Domingo 10º del TO B
Ge 3, 9-15; 2Co 4, 13-5, 1; Mc 3,
20-35
Queridos hermanos:
En esta palabra aparece el primer pecado, que por eso denominamos original, y un segundo pecado, que consiste en la cerrazón blasfema y pertinaz ante el perdón gratuito que Dios mismo nos ofrece en Cristo su Hijo. También nos habla esta palabra de dos espíritus opuestos entre sí, que buscan al hombre: uno maligno, mentiroso y homicida desde el principio, que busca nuestro mal, que divide y esclaviza, y el otro, Santo y veraz, que nos ama, crea la comunión y la paz, y que procede de Dios.
Nosotros somos invitados
a discernir entre ellos, rechazando al primero y adhiriéndonos al segundo, que
en Cristo nos trae el perdón de nuestros pecados para introducirnos en el reino
de Dios. “Los que se dejan guiar por el Espíritu de Dios, son hijos de Dios.” Para
este discernimiento necesitamos responder a la pregunta que Dios, dirigió a
Adán, y nos dirige a nosotros, viniendo misericordiosamente a nuestro encuentro:
¿Dónde estás? ¿A dónde te ha conducido tu pecado enajenándote de ti mismo?
Después de situarnos
frente a nosotros mismos, ya que el hombre al pecar, intentando ocultarse de
Dios, de quien nadie puede ocultarse, de quien se oculta realmente es de sí
mismo, Dios, después de ponernos frente a nuestra infidelidad y frente a las
consecuencias de nuestro extravío, es decir, frente a nuestra responsabilidad, nos
anuncia la sentencia sobre el diablo, su derrota, que será realizada por el
linaje de la mujer, a la que sedujo con engaño.
El llamado
“protoevangelio”, sentenció al imperio del mal, relativizando con ello su
aparente victoria contra Dios, llevada a cabo a costa del hombre.
No es el espíritu del mal el que domina sobre el pecado y la muerte, sino el Espíritu de Dios. No es el pecador quien sabe lo que es realmente el pecado, sino el santo, como dice Ives de Montcheuil. El dedo de Dios se hace visible en Cristo, y el reino de Satán se desmorona. ¿Cómo confundir al defensor con el acusador, al que une, con el que divide, al que salva, con el que conduce a la muerte eterna? La cerrazón y la obstinación en rechazar al Espíritu Santo, cuando se hace pertinaz blasfemia, ciertamente excluye de la salvación: “Si no creéis que Yo Soy, moriréis en vuestros pecados.” San Pablo dirá que: “Acumula sobre su cabeza la cólera de Dios para el día de la ira y de la manifestación del justo juicio de Dios.”
Aquellos que blasfeman contra el Espíritu Santo o contra la
divinidad de Cristo diciendo: “Expulsa los demonios en el nombre de Beelzebul,
príncipe de los demonios”, ciertamente no podrán obtener perdón ni en este ni
en el otro mundo. Hay que tener en cuenta que Cristo no dijo que uno que
“blasfema y después se arrepiente” no puede ser perdonado, sino uno que
blasfema y persevera en la blasfemia; porque una adecuada penitencia lava todos
los pecados.
Atanasio, Fragm. En Mateo.
El Espíritu Santo
conduce hasta Cristo a quienes se dejan guiar por él; ellos por ser discípulos,
son hijos de Dios y hermanos, hermanas y madres de Cristo, haciendo la voluntad
del Padre. Mayor es la condición de María por ser discípula de Cristo y
concebirlo en la fe, que por haberlo concebido en su seno: “Dichosa tú que has creído.” Claro está, que en María, también esta
concepción lo fue por la fe: “Hágase en
mí según tu palabra.”
En nuestro caso, si
concebimos a Cristo en nosotros por la fe y lo damos después a luz por las
obras de la fe, amando a nuestros enemigos, también podemos considerarnos
madres de Cristo, sin dejar de ser sus hermanos, por ser hijos de Dios: “Amad a vuestros enemigos y seréis hijos
de vuestro Padre celestial.”
Profesemos juntos nuestra fe.
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