Santa María Magdalena

Santa María Magdalena

Ct 3, 1-4b; Jn 20, 1-2.11-18

Queridos hermanos:

Cristo se manifiesta. Los Evangelios presentan frecuentemente que, Cristo resucitado, no es reconocido cuando aparece, sino en un segundo momento y sólo por algunos. Juan explica este hecho, con el verbo “manifestarse”. Cristo es reconocido, no cuando aparece, sino cuando “se manifiesta”. Es por tanto una gracia especial concedida a quién él quiere, y que suele ir asociada a una relación especial de amor a Cristo: Así sucede en el caso de Juan y en el de María Magdalena. También en un contexto litúrgico, como en la “fracción del pan” a los de Emaús o en el Cenáculo con los once (cf. Lc 24, 31.36; Jn 20, 16.20). En el evangelio de hoy, el Señor se manifiesta en primer lugar a María Magdalena, de la que había echado siete demonios, testigo desde lejos de la muerte del Señor, y frente al sepulcro de su sepultura; será la primera en ver a Cristo resucitado y en anunciar a los discípulos su resurrección. Así hará también con los testigos que ha elegido de su resurrección. Este encuentro parece preparar los posteriores encuentros con los once, que tendrán un carácter mistagógico y sacramental. Cristo dice a María: “Subo a mi Padre y (ahora) vuestro Padre, a mi Dios y (ahora) vuestro Dios.”

El Verbo eterno de Dios, es el Hijo, en palabras de Cristo. Ha asumido un cuerpo, para que se realice en él la voluntad divina respecto a los hombres. Por eso, al entrar en este mundo, dice: “Sacrificio y oblación no quisiste; pero me has formado un cuerpo. Holocaustos y sacrificios por el pecado no te agradaron. Entonces dije: ¡He aquí que vengo -pues de mí está escrito en el rollo del libro- a hacer, oh Dios, tu voluntad!” (Hb 10, 5s). La voluntad del Padre es, que los hombres sean “incorporados”, por adopción, a la filiación divina de Cristo; lleguen a ser hijos, en el Hijo; que los hombres sean, de Dios. Los discípulos de Jesús de Nazaret, se convierten, así, en hermanos de Cristo, en miembros de su “cuerpo” y en hermanos entre sí. Como dijo el Papa Benedicto XVI en la Vigilia pascual del año 2008: "Cristo Resucitado viene a nosotros y une su vida a la nuestra, introduciéndonos en el fuego vivo de su amor. Formamos así una unidad, una sola cosa con él, y de ese modo una sola cosa entre nosotros; experimentamos que estamos enraizados en la misma identidad; no somos nunca realmente ajenos los unos para los otros."

Y como acontece con el hombre al nacer, que al nacimiento de la cabeza sucede el del cuerpo sin solución de continuidad, así será también en Cristo resucitado y en su elevación al Padre: Por eso dice: “Subo a mi Padre y vuestro Padre.” Es como si Cristo dijera: Vosotros subís conmigo; subís en mí, en mi cuerpo. Así lo expresa también san Pablo: “hemos sido resucitados con Cristo y sentados con él en los cielos.” Esta es la obra que el Padre ha encomendado al Hijo, y he aquí que ha sido consumada por su entrega redentora y su resurrección: El Padre ha formado un cuerpo para Cristo, haciendo a los hombres en comunión con él, miembros de ese cuerpo, que es su “esposa”, carne de su carne. Y continuaría diciendo Cristo: Ahora sois uno en mí, como yo soy uno con el Padre. Sólo en esta unidad eclesial nos será lícito invocar a Dios como “nuestro” Padre y como “nuestro” Dios.

María Magdalena tendrá que esperar a que se consume el nacimiento del “cuerpo místico” de Cristo, para ser “esposa” de Cristo, en la comunidad, para poder “tocar” a Cristo resucitado (abrazarse a los pies del esposo, era solo prerrogativa de la esposa). Así ocurre en el Evangelio según san Mateo (28, 9), en el que junto a las otras mujeres, en comunidad, sí puede “tocarle y no soltarle,” como dice la esposa del Cantar de los Cantares: “lo he abrazado y no lo soltaré,” hasta que se consume mi unión con él, en la morada del amor en que fui concebida (cf. Ct 3, 4).

Sólo en el cuerpo, en la comunidad que es la Iglesia, nos es dado, como en la Eucaristía, incorporarnos al cuerpo de Cristo, en la comunión de los hermanos; gustar y ver qué bueno es el amor del Señor; asirnos a sus pies, y adorarle.

Que así sea.

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