Lunes 34º del TO
Lc 21, 1-4
Queridos hermanos:
La viuda, en la Escritura, es siempre figura de la precariedad existencial, junto al huérfano y al extranjero. Es Dios mismo quien se constituye en su valedor, instando la piedad de los fieles para su protección. En consecuencia, la viuda piadosa es siempre modelo para los creyentes de confianza y abandono en Dios, propios de la fe. “La que de verdad es viuda, tiene puesta su esperanza en el Señor y persevera en sus plegarias y oraciones noche y día” (1Tm 5,5). La acompaña el testimonio de sus bellas obras: haber educado bien a los hijos, practicado la hospitalidad, lavado los pies de los santos, socorrido a los atribulados y ejercitado toda clase de buenas obras (1Tm 5,10). A la consideración y adquisición de esas cualidades quiere invitarnos hoy la Palabra, presentándonos a esta viuda.
Si
la cabeza de la mujer es su esposo, como dice san Pablo, a la Iglesia —que
tiene a Cristo, su Cabeza, en el cielo— puede atribuírsele justamente la
condición de viuda. Lo mismo sucede con cada alma fiel, que vive abandonada en
su Señor, confiando plenamente en Él. El peligro está en sustituir en el
corazón al Esposo por el “marido” (baal), como la samaritana del Evangelio;
sustituir al Señor por el dinero. Sólo el Señor es necesario para vivir. Ni
siquiera la comida es tan necesaria. Santa Catalina de Siena apenas comía y no
por ello moría. Sólo Dios basta, como dirá santa Teresa.
La
viuda del Evangelio opta por el Señor, que ve lo escondido de su corazón y lo
precario de su situación. Ella entrega su vida, mientras otros entregan lo
accesorio. Ella se da entera, mientras otros quedan al margen de su dádiva.
Ella ofrece lo que necesita, mientras ellos dan parte de sus sobras. Si Dios le
concede todavía un tiempo de subsistencia, continuará en esta vida; en caso
contrario, comenzará a vivir eternamente en el Señor. Es mejor la precariedad
que supone confiar en Dios que la pretendida seguridad de la abundancia de
bienes. La Palabra de Dios hace inagotables nuestras miserables “orzas” y
“tinajas”, como en el caso de la viuda de Sarepta.
Sólo
en Dios está la vida perdurable, y de Él depende cada instante de nuestra
existencia. Sabiduría es saber vivir pendientes de su voluntad, abandonados a
su providencia. Necedad, en cambio, es hacer de los bienes la seguridad de
nuestra vida. Lo entregado a Dios permanece para siempre, mientras lo reservado
para uno mismo se corrompe.
Lo
que valoriza el don es la parte de la persona involucrada: no tanto lo que uno
da, cuanto lo que uno se da. Ya desde el Antiguo Testamento la promesa de la
vida se hace al amar con todo el corazón, con toda el alma y con todas las
fuerzas; con todo el ser.
Lo
importante es confiar en el Señor, sirviendo a su generosidad con amor y a su
amor con generosidad, sin mirar excesivamente la recompensa, siendo Dios quien
da el incremento. El secreto, como en el caso de esta viuda, no está en dar
mucho o poco, sino en darse por entero; en hacer de la vida un don.
Que
el don total de sí que Cristo nos ofrece en la Eucaristía encuentre en nosotros
la correspondencia de la fe.
Que así sea.
No hay comentarios:
Publicar un comentario