Viernes 13ª del TO
(Mt 9,
9-13)
Queridos hermanos:
La palabra de hoy nos habla del amor de
Dios como Misericordia; amor entrañable que no sólo cura como hemos escuchado
en el Evangelio, sino que regenera la vida, que la engendra de nuevo. No por
casualidad la etimología hebrea de la palabra misericordia: rahamîm,
deriva de rehem, que denomina las entrañas maternas, la matriz, órgano
en el que se gesta la vida. Si recordamos las parábolas que llamamos de la
misericordia, comprobaremos que todas están en este contexto: “este hijo
mío había muerto y ha vuelto a la vida; este hermano tuyo había muerto y ha
vuelto a la vida”. También a Nicodemo le dice Jesús: «En verdad, en verdad te digo: el que no nazca de nuevo no puede ver el
Reino de Dios.»
Se trata por tanto de un
amor que gesta de nuevo, que regenera, como el de san Pablo a los gálatas, que
le hace sufrir de nuevo dolores de parto por ellos. Amor fecundo por tanto,
profundo y consistente, que implica lo más íntimo de la persona, sin
desvanecerse como nube mañanera ante los primeros ardores de la jornada, como
decía Oseas. Sólo un amor persistente como la lluvia que empapa la tierra,
lleva consigo la fecundidad que trae fruto, y que en Abrahán, se hace vida más
fuerte que la muerte, en la fe y en la esperanza, y pacto eterno de bendición
universal.
En esta palabra podemos distinguir tres
sujetos: Cristo, los pecadores y los fariseos. Mientras Cristo se acerca a los
pecadores, los fariseos se escandalizan. Si el acercarse Cristo a los pecadores
es fruto de la misericordia divina, es ésta la que escandaliza a los fariseos. Quizá
los fariseos tengan menos pecados que los publicanos y los pecadores, pero de
lo que sí carecen por completo es de misericordia. Por eso Cristo les dirá: “Id,
pues, a aprender qué significa aquello de Misericordia quiero, que no
sacrificios.” De que sirve a los fariseos pecar menos si eso no les lleva
al amor y la misericordia, y en definitiva a Dios.
Ser cristiano es amar y no sólo no
pecar. Cristo ha venido a salvar a los pecadores, haciéndolos hijos por el don
de su Espíritu. ¿Ha venido para ti, o te excluyes de la salvación de Cristo
como los fariseos del Evangelio? Piénsalo bien, porque hoy es día de salvación.
Todos somos llamados al amor, pero esta
llamada implica un camino a recorrer de conversión y de firmeza en el amor,
hasta llegar a la santidad necesaria que nos introduzca en Dios. El punto de
partida de este camino es la humildad, que además acompaña toda la vida
cristiana. Así lo expresa el Padrenuestro, en el que nos reconocemos pecadores
y testificamos el amor de Dios en nosotros.
La Misericordia de Dios se
ha encarnado en Jesucristo, y ha brotado de las entrañas de la Vida por la
acción del Espíritu, y no para desvanecerse, sino para clavarse indisolublemente
a nuestra humanidad, en una alianza eterna de amor gratuito, inquebrantable e
incondicional, de redención regeneradora, que justifica, perdona y salva.
Conocer este amor de Dios,
es haber sido alcanzado por su misericordia y fecundado por la fe, contra toda
desesperanza, para entregarse totalmente a los hermanos.
A aprender este conocimiento
de Dios y esta misericordia envía el Señor a los judíos, y también nosotros
somos llamados a ello, para que la Eucaristía, a través de esta palabra sea: “Misericordia
y no sacrificios; conocimiento de Dios más que holocaustos”.
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