Jueves 9º del TO
Mc 12, 28b-34
Queridos hermanos:
En el Deuteronomio, Dios promete vida larga, abundante y feliz, para quien le ame con todo su ser. Amar, es tener a Dios en nosotros, porque Dios es amor. En efecto dice san Juan: “El amor no consiste en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó primero.” Dios depositó su amor en nosotros al crearnos, pero el pecado pervirtió en nosotros el amor, encerrándonos, e incapacitándonos para amar a alguien que no sea nosotros mismos. Ya decía san Agustín, que no hay quien no ame, pero el problema está en cuál sea el objeto y la ecuanimidad de su amor: Ni amar más, ni menos, de lo que cada persona o cosa deba ser amada.
El Levítico parte de esta realidad, y nos muestra el camino
del prójimo, como mediación para salir de nosotros mismos e ir en busca del
amor, y así Cristo, como hemos visto en el Evangelio, unirá este precepto al
del amor a Dios: “el segundo es: Amarás a tu prójimo como a ti mismo.”
He aquí el camino de la vida feliz indicado por la Ley, y recorrerlo, puede
llevar al hombre hasta las puertas del Reino: “no estás lejos del Reino de
Dios”.
Sin embargo, sólo en Cristo se abrirán las puertas del
Reino, a un amor nuevo, dado al hombre, no en virtud de la creación, sino de la
Redención, de la “nueva creación”, por la que es regenerado en su corazón, un
amor como aquel, con el que Cristo se ha entregado a nosotros “contra sí mismo”:
“Como yo os he amado”. Este será pues, el mandamiento del Reino; el
mandamiento nuevo; el mandamiento de Cristo, en el que el escriba del Evangelio
es invitado a adentrarse mediante la fe en él: “Que os améis los unos a los
otros “como yo os he amado”, contra
vosotros mismos. Con el amor que Cristo ha derramado gratuitamente en
nuestro corazón con el don de su Espíritu.
Una vez más, como dice el Evangelio de Juan, el amor
cristiano no consiste en cómo nosotros hayamos amado a Cristo, sino en cómo
Cristo nos amó primero. Si el amor cristiano es el de Cristo, recordemos sus
palabras: “Como el Padre me amó, os he amado yo a vosotros”. El amor
cristiano, por tanto, no es otro, ni diferente del amor del Padre, con el que
amó a Cristo, y con el que Cristo nos amó a nosotros. Amar al hermano, en
Cristo, es por tanto signo y testimonio del amor de Dios en el mundo. A esta
misión hemos sido llamados por la fe en Cristo, porque como dijo el profeta
Oseas: “Yo quiero amor; conocimiento de Dios.” En esto consistirá el verdadero culto que quiere Dios: Padre, Espíritu
y Verdad: El amor.
Que así sea.
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