Lunes 2º de Cuaresma
Dn 9, 4-10; Lc 6, 36-38
Queridos hermanos:
En este tiempo de Cuaresma, es muy
saludable “entrar en sí mismo”, como hizo el “hijo pródigo” de la parábola, y
así descubrir en nuestro corazón las pruebas del amor de Dios por nosotros. Él
ha sido clemente, compasivo y lleno de amor, y nos perdonará siempre que nos
volvamos a Él apelando a su misericordia.
Si nos avergüenzan nuestros pecados,
como nos recordaba el libro de Daniel en la primera lectura, debe avergonzarnos
aún más que el Señor nos haya respondido con bondad, enviándonos a su Hijo para
perdonarnos. Santo, Santo, Santo ha sido el Señor con nosotros, y nos comunica
su Santo Espíritu para que también nosotros seamos santos en su amor, con
nuestros hermanos y aun con nuestros enemigos.
El Señor ha derramado sus gracias
abundantemente en nuestro corazón, con el deseo de que fructifiquen en nosotros
la misericordia, la bondad, la compasión y el perdón de que nos habla el
Evangelio. Por eso, no podemos descalificar, ni juzgar, ni condenar a nadie,
habiendo conocido nuestra realidad de pecadores y, sobre todo, nuestra
condición de hijos por haber recibido el Espíritu Santo y haber sido tratados
con compasión, sin ser juzgados ni condenados, sino perdonados. Si esa es la
medida que han usado con nosotros, esa misma debemos usar. Recordemos la
parábola del siervo sin entrañas y la conclusión del Padrenuestro. Si nos
comportamos como hijos de Dios, así seremos tratados por Él, ya que en función
de los demás hemos sido constituidos como tales.
El que parece mejor, como dice San
Agustín, en cualquier momento se puede pervertir y volverse pésimo; en cambio,
el mayor pecador, cuando es amado y se convierte, puede llegar a ser óptimo por
la gracia de Dios. El amor no desespera nunca de la salvación de nadie. Hay que
esperar el momento de la siega, como dice la parábola de la cizaña, cuando,
superado el tiempo de la misericordia, Dios juzgue además con justicia, porque
conoce lo que hay en el corazón del hombre y comprende todas sus acciones. “Corruptio
optimi, cuiusque pessima”, o también: “Conversio pessimi, cuiusque optima”.
Justicia sin misericordia es crueldad.
El Evangelio nos manda comportarnos con
los demás con la santidad con la que Dios, nuestro Padre, se comporta siempre
con nosotros. Es Él quien ha sido compasivo con nosotros, quien no nos ha
juzgado, quien no nos ha condenado, quien nos ha perdonado y se nos ha dado
completamente. Esa medida es la que se nos reclamará. Al que se confió mucho,
se le reclamará más. Si hemos recibido la naturaleza divina de amor, con el don
del Espíritu que nos hace hijos, podemos y debemos ponerla en práctica. Su
Espíritu, que nos ha hecho hijos, nos capacita y nos impulsa a la misericordia;
puesto que no tenemos nada que no hayamos recibido, seamos, pues, compasivos y
misericordiosos, como lo ha sido el Señor con nosotros. De ahí brota nuestra
acción de gracias y nuestra alabanza, como reconocemos en la Eucaristía,
tomando de su mesa el don de nuestra misericordia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario