Lunes 8ª del TO
Mc 10, 17-27.
Queridos hermanos
Jesús habla del Reino de los Cielos, y los Apóstoles entienden
salvación. Ambas realidades, el Reino de los Cielos y la salvación, son
experimentables ya aquí mediante el encuentro con Cristo por la fe. “El Reino
de los Cielos ha llegado”, y con él la salvación, porque “todo es posible para
Dios”. Ahora, encontrarse con Cristo por la fe es encontrarse con Dios.
La pregunta del rico se presta a todo un razonamiento filosófico y
teológico, porque tanto en Marcos como en Lucas se habla de “herencia”, lo que
implica la muerte del testador. Si, además, lo que se pretende heredar es la
vida eterna, podemos deducir que el propietario de la vida eterna debe morir,
lo que parece una contradicción, a menos que entremos en un discurso teológico
en el que Dios debe morir para que nosotros tengamos vida, que es lo que nos
revela el Evangelio a través de la Encarnación y la muerte redentora del Hijo
de Dios en Jesucristo. En este caso, tiene sentido hablar de herencia sin
correspondencia alguna con las acciones del heredero, que debe tan solo aceptar
el don recibido gratuitamente.
Jesús no quiere entrar en razonamientos, y su respuesta inmediata a la
pregunta del “rico” es decirle: ¿Por qué me preguntas lo que la Escritura
afirma con tanta claridad?: “Escucha, Israel: Amarás al Señor tu Dios con todo
tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas y al prójimo como a ti
mismo. Haz esto y vivirás”. Jesús le habla de los mandamientos, porque toda la
Ley y los profetas, y, por tanto, los mandamientos, penden de este amor. Una
cosa le falta a quien pretende haber cumplido los mandamientos del amor al
prójimo: amar a Dios sobre todas las cosas. El que ama así, los cumple, y es de
ese amor del que proviene la salvación. Pero el que pretende compartir su amor
a Dios con el que tiene a sus bienes deprecia a Dios y se “ama” más a sí mismo,
equivocada y carnalmente. Por eso los apóstoles dudan de la posibilidad de
salvarse, y Jesús mismo les confirma que ese amor no es posible a los hombres
con sus solas fuerzas. Solo el conocimiento (amor) trinitario de Dios: Padre,
Espíritu y Verdad, lo puede dar, entendiendo por conocimiento la experiencia de
su vida divina, de su amor, de su espíritu y de su gracia.
Lo mismo podemos deducir del
pasaje del Evangelio según San Lucas, que habla de un rey que, con diez mil,
quiere enfrentarse al que viene contra él con el doble de fuerzas (cf. Lc 14,
31). Es necesario discernir la propia impotencia para buscar ayuda en Dios con
todo nuestro ser, porque “todo es posible para Dios”.
El llamado “joven” rico se ha encontrado con un “maestro bueno” y
quiere obtener de él la certeza de la vida eterna, que su seudo cumplimiento de
la Ley no le ha dado. Cristo le pregunta qué tan maestro y qué tan bueno le
considera, ya que solo Dios es el maestro bueno, que puede darle no solo una
respuesta adecuada, sino alcanzarle lo que desea. Sabemos que se marchó triste
porque tenía muchos bienes, pero su tristeza procedía de que su presunto amor a
Dios era incapaz de superar el que sentía por sus bienes, que le impidió creer
que en aquel Jesús estaba realmente su Señor y su Dios, para seguirle
obedeciendo su palabra. Le fue imposible encontrar el tesoro escondido en el
campo de la carne de Cristo. Le fue imposible discernir el valor de la perla
que tenía ante sus ojos, pues, de haberlo descubierto, ciertamente habría
vendido todo y le habría seguido. Como le dijo Jesús, una cosa le faltaba, pero
no como añadidura, sino como fundamento de su religión: amar a Dios más que a
sus bienes.
Es curioso, además, que en Marcos y Lucas el rico hable de “herencia”,
como si esperase alcanzar la vida eterna con el mismo esfuerzo con el que se
obtienen los bienes en herencia, es decir, sin ningún esfuerzo. Si vemos el
desenlace del encuentro, podemos suponer que fue así, ya que no estuvo
dispuesto a vender sus bienes. Según Mateo, parecía dispuesto a hacer algo para
alcanzar la Vida, pero no fue así. Jesús parece decirle al rico: Has heredado
muchos bienes y quieres asegurarlos para siempre, pero en el cielo esos bienes
no tienen ningún valor si no son salados aquí por la limosna. La vida eterna es
la herencia de los hijos, por eso, cuando hayas vendido tus bienes, “ven y
sígueme”; hazte discípulo del “maestro bueno”; cree y llegarás a amar a tus enemigos,
y entonces “serás hijo del Padre celeste” y tendrás derecho a la herencia de la
vida eterna propia de los hijos.
En nosotros habita la muerte a consecuencia del pecado, pero Cristo la
ha vencido para nosotros. Aquella parte de nosotros que abrimos a Cristo es
redimida por él y transformada en vida, y aquella que nos reservamos permanece
sin redimir y en la muerte. Si nuestro ser, en la Escritura, es designado como:
corazón, alma y fuerzas, solo abriéndolo a Dios completamente nos abriremos a
la vida eterna. Hay que amar a Dios con todas las tendencias del corazón, con
toda la existencia y por encima de toda criatura, para alcanzar en él la Vida.
Una
cosa le faltaba ciertamente al rico seudo cumplidor de la Ley: acoger la gracia
que abre el corazón y las puertas del Reino de Dios y da la certeza de la “vida
eterna que se nos manifestó”; vida eterna que contemplamos en el rostro de
Cristo, y de la que tenemos experiencia por su cuerpo y su sangre, pues “el que
come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna”. Pero la carne de Cristo es
su entrega por todos los hombres, y su sangre es la oblación que se derrama
para el perdón de los pecados. Así pues, nos hacemos uno con la carne de Cristo
y con su sangre cuando, consecuentemente, nuestra vida se hace entrega en
Cristo por los hombres; cuando nos negamos a nosotros mismos, tomamos la cruz y
lo seguimos, pues dice el Señor: “Donde yo esté, allí estará también mi
servidor”. “Yo le resucitaré el último día” para incorporarlo a la vida eterna
de Dios.
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