Domingo 22º del TO B

Domingo 22º del TO B 

(Dt 4, 1-2.6-8; St 1, 17-18.21-22.27; Mc 7, 1-8.14-15.21.23)

Queridos hermanos:

Dios ha dado a Israel caminos de vida y de sabiduría a través de su palabra, y de la Ley, que por provenir de Él tienen un corazón que es el amor. Por eso, entrar en sintonía con la Palabra, sólo es posible al hombre cuando ésta alcanza su corazón, su voluntad y su libertad, con los que se ama. Es el amor, el que purifica el corazón del hombre de todo el mal que describe el Evangelio, y sin el amor, el culto y la Ley, se convierten en preceptos vacíos y en ritos muertos incapaces de dar vida. Santiago, habla de esto mismo al decir que si la palabra no fructifica en el amor, de nada sirve. Dice San Ireneo de Lyón que: “Jesús recrimina a aquellos que tienen en los labios las frases de la Ley, pero no el amor, por lo que en ellos se cumple aquello de Isaías: “Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí. En vano me rinden culto, ya que enseñan doctrinas que son preceptos de hombres“ (Ireneo de Lyón Adv.haer., 4, 11. 4-12).

Hoy la palabra viene en nuestra ayuda, primero a vigilar nuestro corazón, y que permanezca en la gracia del Señor, y así, unido a él, pueda fructificar en el amor. Nos muestra la diferencia entre los preceptos divinos cuya raíz es el amor, y las tradiciones humanas que sólo buscan seguridad en la propia complacencia, y autonomía, y que se resisten al amor y a la propia condición de criatura, dependiente de Dios, en quien sólo puede alcanzar su plenitud.

          Engañado y seducido por el diablo, el hombre cree realizarse encerrándose en su propia razón, cuando su vocación y predestinación son el amor y la oblación, a imagen y semejanza de Dios su creador. La frustración consecuente a su perversión existencial, le lleva a una búsqueda constante de auto justificación, mediante el cumplimiento de normas que lo encadenan, sofocan su capacidad de donación y lo hacen profundamente infeliz. El empeño del hombre debe ser el encuentro con la voluntad de Dios contenida en la letra del precepto, sabiendo que el corazón de los mandamientos es el amor. Vaciado de su esencia divina de amor, el precepto, indicador del camino de la vida, se transforma en carga insoportable de la que es preciso desembarazarse. Dios queda así marginado en la nefanda búsqueda de sí mismo, y con él, la razón y el sentido de la existencia. Como dice el Evangelio, el problema está en el corazón que se ha alejado de Dios. Jesucristo dirá siempre a los judíos: “Cuándo vais a comprender aquello de: Misericordia quiero y no sacrificios; conocimiento de Dios más que holocaustos.”

Cristo ha venido precisamente a deshacer el engaño diabólico, dando al hombre la posibilidad de abrirse al amor, negándose a sí mismo, para ser, solamente en Dios. Su entrega, es luz y es libertad de poseerse y de darse en el amor, y el amor es Dios. Si el amor de Dios está en el corazón del hombre, su vida está salva y hay esperanza para el mundo. Si no tengo en el corazón este amor que es Dios, “nada soy” como dice san Pablo en su himno a la Caridad.

En Cristo, el amor vertical a Dios de la criatura, se cruza con el amor horizontal al prójimo. Cristo es nuestro Dios, y prójimo nuestro. La gratuidad de su amor, nos libra de la esclavitud de encerrarnos en nosotros mismos, y nos abre al don de sí, que es vida; al conocimiento de Dios, y a la misericordia, como culto grato a Dios.

           Proclamemos juntos nuestra fe.

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Viernes 21º del TO

Viernes 21º del TO 

Mt 25, 1-13

 Queridos hermanos:

         Hoy la palabra nos llama a la vigilancia, a estar en vela, porque el Señor está cerca, y su llegada a nuestra vida es tan imprevisible como segura. Vendrá el Señor y no tardará.

Como vemos en la parábola de las vírgenes, no se trata tanto de una vigilia física, por cuanto todas las vírgenes se durmieron, sino de la espera previsora de un corazón que ama, como el de la esposa del Cantar de los Cantares: “dormía pero mi corazón velaba, (y entonces pude escuchar) la voz de mi amado que llama.” Efectivamente, es el amor el que hace posible la espera contra toda desesperanza, y la esperanza se hace vigilancia. Es el amor, el que en la demora del bien que se ama, sostiene la fe en la Promesa.

Dichosos los que esperan con amor, porque se acerca la unión definitiva con el Señor. Él transfigurará nuestros pobres cuerpos, nos glorificará, y estaremos siempre con Él.

 El objeto de nuestra vigilancia, está personalizado en la Sabiduría, que san Pablo aplica a Cristo, constituido “sabiduría de Dios” para nosotros. Pero, aunque el corazón esté pronto, la carne es débil y es atraída por todo bien inmediato, rechazando todo sufrimiento, y así, se requiere del discernimiento del corazón que da la Sabiduría al que ama.

 La vigilancia implica por tanto una tensión entre la carne y el espíritu, entre lo inmediato y lo definitivo, entre el amor y el olvido, que debe ser regida por el amor previsor, que ilumina el corazón, aviva la esperanza y se sostiene en la sobriedad.

Como decimos en el Adviento: Vigila el que espera, y espera el que ama. El amor es la carta de ciudadanía que abre las puertas del Reino; el único conocimiento del Señor que hace posible el ser reconocidos por Él. En nuestra vida hemos recibido una invitación a bodas, y dependerá de lo que la apreciemos, la forma en que nos dispongamos a acogerla, la deseemos, y la defendamos con nuestra vida.

Presentando la alianza de amor que significan las bodas, la palabra de hoy está en gran sintonía con la Eucaristía, en la que nuestra relación con el Esposo, la Esposa, y los invitados, nos introduce en la expectativa del banquete, en medio de un clima de alegría, amistad y amor, del que surge espontáneamente la tensión gozosa de la vigilancia.

¡Ven Señor, que pase este mundo y que venga tu gloria! ¡Anatema quien no ame a Cristo!

Que así sea.

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Domingo 21º del TO B

Domingo 21º del TO B

(Js 24, 1-2.15-18; Ef 5, 21-32; Jn 6, 61-70)    

Queridos hermanos:

Durante algunas semanas hemos escuchado el discurso del “Pan de Vida,” y hoy el Evangelio, antes de darnos la respuesta de la fe a esta palabra por boca de los apóstoles, nos pone delante las respuestas a este discurso por parte de sus oyentes, entre los que ahora estamos también nosotros: “Los judíos murmuraban de él.” «Muchos de sus discípulos decían: Es duro este lenguaje. ¿Quién puede escucharlo?» No parece que haya sido un discurso muy convincente.

Para entender bien esta palabra debemos recordar lo que Jesús dirá después a sus apóstoles: “Vosotros sois los que habéis perseverado conmigo en mis pruebas. Las palabras que os he dicho son espíritu y son vida.” La fe de los discípulos debe ser probada como fue probada la de Abrahán, y como fue probada la de Israel en el desierto. Lo hemos escuchado de la boca de Jesús en el Evangelio: «hay entre vosotros algunos que no creen.»

La fe debe ser capaz de superar las pruebas de Cristo y las que nos propone cada día la vida, para no sucumbir en el momento de la tentación, y que no se desvirtúe el testimonio a que estamos llamados. Sólo la fe es capaz de trascender la carne, los límites de la razón, y pasar al espíritu que da vida: ¿Qué pasará si no, cuando aparezca la cruz? ¿En que será capaz de apoyarse la razón? Dice Jesús: “¿Esto os escandaliza? ¿Y cuándo veáis al Hijo del hombre subir adonde estaba antes?”

          Por la fe, la razón se apoya en la palabra de Cristo: «Señor, ¿a quién vamos a ir? Tú tienes palabras de vida eterna,» hasta que alcancemos la respuesta final; la confesión de la fe que dan los apóstoles en el Evangelio: “nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios.” Dice San Agustín comentando esta palabra, que efectivamente, primero se cree y después se conoce. La fe da una certeza de conocimiento, que la razón, limitada como es, no puede alcanzar por sí sola, aunque la fe no medra en las cenizas de la razón.

          También hoy la Eucaristía nos invita a decir ¡amén! A confesar a Cristo superando la duda a que esté sometida hoy nuestra razón y a comulgar con este “sacramento de nuestra fe,” que nos sitúa ante el “Gran misterio” respecto a Cristo y la Iglesia.  Pan que es cuerpo de Cristo; vino que es su sangre. Alimento de vida eterna.

             Proclamemos juntos nuestra fe.

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San Bartolomé, apóstol

San Bartolomé, apóstol

Ap 21, 9b-14; Jn 1, 45-51

Queridos hermanos:

          La liturgia sigue presentándonos a los apóstoles y recordándonos que la condición del discípulo es el amor. Habiendo sido alcanzados por el amor gratuito de Dios, somos apremiados al amor a los hermanos, y al amor a los enemigos, en virtud de nuestra filiación adoptiva que nos ha alcanzado el Espíritu Santo, por la fe en Jesucristo. Por él hemos conocido el amor que Dios nos tiene, mediante el testimonio que da a nuestro espíritu y que nos hace exclamar: ¡Abbá, padre!

          Como Natanael hemos sido conocidos por Cristo y amados en nuestra realidad y en nuestros pecados. Este amor nos llama a su seguimiento en espera de la promesa de la gloria que debe manifestarse en nosotros. Cada uno tenemos nuestro propio “Felipe” y nuestra propia “higuera” en la que hemos sido vistos, conocidos y amados por Cristo, antes de habernos encontrado con él y haber profesado: “Tú eres el Hijo de Dios, tú eres el rey de Israel.”

          Juan anuncia a Andrés, Andrés a Pedro, y Felipe a Natanael, y se va repitiendo como un estribillo: Venid y lo veréis, ven y lo verás, tal como canta el salmo: “Gustad y ved que bueno es el Señor.” El Padre y el Espíritu dan testimonio de Cristo como lo hace Juan el Bautista, y después los apóstoles, los evangelistas y los demás discípulos, generación tras generación hasta el final de los tiempos. Por el testimonio es regenerada la humanidad, y la creación entera que aguarda la manifestación gloriosa de los hijos de Dios.

          Que así sea.

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Bienaventurada Virgen María Reina

Bienaventurada Virgen María Reina

Is 9, 1-6; Lc 1, 26-38

          Pío XII en 1955 instituyó la fiesta de María Reina que, según la última reforma litúrgica, celebramos el 22 de agosto como complemento de la solemnidad de la Asunción con la que está unida, como sugiere la Lumen Gentium: "Finalmente, la Virgen Inmaculada, preservada inmune de toda mancha de culpa original, terminado el curso de la vida terrena, en alma y cuerpo fue asunta a la gloria celestial y enaltecida por el Señor como Reina del Universo, para que se asemejara más plenamente a su Hijo, Señor de los que dominan (Ap 19,16) y vencedor del pecado y de la muerte" (LG 59).

          La mujer vestida del sol es el símbolo arquetípico de la Iglesia indestructible, de la Iglesia eterna. Ella soporta siempre sufrimientos y persecuciones; pero no es nunca abatida. Y al final alcanza la victoria como Esposa del Cordero. Es una figura celeste, "vestida del sol, con la luna bajo sus pies, y sobre la cabeza una corona de doce estrellas" (Ap 12,1). El adorno de esta Mujer del Apocalipsis es el que ya describiera Isaías: "Levántate y resplandece, pues ha llegado tu luz, y la gloria del Señor alborea sobre ti... Ya no será el sol tu lumbrera de día, ni te alumbrará el resplandor de la luna, sino que el Señor será tu eterna lumbrera y tu Dios será tu esplendor. Tu sol no se pondrá jamás ni menguará tu luna, porque el Señor será tu eterna luz" (Is 60,1.19-21). Por eso, al final, como Jerusalén celestial, "desciende del cielo, de junto a Dios, engalanada como una novia ataviada para su Esposo... La Ciudad santa de Jerusalén, que bajaba del cielo, de junto a Dios, tenía la gloria de Dios" (Ap 21,2.10-11). "El trono de Dios y del Cordero estará en la Ciudad y los siervos de Dios le darán culto. Verán su rostro y llevarán su nombre en la frente. Ya no habrá noche ni tendrán necesidad de luz de lámpara ni de luz del sol, porque el Señor Dios los alumbrará y reinarán por los siglos de los siglos" (Ap 22,3-5).

          Por ello en este tiempo de combate, la Mujer esplendente, "hermosa como la luna, resplandeciente como el sol", es también "terrible como escuadrones en orden de combate" (Ct 6,10). Este sorprendente juego de imágenes, que expresa tanto el esplendor de la Mujer como su victorioso poder, muestra a la Mujer Sión y también a María. En María alcanzan su cumplimiento todas las promesas hechas a la Hija de Sión, que anticipa en su persona lo que será realidad para el nuevo pueblo de Dios, la Iglesia. En la liturgia se ha cantado a María con esta antífona: "Alégrate, Virgen María, porque tú sola venciste a todas las herejías en el mundo entero". La resonancia de los dogmas sobre la Virgen, vistos e integrados en el misterio de Cristo y de la Iglesia, asegura la solidez de la fe y fortalece en la lucha contra todas las herejías. En este sentido, María es "terrible, como escuadrones en orden de combate." Con la fe en todo lo que en María se nos ha revelado, la Iglesia está segura de la victoria final sobre las fuerzas del mal.

          María es el icono escatológico de la Iglesia, el signo de lo que toda la Iglesia llegará a ser. En la Lumen Gentium leemos: "La Madre de Jesús, de la misma manera que ya glorificada en los cielos en cuerpo y alma es la imagen y principio de la Iglesia que ha de ser consumada en el siglo futuro, así en esta tierra, hasta que llegue el día del Señor (2Pe 3,10), antecede con su luz al pueblo de Dios peregrinante, como signo de esperanza segura y de consuelo" (LG 68). Contemplando a María asunta al cielo, la Iglesia marcha hacia la Parusía, hacia la gloria donde la ha precedido su primer miembro. La Iglesia sabe que, acogiendo al Espíritu como María, se cumplirá en ella todo lo que se le ha prometido, y que en ella no ha hecho más que iniciarse, y contempla ya realizado en María, la Esposa de las bodas eternas. Y mientras peregrinamos por este mundo, María nos acompaña en el camino de la fe con corazón materno. Como dice el III prefacio del Misal: "desde su asunción a los cielos, María acompaña con amor materno a la Iglesia peregrina y protege sus pasos hacia la patria celeste, hasta la venida.”

          En la gloria, María cumple la misión para la que toda criatura ha sido creada. María en el cielo es "alabanza de la gloria" de Cristo (Ef 1,14). María alaba, glorifica a Dios, cumpliendo el salmo: "Alaba a tu Dios Sión" (Sal 147,12). María es la hija de Sión, de la Sión que glorifica a Dios. Alabando a Dios, se alegra, goza y exulta plenamente en el Señor.

          Que así sea.

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Domingo 20º del TO B

Domingo 20º del  TO B

(Pr 9, 1-6; Ef 5, 15-20; Jn 6, 51-58)

Queridos hermanos:

Hoy la Palabra, que hemos contemplado como pan, como alimento, se hace “banquete”: comunión gozosa y convivencia alegre entorno al alimento compartido; fiesta personal en la que se unifican cuerpo y espíritu en la relación. Los animales pueden comer juntos pero no en comunión.

En el banquete preparado por la Sabiduría del que nos habla la primera lectura, la comunión no es solo externa, en torno a un alimento material que regocija el espíritu, sino que el alimento mismo es espiritual, sustancial; es amor. “llenaos más bien del Espíritu,” nos dice la segunda lectura.

En el banquete del amor, lo que se asimila se transforma en amor y difunde por todos los miembros de la persona su virtud. Si el alimento y el amor, son Cristo mismo, el que lo come y asimila se hace semejante al Señor, en su ser, y en su vivir. “El que crea en mi hará las obras que yo hago.” La entrega de Cristo, en mí, se hace también entrega. “El que se une al Señor, se hace un solo espíritu con él.”  (1Co 6,17). Un solo amor. Por eso: “si no coméis la carne del Hijo del hombre, y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros.”

El Señor es amor para nosotros y para el mundo: “no seáis necios, sino sabios; comprended cuál es la voluntad del Señor.” Vivid “dando gracias siempre y por todo a Dios Padre, en nombre de Nuestro Señor Jesucristo.”

 Proclamemos juntos nuestra fe.

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Viernes 19º del TO

Viernes 19º del TO

Mt 19, 3-12

Queridos hermanos:

Hoy el Evangelio nos habla de matrimonio, repudio y celibato.

Dios ha creado al “hombre”, varón y hembra, para que en esta vida formen una unión fecunda, y los ha unido en una sola carne, para que puedan cumplir su primer precepto: “creced y multiplicaos”, para lo cual, superando los lazos naturales con sus padres, “dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer,” para crear lazos nuevos a través de los cuales se abra camino la vida, llegue a poblar la tierra y la someta, y vaya así completándose el número de los hijos de Dios en el Reino que irrumpe con Cristo y culmina con su Parusía.

El que Dios haya creado junto al hombre una sola mujer y no varias, apunta al proyecto de su voluntad respecto a la unicidad de la unión: hombre y mujer, y no hombre y mujeres, con la gran repercusión que esto tiene en orden al amor entre los esposos y con los hijos. Ambos se dan y se reciben totalmente del cónyuge y no lo comparten con alguien ajeno, de forma que la unión no venga relativizada ni disuelta con la pluralidad.

Abandonar esta misión por el motivo que sea, no forma parte del plan originario del creador al formar al hombre a imagen de su amor fecundo, y a semejanza de su unidad y comunión inquebrantables. Será siempre la pérdida o la corrupción de esta imagen y semejanza, la causante de que se pervierta el plan originario de Dios, o sea puesto entre paréntesis en alguno de sus aspectos, en espera de su redención. Con la vuelta al “principio”, anterior al pecado, puesto que el pecado es perdonado en Cristo, y concedido el Espíritu Santo, el repudio, como concesión a la incapacidad de la naturaleza caída, no tiene ya justificación alguna.

Sólo en función del desarrollo del Reino al que sirve también la fecundidad humana, como explica san Mateo, será dada también a la persona humana, la capacidad de renunciar a la unión conyugal y a la fecundidad, para una dedicación plena al servicio del Reino, tal como tendrá efecto, cuando el Reino llegue a su plenitud en la vida futura de la bienaventuranza. Entonces lo instrumental dará paso a lo esencial. Ni disminuirán ni aumentarán los bienaventurados, y la fecundidad procreadora habrá concluido su misión. La comunión espiritual será plena entre los bienaventurados e indisoluble en el Señor.

Sea cual sea la misión a la que el Señor nos conceda dedicar esta vida, estará en función de la vocación única, eterna y universal al amor, por la que hemos sido llamados a la existencia y a la que nos unimos en la Eucaristía. Este es por tanto nuestro cometido en esta vida como dice san Pedro (2P 1, 11): “Hermanos, poned el mayor empeño en afianzar vuestra vocación y vuestra elección. Así se os dará amplia entrada en el Reino eterno de nuestro Señor y Salvador Jesucristo.”

 Que así sea.

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Domingo 19º del TO B

Domingo 19º del TO B 

(1R 19, 4-8; Ef 4, 30-5, 2; Jn 6, 41-52)

Queridos hermanos:

          Hoy la Palabra se nos presenta como un pan en el desierto con el que se nutre durante cuarenta días Elías, como en otro tiempo Moisés, como lo fue durante cuarenta años el pueblo en el desierto y también Cristo.

          “No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios.” Todo pan nutre la vida del hombre por un tiempo y después perece; Dios les dio el maná a los israelitas durante cuarenta años, y murieron unos en el desierto y otros en la tierra prometida. Dios dio a Abrahán la promesa y la ley cuatrocientos años después a Israel, pero siguieron muriendo sin ver su pleno cumplimiento. Sólo en Cristo se anuncia un pan que no perece y un alimento que sacia: «Yo soy el pan que ha bajado del cielo. Yo soy el pan de vida; este es el pan que baja del cielo, para que quien lo coma no muera;  es mi carne por la vida del mundo.» Lo ha dicho san Pablo en la segunda lectura: «Cristo nos amó y se entregó por nosotros como oblación y víctima.» Cristo ha recibido una carne para entregarse por el mundo: “Me has dado un cuerpo para hacer tu voluntad” (cf. Hb 10, 5-7). Comer la carne de Cristo es entrar en comunión con su cuerpo, con su entrega, y por tanto alimentarse con la voluntad de Dios.

          La carne de Cristo, la entrega de Cristo, el donarse de Cristo, es pues, el alimento de la vida definitiva que ansía el corazón humano y que el mundo necesita, porque tanto el que lo da y el que lo acepta, reciben vida. Pero hemos escuchado a Cristo que dice: «Nadie puede venir a mí, si el Padre que me ha enviado no lo atrae.»  El Padre atrae hacia Cristo, pero lo hace con lazos de amor, y no de constricción, a los cuales debe responder el albedrío de nuestro amor. Nuestro corazón debe aceptar ser atraído hacia Cristo, y el Padre que ve los deseos de nuestro corazón, nos lo concederá, como dice el salmo: “Sea el Señor tu delicia y te dará lo que pide tu corazón” (Sal 36,4).

          El poeta Virgilio decía: «Cada cual es atraído por su placer; el amor lo vence todo, démosle paso al amor» (Virgilio, Egl., 2). Nosotros hoy, diríamos que el hombre es atraído por aquello que ama. Por eso dice Cristo: permaneced en mi amor. También la carta a los efesios nos exhorta: “Vivid en el amor como Cristo nos amó y se entregó por nosotros como oblación y víctima.”  Vivid en la entrega con la que Cristo se entregó.

          Hoy somos invitados en la Eucaristía a entrar en comunión con la carne de Cristo que se entrega por la vida del mundo y en la que recibimos vida eterna.

          Proclamemos juntos nuestra fe.

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San Lorenzo, diácono y mártir

San Lorenzo, diácono y mártir

2Co 9, 6-10; Jn 12, 24-26

Queridos hermanos:

          Hacemos presente hoy a san Lorenzo, en quien el fuego de amor encendido y asumido por Cristo para librar al hombre de aquel otro “preparado para el diablo y sus ángeles” (Mt 25, 41), vence al que matando el cuerpo no puede hacer más, evitando así, la suerte, de quien rechaza la oferta de gracia y de misericordia del Señor.

          Llamados al fruto que permanece eternamente, la caducidad de nuestra vida, debe acogerse a la resurrección de quien ha entrado en la muerte para destruirla. Cristo nos invita al fruto de su victoria sobre la muerte, mediante la fe en él, que es también amor, y no puede alcanzarse sin la negación propia en este mundo, que supone donación e inmolación, al estilo de la semilla, recibiendo el Espíritu Santo, con el que es honrado por Dios todo discípulo, y capacitado para reproducir la entrega del Maestro, y con ella su abundancia de vida.

          El fruto del amor encierra un misterio de muerte y de vida. Dios ha querido que la vida no se transmita por contagio, sino por inmolación de amor. Se engendra con gozo, se da a luz con dolor, pero sólo llega a plenitud, mediante una entrega irrenunciable. Lo vemos en la generación humana y de forma eminente en la Regeneración realizada por Cristo y propagada por la Iglesia a través de los siglos. Entonces como ahora, el grano de trigo debe morir para dar fruto.

          Tenemos que aprender a relativizar esta vida, estando dispuestos incluso a perderla por los demás. Sólo quien cree firmemente en Dios y en sus promesas de vida eterna puede darse a los demás, perdiendo su tiempo, su dinero y hasta su propia vida, ofreciéndola “como hostia viva”, confiando en su promesa. Sólo quien ha conocido el amor de Dios siendo poseído por su Espíritu, puede amar así.

          Toda vida humana tiene en este mundo esa precariedad, en la que no faltan sufrimientos y muerte, y se nos enseña a no poner en ella nuestras esperanzas y nuestros desvelos, para que no quedemos defraudados, mientras quien siga a Cristo en la muerte, lo encontrará en la resurrección. Como escribió Benedicto XVI: “El que pretenda guardarse su vida, la perderá; y el que la pierda, la recobrará (Lc 17, 33), dice Jesús en una sentencia suya que, con algunas variantes, se repite en los Evangelios (cf. Mt 10, 39; 16, 25; Mc 8, 35; Lc 9, 24; Jn 12, 25). Con estas palabras, Jesús describe su propio itinerario, que a través de la cruz lo lleva a la resurrección: el camino del grano de trigo que cae en tierra y muere, dando así fruto abundante. Describe también, partiendo de su sacrificio personal y del amor que en éste llega a su plenitud, la esencia del amor y de la existencia humana en general” (Deus Caritas est, 6).

          Que la Eucaristía venga en nuestra ayuda para que busquemos las cosas de arriba donde está Cristo que se entrega por amor.

          Que así sea.

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Miércoles 18º del TO

Miércoles 18º del TO

Mt 15, 21-28

Queridos hermanos:

Aparece la fe como protagonista de esta palabra, pero la fe de los gentiles, que contrasta con la incredulidad de los “hijos,” que rechazan el “pan” tirándolo al suelo, donde lo comen los “perritos.” Las profecías de la llamada universal a todos los hombres al conocimiento de Dios, se cumplen con la llegada de Cristo. Él, es la casa que Dios se ha construido en el corazón del hombre “para todos los pueblos.”

Para san Pablo, el endurecimiento de Israel no es sino un paso intermedio por el cual los gentiles tendrán acceso al Santuario de Dios, por la fe en Cristo. Es la fe lo que les sienta a la mesa y les hace partícipes del “pan de los hijos:” “Os digo que los sentaré a mi mesa y yendo del uno al otro les serviré.” “Por eso os digo que vendrán de oriente y occidente y se sentarán a la mesa con Abrahán, Isaac y Jacob, mientras vosotros os quedaréis fuera.” En el camino de búsqueda de las ovejas perdidas, Cristo se apiada de los “perritos.

La fe no hace acepción de personas, naciones, ni lenguas, y aunque ha sido enviado “a las ovejas perdidas de la casa de Israel,” hoy, Cristo va a la región de Tiro y Sidón, para encontrar la fe de una mujer, como lo hace también en Sicar, para encontrarnos en la samaritana y plantar la semilla del Reino, allende las fronteras de Israel. En efecto, san Agustín ve en la samaritana, a la gentilidad llamada a ser la Iglesia, esposa de Cristo.

          Las sobras de los niños, sacian a los que las saben apreciar, hasta hacer de ellos “hijos.” La fe de la madre obtiene para la hija que ni siquiera conoce a Cristo, la garantía de la curación, como testimonio de la salvación en Cristo, que conduce al conocimiento de Dios.

          Nos es desconocida la llamada con la que Dios ha motivado a la mujer a la súplica y ha propiciado su encuentro con Cristo y su consecuente profesión de fe, que expulsa al diablo. La iniciación cristiana de la niña seguirá el proceso inverso al de la madre, como suele suceder con los hijos de padres cristianos: De la curación gratuita, deberá pasar a la acogida del testimonio de la madre. La gratuidad del amor de Dios, tiene sus propios caminos, pero todos concurren en la salvación de quien los acoge.

          Si hoy estamos sentados a la mesa del Reino y comemos del Pan que nos sacia y da la Vida Eterna, es porque hemos acogido el don gratuito de la fe, de nuestra madre la Iglesia, que nos hace hijos, y como en el caso de la samaritana y de la sirofenicia, somos invitados a proclamar nuestra fe en Cristo a quienes el Señor ponga junto a nosotros.

           Que así sea.

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La Transfiguración del Señor

La Transfiguración del Señor

2P 1, 16-19; Mc 9, 2-10

Queridos hermanos:

          En espera del cumplimiento definitivo de la profecía de Daniel, que Cristo ha mostrado anticipadamente a sus discípulos en la montaña, como testifica Pedro en la segunda lectura, la Iglesia en esta celebración aviva su esperanza y fortalece su fe en Cristo, poniéndose a su escucha. Él es el Profeta anunciado a Moisés en otro monte y revelado ahora por el Padre como su “Hijo amado” al que debemos escuchar para tener vida.  

          Israel rescatado de Egipto y puesto en camino en obediencia a su palabra, es lanzado a la conquista de una tierra, presagio del cumplimiento de las ansias de trascendencia que anidan en el corazón humano. Es por eso, que el caminar por el desierto a la escucha del Señor, habitando en tiendas y dependiendo de su providencia, mientras sus caminos coinciden con los de Dios, será siempre para Israel un tiempo idílico, añorado, entrañable e idealizado, que cristalizará en la Fiesta de las Tiendas: “Sucot.” En esos días, todo judío piadoso debe pernoctar en una cabaña, haciendo presente así, su caminar por el desierto a su salida de Egipto, cuando recibió la Alianza y prometió escuchar la palabra del Señor. Así podemos comprender la exclamación de Pedro: “Hagamos tres tiendas”, para así poder permanecer en la montaña sin quebrantar la tradición de la fiesta.

Tanto Abrahán como Israel, han experimentado que, aun en el cumplimiento inmediato de todas las promesas de Dios, éstas quedan abiertas a una plenitud mayor, trascendente, universal y definitiva, que sólo se alcanzará con la llegada del Mesías, el “profeta” revelado a Moisés, a quien hay que escuchar, el Elegido, el Predilecto, el Siervo, el Hijo amado de Dios, en quien su alma se complace.

En pos del cumplimiento definitivo de las promesas, Cristo se encamina a Jerusalén a consumar su misión como especifica Lucas. Dios va a manifestar a su Hijo como Palabra que debe ser “escuchada” para tener vida. Así llevó también Moisés al pueblo a través del desierto al monte Sinaí, al encuentro con Dios para recibir su Palabra. Por eso todas las figuras de este pasaje del Evangelio, hacen presente el desierto y la Alianza: El monte, desde el que Dios ha manifestado su palabra a Moisés; Elías, que a través del desierto es llamado como Moisés al encuentro con Dios en el monte; la nube, que era luminosa de noche y sombra protectora de día; el rostro luminoso de Cristo como el de Moisés; y la voz de Dios. Todo evoca también al Mesías: al nuevo Moisés, el Profeta que todos deberán escuchar para mantener su pertenencia al Pueblo de Dios.  

El camino de acercamiento progresivo al hombre, iniciado con Abrahán, atrayéndole con la promesa de su bendición universal, llegará a su pleno cumplimiento en Cristo, en quien Dios se deja conocer plenamente; en quien ha puesto su tienda en medio de nosotros y para siempre, y en quien ha bendecido a “todos los linajes de la tierra”, destruyendo la muerte para siempre y para todos.

En Cristo, la bendición y la promesa hechas a Abrahán alcanzan su plenitud. Éste es “mi Hijo amado, en quien me complazco; mi Elegido; mi Siervo a quien yo sostengo: escuchadle.” Dios había inspirado a Isaías, que el Siervo era el Elegido; ahora el Padre revela que su Siervo, el Elegido, es su Hijo amado.

El camino del pueblo por el desierto, y el de Cristo, nos guían ahora en el camino de nuestra vida, en el cual, a través de la consolación de las Escrituras (Moisés y Elías), escuchamos la voz del Padre, acogemos su Palabra escuchando a Cristo, y nos unimos a él en la Eucaristía.   

 Que así sea.

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Domingo 18º del TO B

Domingo 18º del TO B 

Ex 16, 2-4.12-15; Ef 4, 17, 20-24; Jn 6, 24-35

Queridos hermanos:

          Una vez más, la palabra hace alusión a la Eucaristía a través de figuras como el maná, alimento mesiánico, el pan del cielo, el pan de Dios, o el pan de vida eterna. Hay una dialéctica profunda en toda existencia humana, entre el ansia insaciable de su corazón, de la que el hambre y la sed son figura, y su plena y definitiva saciedad que llamamos felicidad, bienaventuranza o vida eterna, y que sólo es alcanzable en Cristo, y de forma sacramental en la Eucaristía: “El que come mi carne tiene vida eterna.”

          Como dice el Eclesiástico (Eclo 24, 21), la sabiduría no sacia, porque impulsa a la plenitud que es Cristo, por lo que Cristo dirá: “Dichosos los que ahora tenéis hambre, porque seréis saciados” (eternamente), y también: “¡Ay! de los hartos, porque tendréis hambre (eternamente).” El encuentro con la Sabiduría nos hace pobres de espíritu y necesitados de salvación, haciéndonos tender a Cristo hasta encontrarlo.  

          Los judíos quieren ver signos que se les impongan pero no están dispuestos a creer. Cristo, de hecho, realiza señales anunciadas en las Escrituras, que testifican su misión, pero que no responden a las erróneas expectativas respecto al Mesías que tienen los judíos, en las que no tienen cabida ni la conversión de su corazón a Dios, ni una llamada universal a la salvación que relativice sus privilegios como pueblo elegido, siendo ajeno por completo a la misericordia divina, explícita ya en las promesas hechas a Abrahán: “En tu descendencia se bendecirán todas las naciones de la tierra.”

          En efecto, Israel responde a Cristo: “Señor, danos siempre de ese pan”, pero es necesaria la fe, para pasar después al banquete del Pan de la Vida. Los gentiles dicen por boca de la samaritana: «Señor, dame de esa agua, para que no tenga más sed», pero deberán también primero recibir la fe, para recibir después el agua del bautismo.

          Dios mandó un pan en el desierto con el que se nutrió durante cuarenta días el profeta Elías, como en otro tiempo Moisés, pero todo pan nutre la vida del hombre por un tiempo y después perece; Dios les dio el maná a los israelitas durante cuarenta años, y murieron unos en el desierto y otros en la tierra prometida. Dios dio a Abrahán la Promesa, y la Ley cuatrocientos años después a Israel, pero siguieron muriendo, saciados solamente en esperanza. Nosotros no sólo somos llamados a la esperanza, sino a recibir al Esperado de todos los tiempos; al Prometido a los patriarcas y al anunciado por los profetas. Sólo en Cristo nos es anunciado un pan de vida eterna que sacia y no se corrompe. A este banquete mesiánico somos hoy invitados por Cristo para que recibamos vida en su nombre. El pan de la vida divina en nosotros, al saciarnos, nos constituye en pan que se entrega. 

          Proclamemos juntos nuestra fe.

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