Miércoles 16º del TO (cf. Mi 3; Sa 24)
Mt 13, 1-9
Queridos hermanos:
Todos nosotros somos fruto de la semilla sembrada por el Señor, generación tras generación, cuyo culmen ha sido la entrega de su Hijo en la cruz para nuestra salvación, y que nosotros somos invitados a dar continuidad con nuestra propia entrega, fruto de la fe a la que hemos sido llamados gratuitamente, y en la que han colaborado nuestros mayores: padres, abuelos, e incontables antecesores nuestros, carnal, y también espiritualmente. Párrocos, catequistas, y hermanos nuestros en la fe, a los que ahora hacemos presentes ante el Señor, con nuestra oración y nuestro agradecimiento, y con los que esperamos compartir, en breve, nuestra “dichosa esperanza”, junto al Señor.
La palabra nos habla
acerca del combate entre la fuerza del Evangelio y la seducción que el mal le
opone para fructificar, en el campo de batalla que es la realidad de nuestra
tierra llena de impedimentos: El “camino,” hace presente la dureza del corazón que
ha sido pisoteado por los ídolos. Las “piedras,” son los obstáculos del
ambiente que nos presentan el mundo y la seducción de la carne, y las riquezas,
son los espinos. En definitiva, nuestra naturaleza caída, ofrece resistencia a
la acción sobrenatural de la gracia, y necesita su ayuda; un constante cuidado
y atención, como si del cultivo de un campo se tratara, para que nuestra tierra
acoja la Palabra con un corazón bueno y recto, como dice san Lucas (8, 15).
Velad, esforzaos,
perseverad, permaneced, haceos violencia, son palabras que nos recuerdan la
necesidad y la realidad del combate, cuya figura es el trabajo necesario para
obtener una buena cosecha.
La Palabra, como la semilla, debe caer en la
tierra y hacerse una con ella, dando un fruto que el hombre puede recibir según
su capacidad, preparación y libertad, ya que el fruto para el que ha sido
destinada es el amor. Unido a su creador en un destino eterno de vida, el
hombre hace que la Palabra no vuelva al que la envió, sino después de
fructificar, dejándose limpiar y trabajar por la voluntad amorosa de Dios, que
es el agricultor.
“Esta es la voluntad de mi Padre: que vayáis
y deis mucho fruto, y que vuestro fruto permanezca.” “Mirad, pues, cómo escucháis;” mirad cual sea el tesoro de vuestro
corazón, porque el hombre bueno, del buen tesoro del corazón saca lo bueno. Según
san Mateo, la buena tierra es: “El que
escucha la palabra y la comprende.” (cf. Mt 13, 23). Podemos hacer una
distinción entre entender, y comprender la palabra, de la misma manera que lo
hacemos entre: oírla y escucharla. Mientras el entender se resuelve en la
mente, el comprender implica una profundización; un descenso al corazón, con lo
que queda implicada también la voluntad; en definitiva, se trata de una
incorporación a la integridad personal.
El sembrador “sale”, haciéndose accesible a
nuestra percepción, como dice san Juan Crisóstomo, y sale para darnos la
“comprensión” de los misterios del Reino, entrando en la intimidad con él,
subiendo a su barca a reparo de las olas de la muerte, como dice san Hilario.
No obstante los
impedimentos, la potencia del fruto supera siempre las expectativas humanas,
hasta una plenitud sobrenatural en Cristo, del ciento por uno.
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