Domingo 1º de Adviento A
Is 2,
1-5; Rom 13, 11-14; Mt 24, 37-44.
Queridos hermanos:
En este tiempo de Adviento, la Iglesia se prepara para acoger al Señor, tanto en su primera como en su segunda venida, que en la liturgia de la Palabra se entrelazan hasta centrarse en la Navidad, a partir del día 17, con las ferias mayores de Adviento. Es tiempo de vigilancia, en la espera del Señor, a quien hemos conocido por la fe y a quien amamos por la obra de salvación que ha realizado en favor nuestro: Él nos amó primero. El que ama, espera; y el que espera, vela.
La
venida del Señor, que la primera lectura nos presenta como promesa de paz y
salvación, el Evangelio nos la anuncia como acontecimiento inesperado, que
disuelve la figura de este mundo y sitúa al hombre ante el sentido trascendente
de la historia.
Podemos
vivir este acontecimiento de distinta manera, según sea nuestra actitud frente
al Señor: acogiendo su amor, que nos invita a las bodas de su Hijo; o
rechazando que venga a desposeernos del mundo que idolatramos en su falsedad
seductora.
San
Pablo nos exhorta a purificar nuestra actitud con una vida sobria, rechazando
la idolatría y amando al Señor. También la liturgia, con este espíritu de
sobriedad, se priva del canto del Gloria en este tiempo, para proclamarlo
exultante junto a los ángeles en la Navidad, como hará con el Aleluya pascual
durante la Cuaresma.
En
efecto, el velar del que habla el Evangelio no consiste en un mero privarse del
sueño, sino en la vigilancia de un corazón que ama, como dice la esposa del
Cantar de los Cantares: “Yo dormía, pero mi corazón velaba” (Ct 5,2). El
corazón que vigila en el amor escucha la voz del amado y lo reconoce para
abrirle al instante, en cuanto llega y llama. Por eso añade: “Ábreme”. “Estén
ceñidos vuestros lomos y las lámparas encendidas, y sed como hombres que
esperan a que su señor vuelva de la boda, para que, en cuanto llegue y llame,
al instante le abran” (Lc 12,35s). Y también: “Mira que estoy a la
puerta y llamo. Si alguno oye mi voz y me abre la puerta, entraré en su casa y
cenaré con él, y él conmigo” (Ap 3,20).
El
siervo que vigila está en la voluntad de su Señor. El sueño es imagen de la
muerte, y la muerte es consecuencia del pecado. Por eso, velar es caminar en la
luz del Señor, que es Amor, y es amar: Yo dormía, pero mi corazón amaba, y
por eso la voz de mi amado oí.
Cuando
venga el Señor, sólo quien lo ama lo reconocerá; sólo quien vela lo acogerá: “Dichosos
los siervos a quienes el Señor, al venir, encuentre despiertos, en pie, en
gracia. Yo os aseguro que se ceñirá, los hará ponerse a la mesa y, yendo de uno
a otro, les servirá”. Como hacemos en la Eucaristía: banquete de las bodas con el
Señor.
San
Pablo hace una llamada a la sobriedad, de modo que también el cuerpo vigile y
ayude a la vigilancia del corazón. La sobriedad del cuerpo mantiene vigilante
el espíritu. Cuando disminuye el deseo del Señor, nuestro corazón se enreda en
los afectos terrenos de las cosas y de las personas, y se va instalando en lo
que es de por sí caduco. Como consecuencia, se corrompe con los goces
inmediatos, que, al no saciar, exigen cada vez más satisfacción, en un vano
intento de plenitud que nunca se alcanza.
Como dijo Juan Pablo II: Con esta perspectiva, el cristiano puede tener la cabeza erguida y asociarse a la invocación que, según el Apocalipsis, es el suspiro más profundo que el Espíritu Santo ha suscitado en la historia: “El Espíritu y la novia dicen: ¡Ven!” (Ap 22,17). Esta es la invitación final del Apocalipsis (22,17.20) y del Nuevo Testamento: “Y el que lo oiga diga: ¡Ven! Y el que tenga sed, que se acerque; y el que quiera, reciba gratis agua de vida... ¡Ven, Señor Jesús!” (Catequesis del 3-7-1991)
No hay comentarios:
Publicar un comentario