Lunes 10º del TO
Mt 5, 1-12
Queridos hermanos:
Dios
ha creado al hombre para que comparta con él su vida beata, y ha puesto en su
corazón una tendencia insaciable a la bienaventuranza que llamamos felicidad.
Si tal es nuestra vocación, inscrita en lo más profundo de nuestro ser: la
comunión con Dios, podemos comprender el estado constante de frustración que
experimenta el hombre, en la medida de su alejamiento del objeto de su bien.
Precisamente para hacer posible que el hombre alcance su bienaventuranza, de la
que se había apartado por el pecado, nos fue enviado Cristo, “vida nuestra”,
en quien Dios, su vida beata, y nuestra bienaventuranza, se han encarnado, y se
nos da por gracia en lo que llamamos el Reino de Dios.
Ante
Jesús está la muchedumbre, y sus discípulos que habiendo creído en él, han arrebatado
el Reino de los cielos. La muchedumbre está también llamada a poseerlo
acogiendo la predicación; por eso hay dos bienaventuranzas que se refieren al
presente del discípulo y el resto al futuro de la muchedumbre llamada a creer.
Las bienaventuranzas referidas a los discípulos, situadas al principio y al
final del discurso, abrazan a las demás y con ellas a la muchedumbre,
invitándola a entrar. Los discípulos son los pobres de espíritu y los
perseguidos por abrazar la justicia que viene de Dios, y que los introduce en
el Reino. Ambas: pobreza y persecución, les acompañarán hasta el final del
camino a la meta.
La
palabra nos hace contemplar el reino que Cristo viene a inaugurar en el corazón
del hombre, completamente opuesto al espíritu del mundo. Lo poseen los humildes,
y los perseguidos por abrazar la justicia. Los mansos, los atribulados, los
contritos de corazón, los misericordiosos, los puros y los pacíficos, cuyo
corazón debe estar conformado a Cristo, tienen la promesa de poder alcanzarlo.
Este
Reino, lleva consigo una invitación a recibirlo, y un cambio total en quien lo
acoge por la fe. Para algunos es esperanza, y para otros, la posibilidad de
conversión, pero para todos implica un combate y un hacerse violencia para
poder arrebatarlo.
Dice
el Señor que el Reino de los Cielos viene sin dejarse sentir, sin imponerse y,
adquiere fuerza con nuestra adhesión humilde y libre.
Esta
pertenencia al reino, al discípulo lo caracteriza por la humildad (pobreza
espiritual, mansedumbre, paciencia en el sufrimiento), habiendo sido curado de
la soberbia, y el orgullo, que son la rebeldía a su condición de criatura. Por
eso nadie puede gloriarse ante el Señor, sino por el Señor, como dice san
Pablo. El Señor viene a decirnos: Quienes poseéis estos dones por causa mía,
gracias a mí, ¡alegraos!, ¡gozaos! Que vuestra recompensa es grande en los
cielos y de ella gozan los profetas, perseguidos antes de vosotros.
Ahora
nosotros, según seamos los pobres de espíritu, los que somos perseguidos por
vivir según la justicia reputada a nuestra fe, o los demás de los que habla el
Evangelio, estamos llamados a ser un día, bienaventurados como los santos, en
medio de la muchedumbre inmensa de la que habla el Apocalipsis.
San Pablo recordará a los
Tesalonicenses: Esta es la voluntad de Dios, vuestra santificación. En los albores del
Cristianismo, así se denominaba a los miembros de la Iglesia. En la primera
Carta a los Corintios, por ejemplo, san Pablo dirige su discurso: “a aquellos que han sido santificados en
Cristo Jesús, llamados a ser santos, junto a todos aquellos que en todo lugar
invocan el nombre de Nuestro Señor Jesucristo”. La santidad consiste en que
sea derramado en nuestro corazón el amor de Dios por obra del Espíritu Santo, y
santo es quien se mantiene en este don, según la palabra del Señor: “Permaneced en mi amor.”
En efecto, decía el Papa Benedicto:
El
cristiano, es ya santo, porque el Bautismo lo une a Jesús y a su misterio
pascual, pero al mismo tiempo debe convertirse, conformarse a Él, cada vez, más
íntimamente, hasta que sea completada en él la imagen de Cristo, del hombre
celeste. A veces, se piensa que la santidad sea una condición de privilegio
reservada a pocos elegidos. En realidad, ser santo es el deber de cada
cristiano, es más, podemos decir, ¡de cada hombre! Escribe el Apóstol que Dios
desde siempre nos ha bendecido y nos ha elegido en Cristo, para “ser santos e
inmaculados en su presencia, en el amor.”
Todos
los seres humanos estamos llamados a la santidad, que en última instancia,
consiste en vivir como hijos de Dios, en aquella “semejanza” con Él, según la
cual hemos sido creados. Todos los seres humanos son hijos de Dios, (en sentido lato) y todos deben convertirse en aquello
que “son”, por medio del camino exigente de la libertad. Dios invita a todos a
formar parte de su pueblo santo. El “Camino” es Cristo, el Hijo, el Santo de
Dios: nadie va al Padre sino es por medio de Él.
Que la fidelidad de los Santos a la voluntad de Dios «nos estimule a avanzar con humildad y perseverancia en el camino de la santidad, siendo en todas partes testigos valientes de Cristo.»
Ellos,
que han vencido en las pruebas, pueden con su intercesión ayudarnos ahora en el
combate. Nuestra esperanza se fortalece y en ella se van quemando las impurezas
de nuestra debilidad.
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