Santa Brígida
Ga 2, 19-20; Jn 15, 1-8
Queridos hermanos:
Lo mismo que Cristo nos
ha hablado del pan de su cuerpo que sacia para dar al mundo la vida divina, hoy
el Señor nos habla de la vid como la madre, o la fuente, de la que brota el
vino nuevo del amor divino, como abundante fruto en su sangre para la vida del
mundo.
Nueva imagen
eucarística por la que la vida del Señor pasa a sus discípulos como a los
sarmientos de la vid, llamados en Cristo, a la fecundidad generosa del amor.
Esta abundancia de fruto, de amor, en sus discípulos, es la que glorifica al
Padre, porque al Padre debe su paternidad; es el Padre quien lo ha engendrado en nosotros
amándonos hasta el extremo en Cristo su Hijo. No son nuestras alabanzas las que
lo glorifican, sino nuestra redención y salvación; no lo que podamos decir,
sino lo que alcancemos a amar; nuestro fruto de amor. La gloria del Padre es su
Espíritu, dado a Cristo, y que Cristo nos ha dado a nosotros para que seamos uno en
el amor, como el Padre y el Hijo son uno (Jn 17, 22). Amando lo hacemos visible
y testificamos su misericordia: Dios es aquel que a unos miserables pecadores
como nosotros, nos ha concedido gratuitamente el poder amar, negarnos a
nosotros mismos, y llegar a ser hijos suyos, dándonos su Espíritu Santo. Esto
es lo que hizo con san Pablo.
Cristo es quien ha dado
mayor gloria a Dios entregándose por sus enemigos: “¡Padre, glorifica tu
Nombre!” En Cristo se encuentra la plenitud de fruto, porque: “Yo quiero amor,” dice Dios, por boca del profeta Oseas. El amor de
Dios, su celo por la salvación del mundo, es el que le hace podar, limpiar su
viña, y cortar los sarmientos que no dan fruto. Este es el celo que Cristo
manifiesta al decir: “Lo que os mando es,
que os améis los unos a los otros.”
Cumplir este precepto
es, no aplicárselo al hermano, sino cada uno a sí mismo. Preocuparnos de amar
nosotros, y no tanto de que los demás amen:
“Si amáis a los que os aman qué hacéis de particular.” El amor nos
justifica a nosotros, y el que ama, justifica a la persona amada, porque el
amor todo lo excusa, y no toma en cuenta el mal. El que se “ama” a sí mismo,
necesita justificarse, porque no tiene amor que lo justifique. Quien ama, se
inmola en alguna medida y recibe de Cristo la plenitud de su gozo (Jn 15,11).
Hoy la palabra nos
habla del gran amor de Dios por el mundo de los pecadores, y de la importancia
de testificarlo con la propia vida, a quienes viven sometidos y en la tristeza
de la muerte. Dios quiere llenarnos del celo que nos purifique y nos haga
inocentes, porque: “la caridad, cubre la
multitud de los pecados.” El Verbo ha sido enviado por el Padre, hecho
hombre como nosotros, para traer el vino nuevo del amor de Dios a nuestro
corazón, que lo había perdido por el pecado, y así, introducirnos en la fiesta
de las bodas con el Señor. Por la pasión y muerte de Cristo, Dios perdona
nuestro pecado, y a través del Evangelio, nos llama a ser injertados en, la
vid verdadera, para que pasando a nosotros su vida divina, por la fe en Cristo, y
mediante el Espíritu Santo, demos el fruto abundante de su amor para la vida
del mundo.
La obra de Dios en
Cristo, nos ha rodeado gratuitamente de su amor, y nos toca a nosotros defender
el don que se nos ha dado, permaneciendo en él, al amor de su “fuego.” Unidos a
Cristo por su gracia, el fruto de su amor está asegurado y lo obtiene todo de
Dios. Así, los hombres alcanzados por el amor de Dios que está en nosotros,
glorificarán al Padre por su salvación en Cristo, en cuya mano Dios lo ha
colocado todo. Bendigamos al Señor que se nos da en la Eucaristía para avivar
nuestro amor, y nuestro celo por los que no le conocen.
Que así sea.
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