Sábado después de Ceniza
Is 58, 9-14; Lc 5, 27-32
Queridos hermanos:
El Evangelio nos
presenta la vocación de Mateo y nos da el sentido de la misión del Señor:
buscar y llamar a los pecadores a que se conviertan para que vivan. La misericordia
de Dios se acerca constantemente a los pecadores para buscar su salvación,
arrancándolos de la esclavitud de los ídolos y de la enfermedad por la que la
muerte del pecado los consume y los empuja al abismo, y para incorporarlos al
reino de Dios mediante el anuncio de la Buena Nueva que les trae la salud. El
Señor llama a Mateo desde una realidad de pecado concreta, que es el dinero;
por eso, tiene una conexión especial con Zaqueo,
aunque llamado al gran ministerio del apostolado.
Mientras Cristo se
acerca a los pecadores, los fariseos se escandalizan. Si el acercarse Cristo a
los pecadores es fruto de la misericordia divina, esta es la causa del
escándalo farisaico. ¿De qué sirve a los fariseos pecar menos si eso no los
lleva al amor y la misericordia, en definitiva, a Dios? Ser cristiano es amar y
no solo no pecar. Cristo ha venido a salvar a los pecadores. ¿Ha venido para
nosotros o nos excluimos de la salvación de Cristo como los fariseos del
Evangelio? Pensémoslo bien, porque ahora es el día de la salvación.
La palabra nos habla
del amor de Dios como misericordia; amor entrañable, maternal, que no solo
cura, como hemos escuchado en el evangelio, sino que regenera la vida, que es
recreador. No por casualidad la etimología hebrea de la palabra misericordia:
rahamîm, deriva de rehem, que denomina las entrañas maternas, la matriz en que
se gesta la vida. Si recordamos las parábolas que llamamos de la misericordia,
comprobaremos que todas están en este contexto: “este hijo mío había muerto y
ha vuelto a la vida; este hermano tuyo había muerto y ha vuelto a la vida”.
También a Nicodemo le dice Jesús: «En verdad, en verdad te digo: el que no
nazca de nuevo no puede ver el reino de Dios.»
Todos somos llamados al
amor, pero esta llamada implica un camino a recorrer de conversión y de
progreso en el amor, hasta llegar a la santidad necesaria que nos introduzca en
Dios. El punto de partida de este camino es la humildad, que además acompaña toda
la vida cristiana. Así lo expresa el Padrenuestro, en el que, reconociéndonos
pecadores, testificamos el amor de Dios en nosotros.
Se trata, por tanto, de
un amor que gesta de nuevo, que regenera, como el de san Pablo a los Gálatas,
que le hace sufrir de nuevo dolores de parto por ellos. Amor fecundo, por
tanto, profundo y consistente, que implica lo más íntimo de la persona, “sin desvanecerse
como nube mañanera ante los primeros ardores de la jornada”, como dice Oseas.
Solo un amor persistente, como la lluvia que empapa la tierra, lleva consigo la
fecundidad que produce fruto, y que en Abrahán se hace vida más fuerte que la
muerte, en la fe y en la esperanza; y pacto eterno de bendición universal.
La Misericordia de Dios
se ha encarnado en Jesucristo y ha brotado de las entrañas de la Vida por la
acción del Espíritu, y no para desvanecerse, sino para clavarse
indisolublemente a nuestra humanidad, en una alianza eterna de amor gratuito,
inquebrantable e incondicional, de redención regeneradora, que justifica,
perdona y salva.
Que así sea.
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