Viernes 33º del TO
Lc 19, 45-48
Queridos hermanos:
En
el Evangelio de hoy contemplamos a Jesús visitar el templo de un modo distinto
al habitual, manifestando un celo (cf. Sal 69, 10) y una autoridad singulares.
Esa es la autoridad que perciben los judíos en Él, pero que no quieren
reconocer. El Señor entra en la casa de su Padre, en su propia casa, con
autoridad. Es el día de su “visita”; se hace presente el juicio, comenzando por
la casa de Dios. Se ha agotado el tiempo del templo y de la higuera, como se
agotará el tiempo de toda la creación, incluida la humanidad misma. Es el Señor
quien visita para pedir cuentas, y es necesario presentar fruto. Es el tiempo
del juicio: ya no es “tiempo de higos”, de sentarse bajo la parra y la higuera,
ni volverá a serlo jamás. Jesús anticipa proféticamente su visita al templo y a
la higuera, como anticipó su “hora” en Caná de Galilea. Con la higuera sucede
lo que ocurrirá con el templo: el Señor no encuentra fruto de trato con Dios,
sino idolatría del dinero, negocio e interés. El templo será arrasado; se
secará como la higuera, “porque no ha conocido el día de su visita”. Ya no
podrá dar fruto jamás; ningún ídolo comerá de él.
El
profeta Malaquías lo había anunciado: “Voy a enviar a mi mensajero a allanar el
camino delante de mí, y enseguida vendrá a su templo el Señor a quien vosotros
buscáis. ¿Quién podrá soportar el Día de su venida? ¿Quién se tendrá en pie
cuando aparezca? Porque será como fuego de fundidor y lejía de lavandero. Se
sentará para fundir y purgar. Purificará a los hijos de Leví y los acrisolará
como el oro y la plata” (cf. Ml 3, 1-3). Los saduceos se habían adueñado del
culto y del templo, aprovechándose de él, obligando a que todas las
transacciones para los sacrificios se hicieran con su propia moneda, provocando
la presencia de cambistas, el mercado de animales y el negocio.
El
templo, lugar de la presencia de Dios en medio del pueblo, fruto del
acercamiento divino para recibir un culto agradable a sus ojos —seguridad y
fortaleza del corazón del hombre— estaba destinado a acoger en oración a todos
los pueblos (cf. Is 56, 7). Pero el Señor no comparte su culto con la idolatría
del corazón, que lo convierte en ritualismo externo, impío y perverso, sin
contenido verdadero. Esa idolatría, “cueva de bandidos”, ya denunciada por
Jeremías (cf. Jr 7, 11), fue la causa de que quedara abandonada su morada en
Siló, y será también la causa de la destrucción del templo de Jerusalén en
tiempos de Jeremías y, definitivamente, después de Cristo.
Los
sacerdotes y escribas no soportan que Jesús denuncie su corrupción; no
descansarán hasta eliminarlo, como Israel persiguió siempre a los profetas en
vez de convertirse. Cuestionan su autoridad en lugar de arrepentirse de su
infidelidad. Por eso el templo será abandonado definitivamente, entregado vacío
a la destrucción: “El velo del Santuario se rasgó en dos, de arriba abajo” (Mc
15, 38). El Santo de los Santos ya no tenía nada que guardar, ni el velo nada
que velar. Lo escuchamos en el Evangelio: “Vuestra casa quedará desierta.” Dios
había preparado ya un nuevo templo en Cristo y en la Iglesia, que es su cuerpo,
edificado con piedras vivas: “Casa de oración para todos los pueblos”, según la
universalización del culto anunciada por Isaías (cf. Is 56, 7).
El
templo y la presencia de Dios pasan de la figura a la realidad en Cristo: Dios
está con nosotros. Su cuerpo, verdadero templo, hace presente a Dios en el
mundo, en la Iglesia, en quien habita el Espíritu Santo por la fe.
Este
verdadero templo se fundamenta en la predicación del Evangelio de Cristo, se
edifica por la caridad y los sacramentos, y se destruye por el pecado. Cuando
se profana por la idolatría, se enciende la ira del Señor, que viene a
purificarlo porque “le devora el celo por su casa”. “¿Quién resistirá el día de
su venida?”, como dijo Malaquías.
De
la misma manera, en el nuevo templo del corazón del hombre se hará presente el
celo del Señor por su casa, para purificarlo de toda idolatría y poder hacer de
él su morada.
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