Martes 34º del TO
Lc 21, 5-11
Queridos hermanos:
En este martes de la última semana del año litúrgico, la profecía de Daniel nos presenta la interpretación del sentido de la historia a la luz del acontecimiento de la irrupción del Reino de Dios, revelado por el Señor a su pueblo a través del profeta. Lo importante no es si Nabucodonosor recibió esta revelación, sino que la recibió el pueblo de Dios y, con él, todos los pueblos de la tierra. El desvanecerse de los imperios de este mundo y el afianzarse del Reino de Dios son procesos simultáneos en el devenir de la historia. Cuando la última de las potencias haya sido pulverizada, “la semilla del Reino” alcanzará la plenitud de su desarrollo.
Aunque
todos los signos descritos en el Evangelio pueden considerarse cumplidos antes
de la caída de Jerusalén en el año 70 de nuestra era, dando paso a la irrupción
del Reino en Cristo, hoy su luz continúa proyectándose hacia la instauración
definitiva en la Parusía, meta de toda esperanza cristiana y también de la
creación entera.
Hay
“preguntas equivocadas”, como la que hoy aparece en el Evangelio, a las que
Cristo se niega a responder: ¿Cuándo sucederá esto, Señor? Precisamente la
incertidumbre del momento debe proveer sabiduría para la vigilancia incesante
que brota del amor. Además, en cada generación la persecución y la seducción se
harán presentes, ya sea externa o internamente, y es necesario estar
preparados.
El
Señor, con esta palabra, nos recuerda la provisionalidad de las realidades
terrenas, que deben dar paso a las definitivas con su venida. Poner el corazón
en lo pasajero es, además de una forma de idolatría, una necedad que siempre
defrauda a quienes se apoyan en los ídolos. La fe, en cambio, nos ayuda a
trascender en el Señor, roca firme, para recibir de Él fortaleza ante los
acontecimientos y discernimiento frente a los falsos mesías y profetas que
intentarán seducir a muchos.
¡Cuántas
sectas y cuántos falsos mesianismos han surgido y existen en nuestros días,
arrogándose la identidad cristiana! También antes de la destrucción de
Jerusalén aparecieron falsos mesías, respecto de los cuales previno el Señor
diciendo: “No les sigáis”. Perseverad en la fe de la Iglesia, sin
escandalizaros de sus defectos ni de sus excesos, de sus manchas ni de sus
arrugas. Que no se enfríe vuestra caridad. No os aterréis por la violencia que
acompañará la contradicción de mi nombre, viene a decirnos el Señor.
¡Qué
grande es la bondad del Señor! Antes de que nos sorprenda el mal irremediable,
permite males menores —aunque puedan ser grandes, incluso globales— para
prevenirnos y hacernos reaccionar. “Ahora, el que tenga bolsa, que la tome, y
lo mismo alforja; y el que no tenga, que venda su manto y compre una espada”
(Lc 22, 36). “Despierta tú que duermes, levántate de entre los muertos y te
iluminará Cristo.”
El
amor nos mantiene vigilantes, con el discernimiento de la fe y de la esperanza,
y nos preserva de los engaños constantes del maligno, que desde el principio ha
pretendido “ser”. Detrás de cada falso mesianismo hay una palabra del Señor que
nos despierta y nos purifica, si tenemos discernimiento para reconocer las
trampas del “mentiroso y padre de la mentira”. Los ataques a la fe son temibles
por su violencia, pero quizá más aún lo es la seducción diabólica hacia un
engañoso “estado de bienestar”, de “paz y seguridad”, confiando ilusoriamente
en una “calidad de vida sostenible” y en una ideología de pretendido
progresismo que conduce al abismo. Se necesita la iluminación de la cruz y de
la historia para reconocer al Señor en los acontecimientos y resistir al
tentador, camaleónico embustero, y a sus encendidos dardos.
Que
el Señor nos conceda, en la Eucaristía, unirnos al esperanzado grito de la
Iglesia: “¡Maran atha!” ¡Que pase este mundo y que venga tu Reino!
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