Martes 33º del TO
Lc 19, 1-10
Queridos hermanos:
El Evangelio nos habla de Jericó, figura del mundo, donde se encuentra el hombre necesitado de salvación; mientras que Jerusalén es figura del cielo, lugar de la presencia de Dios.
El
Señor, como buen samaritano, baja de Jerusalén a Jericó en busca del hombre
herido en el camino, para usar con él de misericordia. A la entrada de Jericó
se detiene para curar a Bartimeo, como veíamos ayer, mostrando a todos los que
le siguen su fe. Hoy, se adentra en Jericó al encuentro de un publicano rico y
descarriado en el mundo, llamado Zaqueo, para entrar en su casa, llenarla de
luz y hacerle heredar las promesas hechas a Abrahán y a sus hijos, porque el
amor nunca desespera de la salvación de nadie.
Ayer
vimos a un pobre ciego encontrar el tesoro escondido del Reino de Dios; hoy,
vemos a un hombre rico y de pequeña estatura acoger la salvación en su casa.
Hemos contemplado a un camello pasar por el ojo de una aguja; a un pecador,
alegrar a los ángeles de Dios.
Natanael,
el “judío en quien no hay engaño”, es hallado debajo de la higuera como fruto
maduro. Zaqueo, como fruto verde, se encuentra aún sobre el árbol. Pero ambos,
al igual que Bartimeo, en Cristo son amados y conocidos por su nombre de vivos;
mientras que aquel “rico epulón” de la parábola permanece en el abismo de la
muerte, y su nombre es ignorado. Sólo queda memoria de sus vicios.
Como
el ciego Bartimeo, también Zaqueo ha oído hablar de Jesús de Nazaret. Conoce su
pequeñez y lo que le impide seguirle, pero la gracia que actúa en él le hace
correr y subirse al sicómoro, para que Cristo salga a su encuentro, llenándole
de la alegría propia del Espíritu Santo al sentirse llamado, conocido y amado
por Dios. Al sicómoro, higuera sin fruto, la gracia lo ha hecho fructificar con
Zaqueo. También la cruz del Salvador, de la que los incrédulos se burlan
llamándola estéril, alimenta —como la higuera— a los que creen en Él, dice san
Beda.
Como
Bartimeo, Zaqueo hará solemnemente, puesto en pie, profesión de su fe,
mostrándola con sus obras, como dice Santiago (St 2,18): “Daré —dice— la mitad
de mis bienes a los pobres, y restituiré cuatro veces lo defraudado”. Al dios
de este mundo le ha sido arrebatado un hijo de Abrahán. La salvación ha entrado
en la casa de Zaqueo.
Ambos,
Bartimeo y Zaqueo, para acercarse a Jesús deben separarse de la muchedumbre
incrédula que les dificulta acudir a Él: uno gritando, el otro corriendo y
subiéndose al árbol. La multitud que no cree, en un caso murmura contra Cristo,
y en el otro trata de hacer callar al ciego.
El
pecador es buscado con compasión y paciencia, siendo encontrado por la
misericordia de Dios, para la cual no son obstáculo ni la ceguera y la pobreza
de Bartimeo, ni la pequeñez y la riqueza de Zaqueo.
El
Evangelio de hoy nos muestra que Dios no se contenta con esperar que volvamos a
Él, sino que Él mismo sale a nuestro encuentro y se adentra en nuestra realidad
de muerte para llamarnos, salvarnos y enviarnos a proclamar la Buena Noticia de
su amor.
Así nos busca hoy el Señor, porque conviene que entre en nuestra noche para iluminarla. Ojalá podamos reconocer nuestra miseria y nuestra corta estatura en el amor; ojalá nos sintamos conocidos por el Señor y nos salve. Entonces podremos ponernos en pie y proclamar su misericordia con nosotros; exultar y hacer Pascua con Él.
Que así sea
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