San José, esposo de la Santísima Virgen María
2S 7, 4-5.12-14.16; Rm 4, 13.16-18.22; Mt 1,
16.18-21.24; ó Lc 2, 41-51.
Queridos hermanos:
Conmemoramos a San
José, esposo de la Santísima Virgen María y padre legal (putativo) de Jesús.
Patrono de la Iglesia y de los seminarios. El “justo”, como le llama la
Escritura, de quien no se menciona una sola palabra. Él, llamado a presentar y
poner nombre a la Palabra hecha carne, contempla, en el silencio de la escucha
y en la actividad del amor, su Misterio. Callar y obrar, como dirá San Juan de
la Cruz.
La Escritura explica el
significado del nombre de José en el libro del Génesis (30, 23-24), donde dice
Raquel: «Ha quitado Dios mi afrenta». Y le llamó José, como diciendo: «Añádame
Yahvé otro hijo».
Una tradición copta
atribuye a José un primer matrimonio del que nacieron cuatro hijos: José,
Simón, Judas y Santiago (según lo que dice Mt 13, 55), y dos hijas. De entre
ellos, Santiago, el llamado “hermano del Señor”, siendo el más joven, habría
sido acogido y educado por María al realizarse su desposorio con el justo José.
Al parecer algunos
antepasados de José, descendientes de David, se establecieron en Nazaret, y
sorprende que una localidad tan pequeña tuviera sinagoga y, más aún, que
poseyera el rollo de la profecía de Isaías, que era costosísimo y fuera del
alcance de una sinagoga modesta. Parece también que José no era un simple
artesano, sino, como diríamos hoy, un profesional experto y especializado, más
cercano a constructor que a simple carpintero. Según otra tradición, José era,
además, el archisinagogo, y eso explicaría que Jesús no solo supiera leer y
escribir (cosa poco frecuente en un pequeño pueblo galileo de aquel tiempo),
sino, además, que supiera manejar el rollo de la profecía de Isaías.
Toda paternidad procede
de Dios, de quien toma origen toda vida, y es Él quien la participa a los
hombres para el cumplimiento de una misión. La paternidad biológica no agota en
absoluto el concepto de paternidad ni puede arrogarse la exclusividad en su significado.
Solo con la tarea de nutrir, educar, proteger y legalizar a los hijos, la
paternidad biológica alcanza la plenitud necesaria para ser realmente tal.
San José es, pues,
investido por Dios como padre de Cristo en todo, salvo en su generación, obra
del Espíritu Santo según el anuncio del ángel, e imponiendo el nombre a Cristo,
proveyendo lo necesario para su maduración humana, educándolo en la fe y el conocimiento
de las Escrituras y rodeándolo de los cuidados necesarios para su crecimiento
integral, ha ejercido realmente la paternidad que le fue confiada. Esta
paternidad concluye cuando el niño Jesús demuestra que su iniciación en la fe
ha sido completada: «¿Y por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo debía estar en
la casa de mi Padre?» Habiendo Jesús reconocido a Dios como su Padre, José
desaparecerá efectiva y definitivamente de la Escritura.
Pero antes de que le
fuera confirmada su misión, José tuvo que pasar la prueba de su fe, como
Abrahán, como Moisés y como Cristo mismo ante la cruz. José tuvo su Moria, su
Sinaí y su Getsemaní de angustia ante un acontecimiento que no puede resolver
racionalmente, pero ante el que debe decidir; solo entonces, Dios abrirá para
él el mar y proveerá el cordero: «José, hijo de David, no temas tomar contigo a
María, tu mujer, porque lo engendrado en ella es del Espíritu Santo. Dará a luz
un hijo, y tú le pondrás por nombre Jesús, porque Él salvará a su pueblo de sus
pecados».
En el Evangelio de
Lucas, María da a José el nombre de padre de Jesús, que sin duda habrá sido el
tratamiento familiar del niño hacia él, hasta su mayoría de edad en la fe.
Quizá sea ese el contexto del Evangelio de hoy, en donde Jesús, después de
haber sido examinado por los doctores, quiere seguir escuchándolos y
haciéndoles preguntas acerca de las “cosas de mi Padre”. La respuesta de Jesús
sería el público reconocimiento de que sus padres le han educado bien,
llevándolo al discernimiento de la paternidad de Dios en su vida.
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