Viernes, 1º de Cuaresma
Ez 18, 21-28; Mt 5, 20-26
Queridos hermanos:
El Reino de los Cielos es Cristo, y entrar en él es
recibir el Espíritu Santo por la fe, que debe producir obras incomparablemente
superiores a las de la Ley de Moisés (a su justicia): superiores en el amor y
en el perdón. El Reino de los Cielos no está fundamentado en el temor, sino en
el amor cristiano, que es la fuerza que lo impulsa y el criterio que lo
gobierna. La primacía en el reino es el amor, que es también el corazón de la
ley. Por tanto, una puerta cerrada al amor lo está también al reino: “no
entraréis en el Reino de los Cielos”.
Después de Juan Bautista, el reino sembrado por la
muerte de Cristo se desarrolla con su resurrección, a través de la fe en Él, y
por ella se recibe una justicia mayor que la de todos los justos, desde Abel
hasta Juan. Solo por la fe en Cristo se recibe el “Don” de Dios que es su
Espíritu; la vida divina se hace vida nuestra y su amor es derramado en nuestro
corazón. Así también, nuestra virtud debe hacerse mayor que la de los escribas
y fariseos hasta alcanzarnos la perfección con que Dios ama, haciendo salir su
sol sobre buenos y malos y mandando la lluvia también sobre los pecadores: A
quien se le dio mucho, se le reclamará mucho; y a quien se confió mucho, se le
pedirá más (Lc 12, 48).
La justicia del que está en Cristo, permaneciendo en
su amor, supera la de los escribas y fariseos, no en la escrupulosidad del
cumplimiento de los preceptos de la ley mosaica, sino en la interiorización del
amor que el Espíritu Santo derrama en el corazón del creyente y que le lleva a
amar; pero quien se separa de la gracia de Cristo, desertando del ámbito del
perdón y por tanto del amor, deberá enfrentarse al rigor de la ley hasta que
haya pagado el último céntimo. Si este amor se desprecia, se lesionan todas
nuestras relaciones con Dios; quedan inútiles porque Dios es amor. La fe queda
vacía y nuestra reconciliación con Dios rota; se rompe nuestra conexión con
Dios a través de Cristo. Volvemos a la enemistad con Dios, y nuestra deuda con
el hermano está clamando a la justicia de Dios, como la sangre de Abel.
De ahí la urgencia de las palabras de Jesús en el
Evangelio: “Ponte a buenas con tu adversario”, expulsa el mal de tu corazón
mientras puedes convertirte, porque de lo contrario la sentencia de tus culpas
pesa sobre ti. El que se aparta de la misericordia se sitúa de nuevo bajo la
ira de la justicia. El que se aparta de la gracia se sitúa bajo la justicia,
sin los méritos de la redención de Cristo.
Qué otra cosa puede importar si no se restaura la
vida de Dios en nosotros, y pretendemos vivir la nuestra a un nivel pagano,
contristando al Espíritu que nos ha sido dado.
Que así sea.
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