Sábado 14º del TO
Mt 10, 24-33
Queridos hermanos:
La liturgia de la palabra nos presenta hoy la persecución, y el sufrimiento, que hacen referencia al pecado, por el que el hombre separándose de Dios que es la vida, queda sumergido en la muerte. El pecado, en efecto, no es una simple transgresión de un precepto que merece una punición, sino una opción por la muerte que tiene unas consecuencias en nosotros y en toda la creación. Dice san Pablo que aunque el pecado no es imputable sin ley, con todo, reinó la muerte, que es la consecuencia del pecado. Efectivamente, Cristo no ha venido a cancelar unas transgresiones de la Ley simplemente, sino a destruir la muerte que reinaba en el corazón humano a consecuencia del pecado, y dar de nuevo al hombre la posibilidad de unirse a Dios, que es la vida eterna. La vida cristiana nos descubre, por tanto, frente a estas realidades de persecución, sufrimiento y muerte, su carácter de combate. Existe el enemigo, pero ahora contamos también con el auxilio de la victoria de Cristo, que con su Espíritu nos sostiene.
Jeremías, figura de Cristo, como él, es perseguido y lo
será también la Iglesia, que es su cuerpo. Hay una persecución sangrienta que
está anunciada ya por Cristo, y que acompaña a la Iglesia desde su origen, como
ha dicho el Señor: “Si a mí me han
perseguido, a vosotros os perseguirán.” Pero esta persecución no es la preferida por
el diablo, porque lleva en sí misma un testimonio enorme y gran cantidad de
mártires.
Hemos escuchado en el Evangelio que Cristo dice no temáis
esto, sino otra persecución que puede mataros también el alma y hundirla en la
gehenna. La gehenna es el lugar del fuego, pero no del fuego purificador que
cura y cumplida su dolorosa misión desaparece, sino de un fuego que quema, pero
no puede purificar la llaga incurable de la libre condenación.
El temor de Dios es un fruto de la fe. “¡Temed a ése!” Temed a aquel que quemará la paja con fuego que no
se apaga. No hay que temer por esta vida, sino saber odiarla por la otra.
Sabemos que hemos sido valorados en el alto precio de la sangre de Cristo. Que
este amor expulse de nosotros el temor que quiere apartarnos de la Verdad y
someternos de por vida a la esclavitud del diablo. Estamos en la mente y en el
corazón de Aquel, cuyo amor es tan grande como su poder. Si hasta los cabellos
de nuestra cabeza están contados, cuánto más llevará cuenta de nuestros
sufrimientos y fatigas por el Reino; de nuestros desvelos por el Evangelio y de
nuestra entrega por los más necesitados.
El demonio ha aprendido por viejo y por diablo que hay otra
persecución que le rinde más beneficios: seducir al hombre hasta corromperlo
con el mundo y sus vanidades hasta apartar su corazón del amor de Dios. Esta es
la tentación de Israel de “ser como los demás pueblos,” cuando el yugo de ser
el pueblo de Dios se le hace pesado. Esta es también la tentación de la Iglesia
a lo largo de la historia: meter la Luz bajo el celemín. Esta es también
nuestra tentación frente a la apariencia de este mundo y de sus vanidades, sus
luces y sus cantos de sirena travestidos de cultura, modernidad, progreso,
placer y bienestar.
Esta palabra es pues, una llamada a la vigilancia y también
a confiar en Dios, y en su asistencia si permanecemos unidos a él.
Que así sea.
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