Santos Marta, María y Lázaro
Lc 10, 38-42 ó
Jn 11, 19-27
Queridos hermanos:
La palabra
nos presenta la acogida, y la hospitalidad, tradicionalmente sagradas en el mundo
bíblico, pero que en este caso que hoy contemplamos, son la acogida misma de
Dios, gracias al discernimiento de la fe, como en el caso de Abrahán en el
encinar de Mambré, y de María en Betania. El Señor se acerca a menudo a
nosotros a través de los más diversos rostros y acontecimientos, para darnos la
posibilidad de acogerlo en la fe y en la caridad, y que así podamos recibir
vida eterna.
La palabra
nos muestra estas dos posturas posibles ante el amor al Señor: una natural y la
otra sobrenatural, que pueden darse simultáneamente en nosotros; una buena que
se ofrece al Señor, y la otra, “la mejor”, que recibe de él vida eterna. La
primera no es mala, pero la segunda es la “parte buena;” es el trato asiduo del
discípulo con el Señor. Haberse encontrado con él a través del don gratuito de la
fe y sentarse a sus pies como un discípulo, de quien es figura María en este
pasaje. Como la esposa del Cantar de los Cantares, María puede decir: “Encontré el amor de mi vida, lo he abrazado
y no lo dejaré jamás”. Nadie se lo quitará.
La palabra
nos invita a elegir con nuestro ¡amén! la parte buena que es el Señor, y a
recibir de él, gratuitamente, por la fe: el Espíritu, el amor, y la vida eterna.
Si en
nuestro servir al Señor descubrimos la necesidad de compensaciones, y el deseo
de reconocimiento, preguntémonos si no estaremos, todavía, más cerca de Marta
que de María; si no vivimos más en la letra que en el espíritu; en la exigencia
más que en el don; en nosotros mismos más que en el Señor. Nuestro amor deberá
madurar, hasta hacerse espiritual y universal como el de Dios: “Sed perfectos como es perfecto vuestro
Padre celestial, porque él hace salir su sol sobre buenos y malos, y manda la
lluvia también sobre los pecadores.”
Al igual
que Marta, también nosotros somos llamados a un conocimiento del Señor, en el
amor, que será plenitud para nosotros, en la Bienaventuranza, y que en esta
vida es susceptible de progreso, según nuestra fe, acogiendo las gracias que
nos han sido destinadas y que en ocasiones implicarán correcciones amorosas de
la misericordia divina; curaciones que el médico divino no dudará en aplicar a
nuestro corazón enfermo, por amargas que nos puedan resultar. ¡Qué alegre
tristeza si la da el Señor!
Así
llegaremos también nosotros, a la profesión de fe que salva, y que Marta, a
quien amaba el Señor, profesa ante la muerte de Lázaro: “Creo que tú eres el Cristo, el Hijo de
Dios, el que iba a venir al mundo.”
Que así sea.
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