Miércoles 33º del TO

Miércoles 33º del TO

Lc 19, 11-28

Queridos hermanos:

Ante el final del año litúrgico y la contemplación de Cristo Rey, alfa y omega de la historia, la liturgia dirige hoy su mirada hacia la próxima venida del Señor, como juez, ante quien hay que rendir cuentas, y hacia la preparación cósmica del acontecimiento decisivo para toda la creación.

La Palabra de este día nos presenta el sentido de la vida como un tiempo de misión: recibir y hacer fructificar el don del amor de Dios, que nos ha sido dado por la efusión de su Espíritu. El Señor, que nos ha llamado a la misión y nos ha entregado su Espíritu a cada cual según su capacidad, volverá a recibir los frutos y dará a cada uno según su trabajo: una recompensa buena, apretada, remecida y rebosante, incomparable con nuestros esfuerzos, según su omnipotencia y su generosidad extremas. Como vemos en la parábola, el Señor no se queda con nada: incluso el que tiene diez recibe la parte del siervo malo y perezoso. Es imposible imaginar los bienes que Dios ha preparado para quienes le aman. San Pablo sólo alcanza a decir: “Nuestros sufrimientos en el tiempo presente no son comparables con la gloria que se ha de manifestar en nosotros.”

El estar en vela, de que habla el Evangelio, consiste en la vigilancia de un corazón que se ejercita en el amor, según el don recibido. Pensemos en la esposa del Cantar de los Cantares: “Yo dormía, pero mi corazón velaba.”

El amor es siempre actividad fecunda en el servicio, como vemos en el Evangelio. En cambio, el pecado, como ruptura con el amor, produce el miedo desde los orígenes, como nos muestra el libro del Génesis. En eso consiste la infidelidad del siervo malo: en hacer estéril la gracia recibida; en transformar el amor en un miedo que lo paraliza en la desobediencia, por la incredulidad; en romper con el amor mediante el juicio que lo corrompe. Y así, como un miembro muerto debe ser amputado para no exponer a todo el cuerpo a la gangrena, también la infidelidad debe ser apartada.

A veces nos lamentamos de no alcanzar a comprender la grandiosidad de Dios, su bondad y su amor. Pero esta incapacidad está en consonancia con aquella otra: la de no ser conscientes de la gravedad de nuestros pecados. Dios, en su sabiduría, va acrecentando en nosotros la conciencia de nuestras faltas en la medida en que progresa nuestro conocimiento de su amor. Lo segundo conduce a lo primero. La pecadora del Evangelio, a quien se le ha perdonado mucho, muestra en consecuencia mucho amor, porque ha recibido mucho perdón. Y ya lo dice san Juan: “El amor no consiste en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó primero.”

Lo más importante es confiar en el Señor y servir a su generosidad con amor, y a su amor con generosidad, sin mirar excesivamente al resultado, porque es Dios quien da el incremento. El secreto, como en el caso de la viuda, no está en dar mucho o poco, sino en darse por entero.

Dice Jesús: “Mi Padre trabaja siempre, y yo también trabajo.” Es la actividad constante del amor que Cristo quiere en sus discípulos, para que tengan vida y fruto abundantes en la gran obra de la Regeneración.

          Que así sea.

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