Martes 9º del TO
Mc 12, 13-17
Queridos hermanos:
Cristo realizó muchas obras asistenciales en su tiempo, como resucitar muertos, sanar enfermos, expulsar demonios, dar de comer a multitudes, etc., pero solo una trascendió el tiempo, para vida eterna: sanar el corazón humano suscitando la fe en él, y perdonar el pecado, ofreciéndose a sí mismo en la cruz.
Una vez más, fariseos y herodianos
tienden una trampa a Jesús, pero sabiendo que les ha vencido otras veces,
tratan de desarmarle con la adulación. No hay cosa que pueda debilitar más el
discernimiento, la vigilancia y la entereza de un hombre que la adulación. Nada
más peligroso que el enemigo que se disfraza de amigo y consigue engañar a su
oponente: «Maestro, sabemos que eres veraz y que no te importa por nadie,
porque no miras la condición de las personas, sino que enseñas con franqueza el
camino de Dios». Después del engaño viene la trampa. ¿Cómo descubrir al
lobo con piel de cordero que nos conduce al precipicio? ¿Cómo resistirse a la
estima de los hombres sin haber sido saciados por Dios?
El error de sus adversarios está
precisamente en sus corazones terrenos que consideran lo mundano como único
horizonte y lo material como único valor. Su error es su incredulidad, que les
impide descubrir en Cristo al que escudriña los corazones, y al que conoce que
la verdad y el valor del hombre se encuentran en su imagen divina y no en los
bienes terrenos que pueda poseer. Su tremendo error está en buscar su
justificación en perder a Jesús y no en creer en él.
Cristo sitúa el problema del hombre en
el plano trascendente de su relación con Dios, y se niega a debatir por
insignificantes, los planteamientos inmanentes: políticos, sociales, o
económicos de la condición humana, a los que se pretenda reducir el problema
del hombre. Es como si dijera: Yo he venido a salvar al hombre restaurando en
él su destino eterno, su imagen de Dios, su semejanza, y no a resolver los
problemas mundanos, para los que el hombre tiene ya su razón, sus leyes y sus
instituciones: “Lo de César al César”. “A quien honor, honor, a quien
impuestos, impuestos.” Vuestro corazón, vuestra fe, sólo a Dios. Eso es lo que
debería preocuparos. Pretendéis involucrarme en cuestiones terrenas, para
hacerme caer, mientras vosotros dejáis de lado aquello para lo que he sido
enviado: Vuestra salvación integral y definitiva. De nada sirve cambiar las
estructuras de pecado, si no se cambia antes el corazón del hombre que es quien
las crea. Como Cristo, también la Iglesia realiza muchas buenas obras, pero su
misión es sobre todas ellas, evangelizar y sanar el corazón del hombre, de
donde salen las intenciones malas que lo hacen impuro.
De nada sirve solucionar nuestra vida
terrena si no hemos resuelto nuestra relación con Dios; nuestro destino eterno.
“Buscad primero el Reino de Dios y su justicia, y todas esas cosas se os
darán por añadidura.” También a nosotros nos llama hoy el Señor en la
Eucaristía, a centrar nuestra vida en él: “¿De que le sirve al hombre ganar
el mundo entero, si él mismo se pierde o se arruina?” Donde quiera que vaya, allí llevará sus
conquistas, sea a la muerte, o a la vida.
No
puede negarse el progreso en la comprensión que tiene el ser humano de sí mismo
y de su entorno, pero resulta
insignificante, frente al que le ha sido concedido por la revelación divina,
tanto de su valor, como de su dignidad, y sobre todo de su trascendencia. Esta
comprensión “plena” condiciona incomparablemente su existencia, frente a
cualquier otra que pueda haber alcanzado. Como ha dicho el Concilio: “Sólo el
Verbo encarnado, enseña al hombre lo que es el hombre” (cf. GS, 22).
Que así sea.
No hay comentarios:
Publicar un comentario