por Cristo en el desierto, del que afirma Dostoievski:
“En aquellas tres tentaciones está compendiada y descrita toda la historia
ulterior de la humanidad, y en ellas se nos muestran las tres imágenes a las
cuales se reducen todas las indisolubles contradicciones históricas de la
naturaleza humana sobre la tierra: sensualidad, voluntad de poder y orgullo de
superar la condición mortal. Los tres impulsos más fuertes de la multitud
humana, las tres chispas que encienden continuamente la carne y el espíritu”.
También nosotros, en la
Eucaristía, ofrecemos a Dios, unidos a Cristo que se ofrece al Padre por
nosotros, lo mejor que hemos recibido de sus manos: la fe y su propio Hijo,
para que se digne aceptar en él nuestra vida, ofrecida por los hermanos y por
el Evangelio, para la vida del mundo.
Proclamemos juntos nuestra fe.
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