Domingo 22º del TO B

Domingo 22º del TO B 

(Dt 4, 1-2.6-8; St 1, 17-18.21-22.27; Mc 7, 1-8.14-15.21.23)

Queridos hermanos:

Dios ha dado a Israel caminos de vida y de sabiduría a través de su palabra, y de la Ley, que por provenir de Él tienen un corazón que es el amor. Por eso, entrar en sintonía con la Palabra, sólo es posible al hombre cuando ésta alcanza su corazón, su voluntad y su libertad, con los que se ama. Es el amor, el que purifica el corazón del hombre de todo el mal que describe el Evangelio, y sin el amor, el culto y la Ley, se convierten en preceptos vacíos y en ritos muertos incapaces de dar vida. Santiago, habla de esto mismo al decir que si la palabra no fructifica en el amor, de nada sirve. Dice San Ireneo de Lyón que: “Jesús recrimina a aquellos que tienen en los labios las frases de la Ley, pero no el amor, por lo que en ellos se cumple aquello de Isaías: “Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí. En vano me rinden culto, ya que enseñan doctrinas que son preceptos de hombres“ (Ireneo de Lyón Adv.haer., 4, 11. 4-12).

Hoy la palabra viene en nuestra ayuda, primero a vigilar nuestro corazón, y que permanezca en la gracia del Señor, y así, unido a él, pueda fructificar en el amor. Nos muestra la diferencia entre los preceptos divinos cuya raíz es el amor, y las tradiciones humanas que sólo buscan seguridad en la propia complacencia, y autonomía, y que se resisten al amor y a la propia condición de criatura, dependiente de Dios, en quien sólo puede alcanzar su plenitud.

          Engañado y seducido por el diablo, el hombre cree realizarse encerrándose en su propia razón, cuando su vocación y predestinación son el amor y la oblación, a imagen y semejanza de Dios su creador. La frustración consecuente a su perversión existencial, le lleva a una búsqueda constante de auto justificación, mediante el cumplimiento de normas que lo encadenan, sofocan su capacidad de donación y lo hacen profundamente infeliz. El empeño del hombre debe ser el encuentro con la voluntad de Dios contenida en la letra del precepto, sabiendo que el corazón de los mandamientos es el amor. Vaciado de su esencia divina de amor, el precepto, indicador del camino de la vida, se transforma en carga insoportable de la que es preciso desembarazarse. Dios queda así marginado en la nefanda búsqueda de sí mismo, y con él, la razón y el sentido de la existencia. Como dice el Evangelio, el problema está en el corazón que se ha alejado de Dios. Jesucristo dirá siempre a los judíos: “Cuándo vais a comprender aquello de: Misericordia quiero y no sacrificios; conocimiento de Dios más que holocaustos.”

Cristo ha venido precisamente a deshacer el engaño diabólico, dando al hombre la posibilidad de abrirse al amor, negándose a sí mismo, para ser, solamente en Dios. Su entrega, es luz y es libertad de poseerse y de darse en el amor, y el amor es Dios. Si el amor de Dios está en el corazón del hombre, su vida está salva y hay esperanza para el mundo. Si no tengo en el corazón este amor que es Dios, “nada soy” como dice san Pablo en su himno a la Caridad.

En Cristo, el amor vertical a Dios de la criatura, se cruza con el amor horizontal al prójimo. Cristo es nuestro Dios, y prójimo nuestro. La gratuidad de su amor, nos libra de la esclavitud de encerrarnos en nosotros mismos, y nos abre al don de sí, que es vida; al conocimiento de Dios, y a la misericordia, como culto grato a Dios.

           Proclamemos juntos nuestra fe.

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Sábado 21º del TO

Sábado 21º del TO 

Mt 25, 14-30

Queridos hermanos:

          Cristo, alfa y omega de la historia, ante su próxima venida como juez, a quien hay que rendir cuentas, se nos acerca hoy en esta palabra del Evangelio, y nos presenta el sentido de la vida, como un tiempo de misión para hacer fructificar el don del amor de Dios que hemos recibido por la efusión de su Espíritu. Si hemos dado fruto seremos llamados “siervos buenos y fieles,” y seremos invitados a entrar en el gozo del Señor; y aquellos a quienes con nuestra vida y con nuestras palabras habremos ganado para el Señor, recibirán su propia sentencia: “Venid benditos de mi padre, recibid la herencia del Reino preparado para vosotros desde la creación del mundo.”

          El Señor, que nos ha llamado a la misión y nos ha dado de su Espíritu, a cada cual según su capacidad, volverá a recibir los frutos y a dar a cada cual según su trabajo, una recompensa buena, apretada, remecida y rebosante sin parangón con nuestros esfuerzos, según su omnipotencia y generosidad extremas. Como vemos en la parábola, el Señor no se queda con nada. Incluso el que tiene diez, recibe el talento del siervo malo y perezoso. Es imposible hacernos una idea de los bienes que Dios ha preparado para los que le aman. San Pablo sólo alcanza a decir que: “Nuestros sufrimientos en el tiempo presente, no son comparables a la gloria que se ha de manifestar en nosotros.”

          El estar en vela, consiste en la vigilancia de un corazón que ama, en consonancia con el don recibido. Pensemos en la esposa del Cantar de los Cantares: “Mi corazón velaba, y la voz de mi amado oí.” El amor es siempre actividad fecunda en el servicio, como vemos en el Evangelio. En cambio el pecado, como ruptura con el amor, produce el miedo ya desde el Génesis. En eso consiste la infidelidad del siervo malo: en hacer estéril la gracia recibida; en cambiar el amor en un miedo que lo paraliza en la desobediencia por la incredulidad. Infidelidad de romper con el amor mediante el juicio que lo corrompe, y como un miembro muerto, deberá ser amputado para no exponer a todo el cuerpo a su propia gangrena. El que habiendo recibido de Cristo su talento sólo vive para las cosas de la tierra, es como si lo enterrara; como si ocultara la luz debajo del celemín. Dice Orígenes: Cuando vieres alguno que tiene habilidad para enseñar y aprovechar a las almas, y que oculta este mérito, aunque en el trato manifieste cierta religiosidad, no dudes en decir que este tal recibió un talento y él mismo lo enterró (Orígenes, in Matthaeum, 33). 

          A veces nos lamentamos de no alcanzar a comprender la grandiosidad de Dios, de su bondad y de su amor, pero esta incapacidad está en consonancia con la que tenemos, de no darnos cuenta de la gravedad de nuestros pecados. Dios en su sabiduría va acrecentando en nosotros la conciencia de nuestras faltas en la medida que progresa nuestro conocimiento de su amor, y madura en nosotros el nuestro. Lo segundo lleva a lo primero. La pecadora del Evangelio a la que se ha perdonado mucho, muestra en consecuencia mucho amor, porque ha recibido mucho. Ya dice san Juan que: “El amor no consiste en lo que nosotros hayamos amado a Dios, sino en lo que él nos amó primero.”

          Lo más importante es confiar en el Señor y servir a su generosidad con amor y a su amor con generosidad, sin mirar excesivamente al resultado, porque es Dios quien da el incremento. El secreto, como en el caso de la viuda, no está en “dar” mucho o poco, sino en “darse” por entero.

          Dice Jesús:”Mi Padre trabaja siempre, y yo, también trabajo.” Es la actividad constante del amor que Cristo quiere en sus discípulos, para que tengan vida y fruto abundantes en la gran obra de la Regeneración.

          Que así sea.

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Viernes 21º del TO

Viernes 21º del TO 

Mt 25, 1-13

 Queridos hermanos:

         Hoy la palabra nos llama a la vigilancia, a estar en vela, porque el Señor está cerca, y su llegada a nuestra vida es tan imprevisible como segura. Vendrá el Señor y no tardará.

Como vemos en la parábola de las vírgenes, no se trata tanto de una vigilia física, por cuanto todas las vírgenes se durmieron, sino de la espera previsora de un corazón que ama, como el de la esposa del Cantar de los Cantares: “dormía pero mi corazón velaba, (y entonces pude escuchar) la voz de mi amado que llama.” Efectivamente, es el amor el que hace posible la espera contra toda desesperanza, y la esperanza se hace vigilancia. Es el amor, el que en la demora del bien que se ama, sostiene la fe en la Promesa.

Dichosos los que esperan con amor, porque se acerca la unión definitiva con el Señor. Él transfigurará nuestros pobres cuerpos, nos glorificará, y estaremos siempre con Él.

 El objeto de nuestra vigilancia, está personalizado en la Sabiduría, que san Pablo aplica a Cristo, constituido “sabiduría de Dios” para nosotros. Pero, aunque el corazón esté pronto, la carne es débil y es atraída por todo bien inmediato, rechazando todo sufrimiento, y así, se requiere del discernimiento del corazón que da la Sabiduría al que ama.

 La vigilancia implica por tanto una tensión entre la carne y el espíritu, entre lo inmediato y lo definitivo, entre el amor y el olvido, que debe ser regida por el amor previsor, que ilumina el corazón, aviva la esperanza y se sostiene en la sobriedad.

Como decimos en el Adviento: Vigila el que espera, y espera el que ama. El amor es la carta de ciudadanía que abre las puertas del Reino; el único conocimiento del Señor que hace posible el ser reconocidos por Él. En nuestra vida hemos recibido una invitación a bodas, y dependerá de lo que la apreciemos, la forma en que nos dispongamos a acogerla, la deseemos, y la defendamos con nuestra vida.

Presentando la alianza de amor que significan las bodas, la palabra de hoy está en gran sintonía con la Eucaristía, en la que nuestra relación con el Esposo, la Esposa, y los invitados, nos introduce en la expectativa del banquete, en medio de un clima de alegría, amistad y amor, del que surge espontáneamente la tensión gozosa de la vigilancia.

¡Ven Señor, que pase este mundo y que venga tu gloria! ¡Anatema quien no ame a Cristo!

Que así sea.

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El martirio de san Juan Bautista

El martirio de san Juan Bautista

1Co 1, 26-31; Mc 6, 17-29

Queridos hermanos:

          Recordamos hoy al mayor entre los nacidos de mujer; a Elías; al último mártir del A.T; al último profeta; al testigo de la luz, lámpara ardiente y luminosa (Jn 5,35); al amigo del novio; a la voz de la Palabra; al Precursor del Señor; al nacido lleno del Espíritu Santo, y único santo del que la Iglesia celebra el nacimiento, pero del que Cristo en su testimonio afirma, que el más pequeño en el Reino de los Cielos es más grande que él.  

Juan inaugura el Evangelio con su predicación. Confiesa humildemente a Cristo, de quien no se considera digno de desatar las correas de sus sandalias. Juan anuncia un tiempo de gracia en el que “Dios es favorable” para volver a Él, proclama la conversión, como gracia de la misericordia divina que acoge al pecador, para que la fidelidad a Dios de los “padres,” pueda llegar al corazón de los hijos.  Tiempo de reconciliación entre padres e hijos, y de todos con Dios. Tiempo de alegrarse con la cercanía de Dios y de volver a Él con gozo. En eso consiste la justicia ante Dios, de la que se privan los escribas y fariseos rechazando a Juan (cf. Lc 7,30). No la justicia de los jueces, sino la justicia de los justos, como acogida del don gratuito de Dios.

          «Vino para dar testimonio de la luz, a fin de que todos creyesen por él» (Jn 1,7s). La misión de Juan como profeta y “más que un profeta”, no es sólo la de anunciar, sino la de identificar al Siervo, señalándolo entre los hombres: «He ahí el cordero de Dios, que quita el pecado del mundo.»  

También nosotros hemos sido llamados a un testimonio, y también el Señor nos acompaña, confirmando nuestras palabras como algo más que precursores suyos en esta generación, con los signos de su presencia, sosteniéndonos con su cuerpo y con su sangre.

          Que así sea.

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Miércoles 21º del TO

Miércoles 21º del TO 

Mt 23, 27-32

Queridos hermanos:

          Hoy la palabra es una invitación a la fe y a la conversión; a acoger a los profetas y a creer en su enseñanza; a ser también testimonio gozoso con nuestra conversión, para los que necesitan convertirse. Sólo así podrá ser lavada la sangre derramada con nuestros pecados y restaurada nuestra justicia, antes, que terminado el “tiempo de higos”, llegue el tiempo de rendir cuentas. Como dice el Evangelio: “Ponte a buenas con tu adversario mientras vas con él por el camino...” no sea que tengas que pagar hasta el último céntimo.

          Honrar a los profetas es acoger su palabra, y no adornar su sepultura. Creyendo justificarse a sí mismos desmarcándose de la conducta de sus padres, la conducta de los judíos muestra la misma actitud de rechazo a los enviados de Dios; Cristo les echa en cara su perversión; una vez más, se contentan con lavar la copa por fuera, mientras su interior sigue lleno de inmundicias, porque le rechazan a Él, el único Profeta que puede limpiarlos de esa sangre derramada, y lo mismo harán con cuantos Dios les va a enviar.

          Rechazar a Jesús es también cerrar la puerta de la misericordia a las ovejas perdidas de la casa de Israel, haciendo más pesada su carga impidiéndoles la esperanza de perdón que anunciaban los profetas, matándolos de nuevo como hicieron sus padres. Además, rechazando a Juan Bautista, impiden la acogida del que él anunciaba, portador del bautismo en el Espíritu Santo y su fuego.

          ¿Acaso pensamos nosotros que no se pedirán cuentas también a nuestra generación, bañada con la sangre de Cristo? Rechazar a Cristo, es rechazar el “año de gracia del Señor” y banalizar el “día de venganza de nuestro Dios” sobre nuestros enemigos, realizado en la sangre de su Hijo. El kairós de la misericordia sigue abierto para nosotros, invitándonos a la conversión, acogiendo a Cristo, para ser sumergidos en su bautismo, mediante la escucha de su palabra, la acción de gracias por su perdón y la comunión con los hermanos.

          Que así sea.

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Martes 21º del TO

Martes 21º del TO

Mt 23, 23-26

Queridos hermanos:

          Purificar al hombre es purificar su corazón. El Señor podía haber dicho al fariseo: purificad vuestro corazón y todo será puro para vosotros, pero es más concreto, porque conoce su corazón, y le dice: dad limosna de (lo que tenéis, lo que atesoráis, lo que amáis, lo que está en vuestro corazón), y todo será puro en vosotros, y para vosotros. No es posible la comunión con Dios en un corazón contaminado por el amor al dinero, el ídolo por antonomasia, que desplaza de él a Dios y a los hermanos, porque “donde esté tu tesoro allí estará también tu corazón.” Mete en tu corazón la caridad con la limosna, y quedará puro. Puro tu corazón y puros tus ojos, para ver al hermano a través de la misericordia. Meter la caridad en el corazón supone acoger la Palabra: “Vosotros estáis ya limpios gracias a la palabra que os he anunciado” (Jn 15, 3). Acoger la Palabra que es Cristo, suscita en nosotros la fe; la fe nos obtiene el Espíritu, y el Espíritu derrama en nuestro corazón el amor de Dios. El amor de Dios ensancha el corazón para acoger a los hermanos y ofrecerse a ellos como don.

          Tocar a la persona es tocar su corazón, donde residen los actos humanos (voluntarios) según la Escritura. En el corazón se encuentra la verdad del hombre: su bondad o su maldad. La realidad del corazón condiciona el criterio de su entendimiento y el impulso de su voluntad que se unifican en el amor. Ya decía san Agustín que no hay quien no ame, pero la cuestión está en cuál sea el objeto de su amor. Si su objeto es Dios, el corazón se abre al don de sí; si por el contrario es un ídolo, el corazón se cierra sobre sí mismo y se frustra la persona. Para arrancar el ídolo, del tesoro del corazón, hay que odiarlo, en el sentido que dice el Señor en el Evangelio: “Si alguno viene junto a mí y no odia a su padre, a su madre, a su mujer, a sus hijos, a sus hermanos, a sus hermanas y hasta su propia vida, no puede ser discípulo mío”.

          La caridad todo lo excusa, y no toma en cuenta el mal cuando somos ofendidos, pero como hace Jesús en el Evangelio, corrige al que vive engañado para salvarlo de la muerte, y perdonarlo en el día del juicio. La limosna despega el alma de la tierra y la introduce en el cielo del amor; cubre multitud de pecados; simultáneamente remedia la precariedad ajena y sana la multitud de las propias heridas. La limosna es portadora de misericordia y enriquece al que la ejerce. Como dice san Agustín: el que da limosna tiene primeramente caridad con su propia alma, que anda mendigando los dones del amor de Dios, de los que se ve tan necesitada.

          Sea el Señor tu delicia y él te dará lo que pide tu corazón. Que la Eucaristía nos una al don de Cristo haciéndonos un espíritu con él.

          Dios es amor, y misericordia que busca siempre el bien del pecador atrayéndolo a sí; amar es sintonizar nuestro espíritu con la voluntad amorosa de Dios. Este conocimiento de Dios, que se traduce en amor que obedece a sus palabras, se hace don de sí, y es vida para nosotros, pero a consecuencia del pecado, la concupiscencia inclina nuestro corazón al mal, por lo que la vida cristiana, con las armas del Espíritu, no deja nunca de ser el combate, del que san Pablo nos habla con frecuencia. 

          La ley tiene un cometido de signo y de cumplimiento mínimo, que debe corresponder a una sintonía del corazón humano con la voluntad amorosa de Dios. La justicia y el amor son el corazón de la ley, y a ellos hacen referencia los preceptos. El corazón que ama, se adhiere rectamente a los preceptos, mientras una adhesión legalista en la que falta el amor, sólo los alcanza superficial e infructuosamente. El cumplimiento legalista de ciertos preceptos, enajenados del amor, carece de valor en sí mismo: “Misericordia quiero; yo quiero amor.” “Esto había que practicar, sin olvidar aquello.” “Cuelan el mosquito y se tragan el camello.”

          Pobres de nosotros, ¡ay!, si a semejanza de los escribas, fariseos, y legistas del Evangelio, ponemos nuestra confianza en algo que no sea el amor del Señor, y la caridad con nuestros semejantes, y pretendemos justificar nuestra perversión, con la vaciedad de un cumplimiento externo, extraño al corazón de la ley, mientras nuestro corazón va tras los ídolos y las pasiones mundanas.

          Que así sea.

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Lunes 21º del TO

Lunes 21º del TO

Mt 23, 13-22

Queridos hermanos:

Poniendo como ejemplo a los escribas y fariseos de su tiempo, que de hecho eran el espejo en el que se miraba la gente del pueblo, por su pretendida religiosidad y aparente santidad, el Señor, como buen pastor, da las claves de discernimiento a sus discípulos y a cuantos le escuchan, para que sepan distinguir los auténticos guías de los falsos, que “dicen y no hacen”; guías ciegos, hipócritas (ostentación propia de los actores de teatro), y necios.

          La diatriba va contra los “pastores,” y sirve de advertencia a las ovejas, porque tanto la “falsa doctrina”, como dice el Evangelio de Mateo, como la “levadura” de la que habla el Evangelio de Lucas, arrastran con el ejemplo y corrompen.

          Esta es la consecuencia de un corazón pervertido por la incredulidad y la idolatría, que amando “el mundo:” el dinero, la fama, el poder y el afecto de las criaturas, se aparta de Dios y pierde el discernimiento de la verdad y la vida, sumergiéndolo en las tinieblas y la muerte, y esclavizándolo al mentiroso desde el principio y padre de la mentira, que es el diablo.   

Como dice san Juan Climaco: Ocurre entre las pasiones y los vicios, que unos son mas públicos y desvergonzados (como es la gula y la lujuria) y otros mas secretos y disimulados (pero mucho peores que éstos), como lo es la hipocresía; aunque parecen una cosa, tienen otra encubierta; porque su apariencia de virtud y de celo, encubre su veneno.

El hipócrita instrumentaliza la religión ilusamente en provecho propio, mediante la falsedad, mientras Cristo ha venido a testificar con sus obras, y con su vida, la Verdad del amor de Dios en contra de la mentira diabólica. El que vive en la verdad apoya su vida en Cristo, que lo hace libre.

Sabemos que hemos sido valorados en el alto precio de la sangre de Cristo. Que este amor expulse de nosotros el temor que quiere apartarnos de la Verdad. Estamos en la mente y en el corazón de aquel, cuyo amor es tan grande como su poder.  

Este pasaje del Evangelio de Lucas tiene de fondo el juicio, y nos habla del fermento de la corrupción que es la hipocresía, radicalmente unida a la necedad y la impiedad, frente a la verdad, que tiene por compañeras a la sabiduría y a la bondad del corazón amante y fiel. Lo que se opone a la hipocresía no es la sinceridad, que consiste en no ocultar su desprecio por la Ley y por Dios, sino la conversión a la Verdad del amor divino que es Cristo. La conversión del hipócrita consistirá en ser lo que aparenta, y no en aparecer como lo que tristemente es. Dios es Verdad, y en ella vive quien lo conoce. A Dios no es posible engañarle, y si pasa por alto nuestras falsedades terrenas y temporales en esta vida, es sólo por su misericordia y paciencia que son eternas, en espera de nuestra conversión, mientras llega el tiempo de la justicia y de la verdad en que deberemos rendir cuentas, para recibir de Dios según cuanto hayamos merecido con nuestra respuesta a su gracia.

La falsedad, viene a sintonizar con la vaciedad y negatividad de las expresiones carentes de verdadera entidad, como lo son: las tinieblas, ausencia de luz, o el mismo mal, ausencia de amor, contrastantes en su constante dialéctica con los atributos divinos del bien o la verdad. ¿Qué es la hipocresía sino la falsedad de la simulación que se refugia en las tinieblas, hija, como es, del mentiroso desde el principio y padre de la mentira?

La hipocresía como búsqueda de la apariencia, corrompe, porque son los ejemplos y no las palabras los que arrastran. El hipócrita oculta su realidad, consciente como es, de su asumida maldad, y sin preocuparse en enmendarla, la disimula sin importarle neciamente lo que Dios conoce, en busca solamente de lo que los hombres puedan apreciar. Es ciertamente un necio que no valora el bien que debería iluminar su existencia proveyéndolo del sentido de la vida, tratando vanamente de encontrarlo en la estima de la gente. Vive en la carne, de la que cosechará únicamente corrupción para sí y para cuantos lo sigan. Por eso el Señor previene primeramente a sus discípulos y también a sus oyentes, del peligro al que se exponen quienes escuchan a los hipócritas. Maldad y necedad se alían sorprendentemente en el hipócrita, inconsciente en extremo de su tremenda gravedad.

San Mateo, al hablar de la hipocresía, tiene de fondo la persecución. Cuando habla de la levadura, lo hace refiriéndose a la doctrina de los fariseos y saduceos; guías ciegos que guían a ciegos, cuya doctrina hay que cribar de sus malas acciones que corrompen sus palabras: “observad todo lo que os digan; pero no imitéis su conducta.” Marcos añade además la levadura de la corrupción de Herodes, comparándola con la de los escribas y fariseos.

Los fariseos del Evangelio aparentan piedad con sus actos pero no son píos de corazón, sino operadores de iniquidad, que buscan la estima de los hombres, su propia gloria, su interés y no la gloria de Dios. Ciegos que guían a ciegos dirá Jesús. 

La levadura es figura de la corrupción, y como ella se propaga rápidamente. La hipocresía instrumentaliza la religión en provecho propio mediante la falsedad, mientras el que vive en la hipocresía es un esclavo del diablo, homicida desde el principio y padre de la mentira, que lo engaña y tiraniza.

Jesús habla de una suerte fatal para los hipócritas, que serán separados de él, no por su apariencia sino por sus obras. Él ha venido a traer Espíritu y fuego. También la gehenna es un lugar de fuego, pero no del fuego purificador que cura y cumplida su dolorosa misión pasa, sino de un fuego que quema pero no se apaga, ni puede purificar la llaga incurable de la libre condenación.

El temor de Dios es un fruto de la fe. “¡Temed a ése!” Temed a aquel que quemará la paja con el fuego que no se apaga. No hay que temer, en cambio, por esta vida, sino por la otra. Si hasta los cabellos de nuestra cabeza están contados, cuánto más llevará cuenta de nuestros sufrimientos y fatigas por el Reino; de nuestros desvelos por el Evangelio y de nuestra entrega por los más necesitados.

 Que así sea.

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[1] La palabra: upokritai significa en su sentido literal: «Cómicos». Herodes había multiplicado los teatros en las ciudades de Judea, anunciándose las representaciones escénicas al ruido de trompetas recorriendo todas las calles. Los Fariseos ricos, al ir a la sinagoga, distribuían públicamente sus limosnas en las calles por que atravesaban. Nuestro Señor compara esta ostentación con el brillo ruidoso de las representaciones teatrales.

 

Domingo 21º del TO B

Domingo 21º del TO B

(Js 24, 1-2.15-18; Ef 5, 21-32; Jn 6, 61-70)    

Queridos hermanos:

Durante algunas semanas hemos escuchado el discurso del “Pan de Vida,” y hoy el Evangelio, antes de darnos la respuesta de la fe a esta palabra por boca de los apóstoles, nos pone delante las respuestas a este discurso por parte de sus oyentes, entre los que ahora estamos también nosotros: “Los judíos murmuraban de él.” «Muchos de sus discípulos decían: Es duro este lenguaje. ¿Quién puede escucharlo?» No parece que haya sido un discurso muy convincente.

Para entender bien esta palabra debemos recordar lo que Jesús dirá después a sus apóstoles: “Vosotros sois los que habéis perseverado conmigo en mis pruebas. Las palabras que os he dicho son espíritu y son vida.” La fe de los discípulos debe ser probada como fue probada la de Abrahán, y como fue probada la de Israel en el desierto. Lo hemos escuchado de la boca de Jesús en el Evangelio: «hay entre vosotros algunos que no creen.»

La fe debe ser capaz de superar las pruebas de Cristo y las que nos propone cada día la vida, para no sucumbir en el momento de la tentación, y que no se desvirtúe el testimonio a que estamos llamados. Sólo la fe es capaz de trascender la carne, los límites de la razón, y pasar al espíritu que da vida: ¿Qué pasará si no, cuando aparezca la cruz? ¿En que será capaz de apoyarse la razón? Dice Jesús: “¿Esto os escandaliza? ¿Y cuándo veáis al Hijo del hombre subir adonde estaba antes?”

          Por la fe, la razón se apoya en la palabra de Cristo: «Señor, ¿a quién vamos a ir? Tú tienes palabras de vida eterna,» hasta que alcancemos la respuesta final; la confesión de la fe que dan los apóstoles en el Evangelio: “nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios.” Dice San Agustín comentando esta palabra, que efectivamente, primero se cree y después se conoce. La fe da una certeza de conocimiento, que la razón, limitada como es, no puede alcanzar por sí sola, aunque la fe no medra en las cenizas de la razón.

          También hoy la Eucaristía nos invita a decir ¡amén! A confesar a Cristo superando la duda a que esté sometida hoy nuestra razón y a comulgar con este “sacramento de nuestra fe,” que nos sitúa ante el “Gran misterio” respecto a Cristo y la Iglesia.  Pan que es cuerpo de Cristo; vino que es su sangre. Alimento de vida eterna.

             Proclamemos juntos nuestra fe.

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San Bartolomé, apóstol

San Bartolomé, apóstol

Ap 21, 9b-14; Jn 1, 45-51

Queridos hermanos:

          La liturgia sigue presentándonos a los apóstoles y recordándonos que la condición del discípulo es el amor. Habiendo sido alcanzados por el amor gratuito de Dios, somos apremiados al amor a los hermanos, y al amor a los enemigos, en virtud de nuestra filiación adoptiva que nos ha alcanzado el Espíritu Santo, por la fe en Jesucristo. Por él hemos conocido el amor que Dios nos tiene, mediante el testimonio que da a nuestro espíritu y que nos hace exclamar: ¡Abbá, padre!

          Como Natanael hemos sido conocidos por Cristo y amados en nuestra realidad y en nuestros pecados. Este amor nos llama a su seguimiento en espera de la promesa de la gloria que debe manifestarse en nosotros. Cada uno tenemos nuestro propio “Felipe” y nuestra propia “higuera” en la que hemos sido vistos, conocidos y amados por Cristo, antes de habernos encontrado con él y haber profesado: “Tú eres el Hijo de Dios, tú eres el rey de Israel.”

          Juan anuncia a Andrés, Andrés a Pedro, y Felipe a Natanael, y se va repitiendo como un estribillo: Venid y lo veréis, ven y lo verás, tal como canta el salmo: “Gustad y ved que bueno es el Señor.” El Padre y el Espíritu dan testimonio de Cristo como lo hace Juan el Bautista, y después los apóstoles, los evangelistas y los demás discípulos, generación tras generación hasta el final de los tiempos. Por el testimonio es regenerada la humanidad, y la creación entera que aguarda la manifestación gloriosa de los hijos de Dios.

          Que así sea.

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Viernes 20º del TO

Viernes 20º del TO 

Mt 22, 34-40

Queridos hermanos:

Dios es amor y lo es también el camino que ha revelado. El hombre está llamado a conocerlo, amarlo, servirlo y gozarlo, y sólo el amor nos encamina, nos acerca y nos introduce en él; ser cristiano, no es solamente no pecar, sino amar, y no hay amor más grande que dar la vida, ni mayor realización de nuestro ser en este mundo. Todo en la creación se realiza dándose; ha sido hecho para inmolarse y mientras no lo hace, queda frustrada y sin sentido su existencia, porque tendemos por naturaleza a asimilarnos a Cristo haciéndonos un espíritu con él, en la glorificación de nuestra carne.

Toda la Ley y los profetas penden del amor, que desde el Deuteronomio ha mostrado al pueblo el camino de la vida hacia Dios, como desde el Levítico, el de la perfección humana, en el amar al prójimo como a sí mismo (Lv 19, 18). El Señor, une al precepto del amor a Dios, el del amor al prójimo, porque como dice san Juan: “Quien no ama a su prójimo a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve.” El amor a Dios y al prójimo se corresponden y se implican el uno al otro; no pueden darse por separado con exclusividad.

          El Levítico partiendo de esta realidad, nos muestra al prójimo, como el camino para salir de nosotros mismos e ir en busca del amor, y así Cristo, como hemos visto en el Evangelio, unirá este precepto al del amor a Dios: “el segundo es: Amarás a tu prójimo como a ti mismo.” He aquí el camino de la vida feliz indicado por la Ley y los profetas, que puede llevar al hombre hasta las puertas del Reino.

Cristo ha superado en el amor con el que él nos ha amado, la ley y los profetas (Jn 13, 34), y amplía nuestra capacidad de amar, infinitamente, derramando en nuestros corazones el amor de Dios por obra del Espíritu Santo. Él, nos amó primero. A eso ha venido Cristo: A librarnos del yugo de las pasiones y darnos el Espíritu Santo, para que podamos amar con todo el corazón (mente y voluntad), con toda la vida, y con todas las fuerzas. En efecto, sólo en Cristo se abrirán las puertas del Reino, a un amor nuevo dado al hombre, no en virtud de la creación, sino de la Redención; de la “nueva creación”, por la que es regenerado el amor en el corazón del hombre.

Cristo nos ha amado con un amor que perdona el pecado y salva, y este amor que antes de Cristo sólo podía ser para el hombre objeto de deseo, ahora se hace realidad por la fe en él. Si el amor cristiano es el de Cristo, recordemos las palabras de Cristo: “Como el Padre me amó, os he amado yo a vosotros”. Así, el amor cristiano, no es otro ni diferente del amor del Padre, con el que amó a Cristo, y con el que Cristo nos amó a nosotros. Amar al hermano, en Cristo, es por tanto, signo y testimonio del amor de Dios en este mundo; testimonio al que somos llamados por la fe en Cristo.

          Se leía en el oráculo de Delfos: ”conócete a ti mismo” y con toda razón, porque sólo quien se conoce puede darse en plenitud. No obstante, para conocerse hay primero que encontrarse. Es necesario que el hombre responda a la pregunta que Dios le formula en el Paraíso: “¿Dónde estás?” El hombre que está escondido a sí mismo por el miedo, consecuencia del pecado, porque de Dios es imposible esconderse, debe encontrarse, como dice san Agustín en sus “Confesiones”: “Tú estabas delante de mí, pero yo me había retirado de mí mismo y no me podía encontrar” (libro 5, cap. II). Con su pregunta, Dios le invita por tanto, a encontrarse; a reconocerse lejos del amor y a convertirse, pues como dice san Juan: “el amor pleno expulsa el temor; no hay temor en el amor” (1Jn 4,18). Además, para darse, hay que poseerse, ser dueño de sí y no esclavo de las pasiones o de los demonios.

          A Dios se le debe amar con lo que se es, con lo que se tiene, y siempre. El mandamiento del amor a Dios, especifica “con qué” se debe amar, mientras que el del amor al prójimo indica el “cómo”, de qué manera. El amor a Dios debe ser holístico, implicar la totalidad del ser y del tener; sin admitir división ni parcialidad, porque el Señor es Uno, y con nadie se puede compartir idolátricamente el amor que le es debido al único Dios. En cambio el amor al prójimo, siendo un sujeto plural, especifica la forma del amor, unificándola en el amor de sí mismo. Un amor con la misma dedicación, intensidad, espontaneidad, y prioridad, con que nos nace amarnos a nosotros mismos. El amor a sí mismo no necesita ser enseñado; es inmediato y espontáneo y mueve la totalidad de nuestra capacidad de amar, en provecho propio. Ya decía san Agustín que no hay nadie que no ame. El problema está en cuál sea el objeto y la calidad de ese amor. El objeto carnal de nuestro amor somos nosotros mismos; el objeto espiritual, es el amor a Dios y al prójimo como a nosotros mismos; y el objeto sobrenatural, cristiano, es el amor a los enemigos.

“Si la luz de Dios está en nuestras manos, nuestra luz estará en las manos de Dios. Si Dios está en nuestra boca, todo nos sabrá a Dios. Si nos reconocemos hijos bajo la mirada del Padre, todos nos convertimos en hermanos.

Que así sea.

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Bienaventurada Virgen María Reina

Bienaventurada Virgen María Reina

Is 9, 1-6; Lc 1, 26-38

          Pío XII en 1955 instituyó la fiesta de María Reina que, según la última reforma litúrgica, celebramos el 22 de agosto como complemento de la solemnidad de la Asunción con la que está unida, como sugiere la Lumen Gentium: "Finalmente, la Virgen Inmaculada, preservada inmune de toda mancha de culpa original, terminado el curso de la vida terrena, en alma y cuerpo fue asunta a la gloria celestial y enaltecida por el Señor como Reina del Universo, para que se asemejara más plenamente a su Hijo, Señor de los que dominan (Ap 19,16) y vencedor del pecado y de la muerte" (LG 59).

          La mujer vestida del sol es el símbolo arquetípico de la Iglesia indestructible, de la Iglesia eterna. Ella soporta siempre sufrimientos y persecuciones; pero no es nunca abatida. Y al final alcanza la victoria como Esposa del Cordero. Es una figura celeste, "vestida del sol, con la luna bajo sus pies, y sobre la cabeza una corona de doce estrellas" (Ap 12,1). El adorno de esta Mujer del Apocalipsis es el que ya describiera Isaías: "Levántate y resplandece, pues ha llegado tu luz, y la gloria del Señor alborea sobre ti... Ya no será el sol tu lumbrera de día, ni te alumbrará el resplandor de la luna, sino que el Señor será tu eterna lumbrera y tu Dios será tu esplendor. Tu sol no se pondrá jamás ni menguará tu luna, porque el Señor será tu eterna luz" (Is 60,1.19-21). Por eso, al final, como Jerusalén celestial, "desciende del cielo, de junto a Dios, engalanada como una novia ataviada para su Esposo... La Ciudad santa de Jerusalén, que bajaba del cielo, de junto a Dios, tenía la gloria de Dios" (Ap 21,2.10-11). "El trono de Dios y del Cordero estará en la Ciudad y los siervos de Dios le darán culto. Verán su rostro y llevarán su nombre en la frente. Ya no habrá noche ni tendrán necesidad de luz de lámpara ni de luz del sol, porque el Señor Dios los alumbrará y reinarán por los siglos de los siglos" (Ap 22,3-5).

          Por ello en este tiempo de combate, la Mujer esplendente, "hermosa como la luna, resplandeciente como el sol", es también "terrible como escuadrones en orden de combate" (Ct 6,10). Este sorprendente juego de imágenes, que expresa tanto el esplendor de la Mujer como su victorioso poder, muestra a la Mujer Sión y también a María. En María alcanzan su cumplimiento todas las promesas hechas a la Hija de Sión, que anticipa en su persona lo que será realidad para el nuevo pueblo de Dios, la Iglesia. En la liturgia se ha cantado a María con esta antífona: "Alégrate, Virgen María, porque tú sola venciste a todas las herejías en el mundo entero". La resonancia de los dogmas sobre la Virgen, vistos e integrados en el misterio de Cristo y de la Iglesia, asegura la solidez de la fe y fortalece en la lucha contra todas las herejías. En este sentido, María es "terrible, como escuadrones en orden de combate." Con la fe en todo lo que en María se nos ha revelado, la Iglesia está segura de la victoria final sobre las fuerzas del mal.

          María es el icono escatológico de la Iglesia, el signo de lo que toda la Iglesia llegará a ser. En la Lumen Gentium leemos: "La Madre de Jesús, de la misma manera que ya glorificada en los cielos en cuerpo y alma es la imagen y principio de la Iglesia que ha de ser consumada en el siglo futuro, así en esta tierra, hasta que llegue el día del Señor (2Pe 3,10), antecede con su luz al pueblo de Dios peregrinante, como signo de esperanza segura y de consuelo" (LG 68). Contemplando a María asunta al cielo, la Iglesia marcha hacia la Parusía, hacia la gloria donde la ha precedido su primer miembro. La Iglesia sabe que, acogiendo al Espíritu como María, se cumplirá en ella todo lo que se le ha prometido, y que en ella no ha hecho más que iniciarse, y contempla ya realizado en María, la Esposa de las bodas eternas. Y mientras peregrinamos por este mundo, María nos acompaña en el camino de la fe con corazón materno. Como dice el III prefacio del Misal: "desde su asunción a los cielos, María acompaña con amor materno a la Iglesia peregrina y protege sus pasos hacia la patria celeste, hasta la venida.”

          En la gloria, María cumple la misión para la que toda criatura ha sido creada. María en el cielo es "alabanza de la gloria" de Cristo (Ef 1,14). María alaba, glorifica a Dios, cumpliendo el salmo: "Alaba a tu Dios Sión" (Sal 147,12). María es la hija de Sión, de la Sión que glorifica a Dios. Alabando a Dios, se alegra, goza y exulta plenamente en el Señor.

          Que así sea.

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Jueves 20º del TO

Jueves 20º del TO 

Mt 22, 1-14

Queridos hermanos:

El sentido de la existencia para quienes hemos conocido al Señor, es alcanzar la bienaventuranza del banquete de bodas, al cual se nos invita mediante el anuncio de los enviados. Pero se puede alienar nuestra llamada reduciéndola a lo inmediato, achatando nuestra vida y despreciando la que se nos ha ofrecido y dado con el Espíritu, haciéndonos indignos de ella como aquellos primeros invitados, entre los que se encuentran los sumos sacerdotes y los senadores del pueblo a quienes el Señor dirige en primer lugar la parábola.

El centro de atención de la parábola se desplaza después al traje de boda necesario para acudir a la fiesta, y sorprende una tal exigencia después de una invitación indiscriminada y gratuita. En esa sorpresa radica precisamente el quid de la parábola, que ahora se dirige a nosotros, invitados de la segunda y la tercera hora: ¿Si se acepta a buenos y malos, y a gente de toda condición, cómo puede entenderse una tal exigencia? La explicación se encuentra en que dicha vestidura es ofrecida a los invitados gratuitamente al ingreso a la fiesta.

Aceptar la invitación gratuita es figura de la fe, que siendo un don de Dios, implica la respuesta libre del hombre. Por esta fe se recibe la entrada al banquete mediante el bautismo, pero se recibe además el Espíritu Santo, que según san Pablo (Rm 5,5), derrama en el corazón del creyente el amor de Dios, que nos reviste para el banquete de bodas. Por eso dice san Gregorio Magno, que el traje de boda es la Caridad. Sin la Caridad, el invitado al que el Señor llama “amigo” puede encontrarse dentro, pero indignamente para pretender participar de la Caridad que ha perdido, y que es la fiesta misma.

Sólo el pecado, que implica nuestra libertad, puede despojarnos del amor de Dios, cuya amistad rechazamos al pecar, haciéndonos indignos de su invitación, como aquellos primeros invitados, o como aquel despojado del traje festivo.

Saulo ha encontrado a Cristo y lo ha puesto al centro de su vida; su vivir y su fortaleza es Cristo y el resto lo considera pura añadidura. Revisemos por tanto las vestiduras de nuestro corazón, ahora que nos acercamos a las bodas con el Señor en la Eucaristía, porque muchos son los llamados, pero pocos los elegidos.

 Que así sea.

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[1] Gregorio Magno, Hom. 38, 3.5-7.9.11-14.

Miércoles 20º del TO

Miércoles 20º del TO

Mt 20, 1-16a

Queridos hermanos:

Muchos son los llamados a trabajar en la viña, pero todos a formar parte de ella, y cada uno a su hora, generación tras generación. Podemos considerar esta vida como una jornada de trabajo, a la que corresponde una paga, siempre superior a los propios méritos y al propio trabajo, fruto de los dones recibidos de la bondad divina, que une a su justicia, su infinita misericordia. Para san Gregorio Magno, nosotros somos los llamados a la hora undécima, mientras Israel fue llamado antes a través de enviados y profetas, pero lo fue, a sintonizar interiormente con el Señor y no sólo a un culto externo y vacío. No en la materialidad de la letra, sino en la radicalidad del espíritu. Este será el tema constante y central en la predicación del Señor a los judíos: “Misericordia quiero y no sacrificios; yo quiero amor; conocimiento de Dios más que holocaustos”.

Hay obreros de la primera hora, que no están en sintonía con el Señor, contaminados de avaricia, envidia y juicios, como aquellos que salieron de Egipto, que vieron abrirse el mar, comieron el maná, pero no entraron en la Tierra. En el Evangelio, frecuentemente se distingue, entre llamados y elegidos. Cierto, que no fueron contratados aquellos que no se encontraban en el lugar de contratación, siendo así que estaban desempleados. Por eso, para san Juan Crisóstomo, Dios llama a todos a la primera hora. Vivían fuera de su realidad, en la que Dios los buscaba desde la primera hora, y eso mismo les privó de afrontar las penalidades del día, al amparo y seguridad de la Viña, pero esto, algunos no lo supieron valorar y agradecer.

El Señor es bueno; llama a trabajar en su viña y provee lo necesario sin pensar en sus intereses, aunque nuestros merecimientos no estén a la altura. Eso es amar: hacer del bien del otro nuestro único interés, siendo esa la intención profunda de nuestros actos. La justicia de Dios no olvida la caridad; es justo y misericordioso, mientras la justicia del hombre está contaminada por la venganza, la envidia y la avaricia. Dios llamó a Israel en la justicia y a los gentiles en la misericordia. Dios provee a las necesidades del corazón recto, pero no complace las ansias del codicioso. Ciertamente los caminos de Dios distan mucho de los nuestros.

San Pablo no duda en privarse del sumo bien de estar con el Señor, por el bien de los hermanos, porque ha encontrado a Cristo. Sólo en Cristo, nuestros caminos pueden coincidir con los de Dios, que se ha manifestado amor, y nos conducen al encuentro con los hermanos. En la Eucaristía, que es el culmen de la relación con Dios, nuestro yo, se disuelve en un “nosotros,” y podemos llamar a Dios: Padre, pero Padre “nuestro;” junto al don de la filiación divina adoptiva, hemos recibido el de la fraternidad humana; quedamos incorporados al cuerpo eclesial, unidos mutuamente, y regidos por Cristo, nuestra cabeza, en Dios.

           Que así sea.

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Martes 20º del TO

Martes 20º del TO

Mt 19, 23-30

Queridos hermanos:

Una observación preliminar es necesaria para despejar el terreno de posibles equívocos al leer lo que el Evangelio dice acerca de la riqueza, esto es, la dificultad que supone a quienes la poseen para entrar en el Reino de los Cielos. Jesús habla del Reino de los Cielos, y los Apóstoles entienden salvación, porque el Reino de los Cielos es la salvación experimentable ya aquí mediante el encuentro con Cristo por la fe. La vida eterna es salvación, y por eso Jesús siguiendo el Antiguo Testamento (Lv 18, 5), dice a uno de los principales (Lc 18, 18), “cumple los mandamientos; haz esto y vivirás” (Lc 10, 28).

Pero el Reino de los Cielos es además de salvación, misión salvadora, y por eso, el Señor dice al “joven rico” (Mt 19, 21): “cuanto tienes dáselo a los pobres, luego ven y sígueme, porque la vida eterna es: “Que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y al que tú has enviado Jesucristo” (Jn 17, 3).

Entrar en el Reino de Dios implica el “seguimiento de Cristo,” y seguir a Cristo, dejar casa, hermanos, hermanas, madre, padre, hijos y hacienda, renunciando hasta a la propia vida, y recibir en el mundo venidero, vida eterna.

Seguir a Cristo, se contrapone a buscar en este mundo la propia vida, porque: “El que busca en este mundo su vida, la perderá, pero el que pierda su vida por mí y por el Evangelio, la guardará para una vida eterna.”

          Jesús parece decirle al rico: La vida eterna es la herencia de los hijos, por eso, cuando hayas vendido tus bienes, “ven y sígueme;” cree, hazte discípulo del “maestro bueno,” llegarás a amar a tus enemigos, “serás hijo de tu padre celeste,” y tendrás derecho a la herencia de los hijos que es la vida eterna.

 El Señor le invita a seguirle en su misión salvadora, pero sabemos que se marchó triste porque tenía muchos bienes; su tristeza procedía de que su presunto amor a Dios era incapaz de superar el que sentía por sus bienes, y que le impidió creer que en aquel Jesús estaba realmente su Señor y su Dios, para seguirle. Le fue imposible encontrar el tesoro, escondido en el campo de la carne de Cristo. Le fue imposible discernir el valor de la perla que tenía ante sus ojos, pues de haberlo descubierto, ciertamente habría vendido todo y le habría seguido. Como le dijo Jesús, una cosa le faltaba, pero no como añadidura, sino como fundamento de su religión: el amar a Dios más que a sus bienes, y al prójimo como a sí mismo.

Que así sea.

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Lunes 20º del TO

Lunes 20º del TO

Mt 19, 16-22

Queridos hermanos:

Jesús no quiere entrar en razonamientos, y su respuesta inmediata a la pregunta del “rico” es decirle: ¿Por qué me preguntas lo que afirma la Escritura con tanta claridad: “Escucha Israel. Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas  y al prójimo como a ti mismo. Haz esto y vivirás.” Jesús le habla de los mandamientos, porque toda la Ley y los profetas, y por tanto los mandamientos, penden de este amor. Una cosa le falta a quien pretende haber cumplido los mandamientos del amor al prójimo: Amar a Dios sobre todas las cosas. El que ama así, los cumple, y es de ese amor, del que proviene la salvación, pero el que pretende compartir su amor a Dios con el de sus bienes, deprecia a Dios, y se ama más a sí mismo, equivocada y carnalmente. Por eso los apóstoles dudan de la posibilidad de salvarse y Jesús mismo les confirma que ese amor no es posible a los hombres con sus solas fuerzas. Sólo el conocimiento trinitario de Dios lo puede dar, entendiendo por conocimiento, la experiencia de su vida divina: de su amor, de su espíritu, y de su gracia.

Lo mismo podemos deducir del pasaje de Lc. que habla del rey, que con diez mil, quiere enfrentarse al que viene contra él con el doble de fuerzas (cf. Lc 14, 31). Es necesario discernir la propia impotencia, para buscar ayuda en Dios con todo nuestro ser, porque “todo es posible para Dios. 

El llamado “joven” rico, se ha encontrado con un “maestro bueno” y quiere obtener de él la certeza de la vida eterna, que el seudo cumplimiento de la Ley no le ha dado. Cristo le pregunta, que tan maestro y que tan bueno le considera, ya que sólo Dios es el maestro bueno, que puede darle no sólo una respuesta adecuada, sino alcanzarle lo que desea. Sabemos que se marchó triste porque tenía muchos bienes, pero su tristeza procedía, de que su presunto amor a Dios, era incapaz de superar el que sentía por sus bienes, que le impidió creer que en aquel Jesús estaba realmente su Señor y su Dios, para seguirle, obedeciendo su palabra. Le fue imposible encontrar el tesoro, escondido en el campo de la carne de Cristo. Le fue imposible discernir el valor de la perla que tenía ante sus ojos, pues de haberlo descubierto, ciertamente habría vendido todo y le habría seguido. Como le dijo Jesús, una cosa le faltaba, pero no como añadidura, sino como fundamento de su religión: el amar a Dios más que a sus bienes.

Es curioso además, que en Marcos y Lucas el rico hable de “herencia”, como si esperase alcanzar la vida eterna, con el mismo esfuerzo con el que se obtienen los bienes en herencia, es decir, sin ningún esfuerzo. Si vemos el desenlace del encuentro, podemos suponer que es así, ya que no estuvo dispuesto a vender sus bienes. Según Mateo, parecía dispuesto a hacer algo para alcanzar la Vida, pero no fue así. Jesús parece decirle al rico: Has heredado muchos bienes y quieres asegurarlos para siempre, pero en el cielo esos bienes no tienen ningún valor, si no son salados aquí por la limosna. La vida eterna es la herencia de los hijos, por eso, cuando hayas vendido tus bienes, “ven y sígueme”; hazte discípulo del “maestro bueno”; cree, y llegarás a amar a tus enemigos, y “serás hijo de tu padre celeste”, entonces tendrás derecho a la herencia de la vida eterna propia de los hijos.

En nosotros habita la muerte a consecuencia del pecado, pero Cristo la ha vencido para nosotros. Aquella parte de nosotros que abrimos a Cristo es redimida y transformada en vida, y aquella que nos reservamos, permanece sin redimir y en la muerte. Si nuestro ser, en la Escritura es designado como: corazón, alma y fuerzas, sólo abriéndolo a Dios completamente, nos abriremos a la vida eterna. Hay que amar a Dios con todas las tendencias del corazón, con toda la existencia y por encima de toda criatura, para alcanzar la Vida.

Una cosa le faltaba ciertamente al rico seudo cumplidor de la Ley: acoger la gracia que abre el corazón y las puertas del Reino de Dios, y da la certeza de la “vida eterna que se nos manifestó;” vida eterna que contemplamos en el rostro de Cristo, y de la que tenemos experiencia por su cuerpo y su sangre, pues “el que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna”. Pero la carne de Cristo es su entrega por todos los hombres, y su sangre es la oblación que se derrama para el perdón de los pecados. Así pues, nos hacemos uno con la carne de Cristo y con su sangre, cuando consecuentemente nuestra vida se hace entrega por los hombres; cuando nos negamos a nosotros mismos, tomamos la cruz y lo seguimos, pues dice el Señor: “Donde yo esté, allí estará también mi servidor.” “Yo le resucitaré el último día” y tendrá vida eterna.

           Que así sea.

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Domingo 20º del TO B

Domingo 20º del  TO B

(Pr 9, 1-6; Ef 5, 15-20; Jn 6, 51-58)

Queridos hermanos:

Hoy la Palabra, que hemos contemplado como pan, como alimento, se hace “banquete”: comunión gozosa y convivencia alegre entorno al alimento compartido; fiesta personal en la que se unifican cuerpo y espíritu en la relación. Los animales pueden comer juntos pero no en comunión.

En el banquete preparado por la Sabiduría del que nos habla la primera lectura, la comunión no es solo externa, en torno a un alimento material que regocija el espíritu, sino que el alimento mismo es espiritual, sustancial; es amor. “llenaos más bien del Espíritu,” nos dice la segunda lectura.

En el banquete del amor, lo que se asimila se transforma en amor y difunde por todos los miembros de la persona su virtud. Si el alimento y el amor, son Cristo mismo, el que lo come y asimila se hace semejante al Señor, en su ser, y en su vivir. “El que crea en mi hará las obras que yo hago.” La entrega de Cristo, en mí, se hace también entrega. “El que se une al Señor, se hace un solo espíritu con él.”  (1Co 6,17). Un solo amor. Por eso: “si no coméis la carne del Hijo del hombre, y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros.”

El Señor es amor para nosotros y para el mundo: “no seáis necios, sino sabios; comprended cuál es la voluntad del Señor.” Vivid “dando gracias siempre y por todo a Dios Padre, en nombre de Nuestro Señor Jesucristo.”

 Proclamemos juntos nuestra fe.

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