Domingo 13º del TO B
(Sb 1, 13-15.2, 23-25; 2Co 8, 7-9.13-15; Mc 5, 21-43)
Queridos hermanos:
De nuevo la palabra nos invita a
contemplar la fe que salva. Cristo ha venido a destruir la muerte, fruto de la
envidia del diablo, mediante el perdón del pecado con su muerte y resurrección.
La consecuencia del pecado que hacía de la vida algo precario, sometiéndola al
imperio de la muerte, se transforma ahora por la resurrección de Cristo,
alcanzando la eternidad divina a la que fue llamada la criatura humana, en una
vida perdurable.
Alcanzar esta nueva creación regenerada,
es posible sólo, mediante un encuentro personal con Cristo a través de la fe.
No basta saber que Cristo ha resucitado; es necesaria nuestra respuesta a la
gracia, tocando a Cristo que se revela gratuitamente a nosotros, con el
obsequio de nuestra mente y nuestra voluntad.
La curación, es pues, una añadidura, a
la salvación obtenida por la acogida del hijo de Dios, enviado a salvar, y en
ocasiones es también el testimonio del amor de Dios, que aviva gratuitamente en
nosotros la fe que salva.
Lo que para el mundo es muerte, para
quien está en Cristo no es más que sueño, del que un día a la voz del Señor
despertará. Como Cristo despertó, despertará quien se haga un solo espíritu con
él; será un despertar eterno sin noche que lo turbe ni tiempo que lo disipe. El
hijo de la viuda de Naín, la hija del archisinagogo y el mismo Lázaro, tuvieron
que morir de nuevo, pero lo hicieron con la garantía de la resurrección que les
dio su encuentro con Cristo por la fe.
Postrarse
ante él, que se nos acerca con amor, reconocer en Jesús de Nazaret a Dios, en
su Hijo, eso es la fe. Como dice Rábano Mauro: No son los muchos pecados los
que conducen a la desesperación (que condena), sino la impiedad (la falta de
fe, la incredulidad) que impide volverse a Dios y pedirle misericordia.
Dios que ve la fe que actúa en lo
secreto del corazón y escucha su clamoroso silencio imperceptible a los hombres,
atrae al archisinagogo y a la mujer hacia Cristo diciéndoles: ¡Venid a mí y
recibiréis vida! Y mientras las manos de muchos tocaban los vestidos a Jesús de
Nazaret, la fe de ellos tocaba el corazón del Cristo de Dios.
Ante Cristo, por la fe, se desvanece la
impureza de la mujer y se detiene la hemorragia por la que se escapa su vida.
Todos necesitamos de esta fe que nos salva cerrando el flujo por el que nuestros
pecados nos van quitando la vida; la fe que nos mueve también a interceder por
la curación de todos los pecadores.
Cristo se nos acerca hoy como a la
hemorroísa y al archisinagogo y nos invita a no temer, sino a tener fe, en
medio de la precariedad de este mundo donde todo es transitorio y sujeto a la
corrupción, debido a la constante dialéctica a que lo somete la muerte. Cristo
hace presente la vida, y a través de la Eucaristía nos la da, y vida eterna.
Proclamemos juntos nuestra fe.
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