Sábado 2º de Cuaresma
Mi 7, 14-15.18-20; Lc 15, 1-3.11-32
Queridos hermanos:
El hombre, subyugado por el mal, cae en
la esclavitud y se hunde en la mayor miseria y en el oprobio de los ídolos.
Esta es la realidad del hijo menor de la parábola, y también, figuradamente, la
de Israel en Egipto. Dios, en su amor y en su bondad, solo quiere su bien y los
llama a la unión filial con Él; acude en su ayuda y espera pacientemente a que
se abran a su gracia. No hay alegría mayor para quien ama que el bien del ser
amado, y, como no hay bien mayor que amar a Dios, quiere, por eso, ser
correspondido. “Hay más alegría en el cielo por un pecador que se convierte que
por noventa y nueve justos”. No obstante, el amor no puede imponerse y espera
ansiosamente que el ser amado se vuelva al que lo ama. Esta es la actitud de
Jesús ante publicanos y pecadores, y trata de hacérsela comprender a los
letrados y fariseos que se escandalizan por la actitud misericordiosa con que
acoge a pecadores y gentiles.
Dios actúa en Egipto con poder en favor
de su pueblo, mostrando sus designios de paz y esperando que Israel vuelva su
corazón a Él, para librarlo no solo de la esclavitud al faraón, sino del
oprobio de su idolatría. Muchos fueron los que físicamente salieron de Egipto,
pero murieron en el desierto porque sus corazones no dejaron los ídolos para
volverse a Dios. Solo una nueva generación llegó a pisar la tierra de la
libertad y gustó los frutos de la Pascua. Lo viejo había pasado y lo nuevo
había llegado. Cristo ha realizado en su carne nuestra liberación espiritual
del faraón, pero a nosotros nos toca acogerla en el tiempo favorable para que
entremos en su descanso.
Esta parábola puede verse en tres
planos: desde el ángulo del padre —amor de Dios que recorre toda la narración—,
el del hijo menor, como tradicionalmente, y el del hijo mayor. Es este amor el
que el hijo menor descubre entrando en sí mismo, y el que desconoce y rechaza
el hermano mayor.
El hijo menor tomó conciencia del amor
gratuito que siempre había tenido al alejarse de la casa paterna y conocer el
oprobio de los ídolos. El amor recibido ha creado en su interior un seno al que
regresar y en el que ser acogido, porque el amor verdadero no se apaga con la
distancia ni con el olvido. Es este amor gratuito el que le da la gracia de
“entrar en sí mismo” para descubrir en lo profundo del corazón el amor del
padre que siempre le amó. El hijo mayor, en cambio, al no discernir el amor
continuo y gratuito del padre, no vio gestarse en su corazón ni la gratitud
hacia su padre, ni la misericordia por el hermano, ni la compasión por su
extravío. Su actitud está entre lo servil del temor y lo interesado del
mercenario. Para el hermano mayor, la felicidad no está en el amor porque no lo
ha sabido reconocer en su padre, al que ha juzgado siempre. Es incapaz de
entrar en la fiesta, porque la fiesta es el amor acogido. De hecho, una vez se
ha conocido el amor, se descubre que la felicidad está en amar y no en ser
amado. Que lo digan, si no, tantos infelices a los que Dios ciertamente ama;
tantos que se han alejado tristes de su encuentro con el Señor, como el llamado
joven rico del Evangelio. El padre se encuentra, pues, entre la lejanía del
menor, al que han seducido los ídolos, y la distancia del mayor, que se cierra
en sí mismo ignorando su amor.
San Pablo nos exhorta a reconocer el
amor de Dios que se nos ha dado en Cristo, reconciliándonos con Dios, para que
este amor haga brotar en nosotros la vida nueva en el amor del Padre, que lleva
a acoger también a los hermanos (cf. 2 Co 5, 17-21).
La Eucaristía nos ofrece este amor, que
nos ayuda a volver nuestro corazón al Señor.
Que así sea.
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