Sábado 10º del TO
Mt 5, 33-37
Queridos hermanos:
La novedad de vida que el Espíritu Santo derrama en el corazón del creyente, da consistencia a la entera persona en sus pensamientos, palabras y acciones. Se trata de un “hombre nuevo” regido por la naturaleza divina interiormente, como cumplimiento de la promesa de Dios anunciada por Jeremías: “Escribiré mi ley en sus corazones”.
El hombre antiguo en su precaria consistencia moral, era
impelido a apoyar sus afirmaciones y sus decisiones en la solidez de una
autoridad exterior a sí mismo que le proporcionara credibilidad, y recurría al
juramento, invocando una alianza lo más firme posible, según el entorno en el
que se desenvolvía, ya fuera con elementos de la naturaleza, o realidades
trascendentes, o incluso personales (el cielo, la tierra, el Templo, Jerusalén,
o la propia cabeza), que entraban normalmente bajo el ámbito de la idolatría.
Por eso en el Antiguo Testamento encontramos exhortaciones como estas: No juraréis en falso por mi nombre:
profanarías el nombre de tu Dios; Al Señor tu Dios temerás, a él
servirás y por su nombre jurarás.
El hombre nuevo, en
cambio, apoyándose en el testimonio interior del Espíritu de la Verdad,
superada su propia debilidad, puede prescindir completamente del juramento y
afirmar lacónicamente: si, cuando es si, y no, cuando es no, cuidando de que no
contradigamos con nuestras obras lo que afirmamos con nuestras palabras. El
hombre nuevo, no se apoya ni tan siquiera en su propia persona para jurar,
sabiéndose siervo inútil adquirido por el Señor. Todo lo demás, como dice el
Evangelio, es un retorno al “hombre viejo” gobernado por el Maligno, a quien la
ley antigua permitía jurar por su debilidad. En Jesucristo, la antigua ley, de
la imperfección anterior, conduce a la plenitud, en la nueva ley (cf. San
Juan Crisóstomo, in Matt. 17, 6).
San Hilario comenta: No es necesario jurar, a los
que viven en la sencillez de la fe, porque para ellos lo que es verdad, lo es,
y lo que no es verdad no lo es, y por esto, sus palabras y sus obras, siempre
son verdaderas.
Para san Jerónimo: La verdad evangélica no necesita de
juramentos puesto que toda palabra fiel es un juramento. Nadie jura
frecuentemente, sin incurrir alguna vez en juramento falso. Así como aquel que
tiene costumbre de hablar mucho, algunas veces hablará cosas inoportunas (Seudo Crisóstomo en Mt
12). Como dice
la Escritura: “El que mucho habla, mucho
yerra.”
San Agustín concluye: "Os
digo, pues, que no juréis en absoluto", no sea que, jurando, vengáis a
adquirir el hábito de jurar, porque de la facilidad de jurar se pasa a la
costumbre, y de la costumbre al falso juramento (cf. De mendacio, 15).
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