Santa Cecilia
Lc 20, 27-40
Queridos hermanos:
Conmemoramos hoy a santa Cecilia, virgen y mártir del siglo III, noble romana que entregó su vida por la fe y fue sepultada en la catacumba de san Calixto. A ella se le atribuye la conversión de su esposo Valeriano, de su cuñado Tiburcio y también del funcionario Máximo, encargado de ajusticiarlos por orden del Prefecto, pero que, iluminado por la gracia, murió igualmente mártir junto a ellos. El acta de su martirio, redactada en el siglo V, nos transmite el testimonio de una fe firme y de una esperanza que no se doblega ante la persecución.
Hoy la Palabra nos invita a fijar nuestra
mirada en la vida eterna de la Resurrección, de la cual tenemos, por la fe, una
“esperanza dichosa”, porque será una vida con Cristo en Dios. Pero esta
esperanza no todos la comparten, pues “la fe no es de todos”, como decía san
Pablo. No todos comprenden las Escrituras ni el poder de Dios (cf. Mt y Mc); el
Maligno se sirve de aquellos a quienes ha engañado para atacar nuestra
esperanza y tratar de destruir nuestra fe. Necesitamos ser “consolados y
afirmados en toda obra y palabra buena” en el combate contra el Maligno y en la
misión del testimonio que supone la vida cristiana. Así podremos alcanzar a ser
dignos de la Resurrección y de tener parte en el mundo venidero, en el que no
existirá la muerte, como nos ha dicho el Evangelio, sino solamente los hijos de
Dios: los santos, viviendo en el servicio del Señor. Una vez recuperados
nuestros miembros, viviremos en comunión con los santos, en una unión virginal
con el Señor, que se nos entregará totalmente en la posesión de la visión,
haciéndonos un solo espíritu con Él.
Dios creó a los ángeles, espíritus puros; pero
al hombre quiso hacerlo con la capacidad de colaborar con Él en la creación de
otros hombres, transmitiendo la imagen de Dios que había recibido, hasta que se
completara el número de los hijos que Dios quiso llamar a la gloria (cf. Hb 2,
10): “Muchedumbre inmensa que nadie podía contar” (Ap 7, 9). Para ello lo hizo
fecundo, dándole un cuerpo sexuado. Cuando se complete el número de los hijos
de Dios y ya no puedan morir, la humanidad dejará de procrear y seremos como
ángeles en los cielos.
Ahora, mientras perdura este “hoy”, estamos
llamados a dar razón de nuestra esperanza, afianzados en la palabra buena del
Evangelio y en la obra de la evangelización, por nuestro Señor Jesucristo, que
nos ha amado y consolado gratuitamente. Él nos guardará del Maligno y nos
sostendrá en el combate, con la tenacidad de Cristo en su amor.
Por la fe vivimos en la esperanza dichosa de la
vida eterna, que nos ha sido prometida y está operante en nosotros, pero que
recibiremos en plenitud en la Resurrección. La Caridad la visibiliza como
garantía de la vida nueva recibida de Cristo, por la efusión del Espíritu en
nuestros corazones y la comunión con su cuerpo y su sangre en la Eucaristía.
“Sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida, en que amamos a nuestros
hermanos.”
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