Domingo 14º del TO B
(Ez 2,
2-5; 2Co 12, 7-10; Mc 6, 1-6)
Queridos hermanos:
Dios ha querido siempre manifestarse a través de sus enviados; hombres a los que mueve por medio de su Espíritu, hasta que en Cristo, su presencia en el hombre se hace total y definitiva por medio de su Hijo.
Es Dios quien elige cómo, cuándo, y a
través de quién, desea manifestarse. Elige, fortalece y envía: «Quien os acoge, me acoge a mí, y quien me
acoge a mí acoge a aquel que me ha enviado.»
Ante las necesidades concretas de su
Iglesia, Dios suscita dones y carismas que la edifiquen y la renueven; y aunque
las normas y las instituciones eclesiales son obra suya, llama y envía en
ocasiones a un irregular en su nombre como hacía con los profetas. En toda la
historia de la Iglesia se da esta dialéctica entre Institución y Carisma, como
se dio también en el Antiguo Testamento entre sacerdocio y profecía. El
paradigma, es una vez más Cristo, a quien Dios suscita del pueblo, sin
pertenecer a la casta sacerdotal ni a la nobleza: “El carpintero, el hijo de María.”
La jerarquía tiene la
responsabilidad de acoger, después de discernir, los dones y carismas de Dios,
por lo que necesita estar siempre vigilante y en comunión con la voluntad de
Dios. San Lucas en su Evangelio nos presenta un ejemplo de esta
responsabilidad, cuando dice que los fariseos y legistas, al no acoger el
bautismo de Juan, frustraron el plan de Dios sobre ellos (cf. Lc 7, 30).
También en la encarnación del Hijo de
Dios en la debilidad humana, al pueblo le cuesta aceptar a su enviado; se
escandaliza mostrándose duro de corazón. Estamos dispuestos a ser deslumbrados
por el poder de Dios, pero no a que venga envuelto en la fragilidad humana. En
el mundo se dice: Cristo si, pero la Iglesia, no. El problema de la encarnación
golpea el orgullo humano que, se resiste a humillarse ante otro hombre.
Pretendemos que Dios se nos imponga con su poder o autoridad, pero Dios es fiel
al don de la libertad que nos ha dado para que le amemos.
También el enviado, como san Pablo, se
queja de tener que cargar con su debilidad en la misión, porque se le
relativizan sus dones. Dios es grande en la debilidad humana. Eso debe
bastarle. Así, la fe brilla en la libertad y en la humildad del hombre, sin que
Dios se le imponga con su poder.
Para dar el salto a la fe, el hombre
debe responder a la pregunta del Evangelio: «¿De dónde le viene esto?», pero eso, supone reconocer la
presencia de Dios en alguien, y por tanto obedecerle, por lo que con
frecuencia, el hombre se niega a responder a la pregunta. Al quedar al margen
de la fe, el poder de Dios queda frustrado en Jesús por nuestra libertad, como
dice el Evangelio: «Y no podía hacer allí ningún milagro.»
El
profeta hace presente a Dios, y a los que están fuera de su voluntad, les
recuerda su desvarío tan sólo con su presencia. Como dice la primera lectura: “Y ellos, escuchen o no escuchen, ya que son
casa rebelde, sabrán que había un profeta en medio de ellos.” Si se
obstinan en su maldad, tendrán que responder ante Dios, pero también se les
ofrece la gracia de arrepentirse y vivir.
Cristo
con su presencia hace presente la misericordia de Dios y su juicio como dijo
Simeón: «Este está puesto para
caída y elevación de muchos; señal de contradicción.»
Hoy
somos invitados a este sacrificio, sacramento de nuestra fe, que es vida eterna
para los que apoyan su vida en Dios.
Proclamemos juntos nuestra fe.
No hay comentarios:
Publicar un comentario