Lunes 9º del TO
(2P 1, 1-7; Mc 12, 1-12)
Queridos hermanos:
Esta parábola viene a decir que tanto
amó Dios al mundo que plantó una viña para alegrar eternamente su corazón con
su vino, y destaca por un lado la maldad de los siervos puestos al cuidado de
la viña, en cuanto se apropian de sus frutos, y en cuanto rechazan al dueño en
sus enviados y de forma especial en su hijo querido, y por otro lado, resalta la
bondad del dueño más allá de toda medida.
Israel, y en especial sus jefes y sus ancianos,
han sido puestos por Dios al cuidado de un pueblo, que debe rendir sus frutos, en
función del mundo, como pueblo sacerdotal, luz de las gentes, que para eso ha sido
enriquecido con dones de amor, a través de una historia maravillosa. Ya desde
la elección de Abrahán como primera piedra de la construcción, le ha sido
anunciada la misión de que en él “serían
bendecidas todas las naciones” pero cuando se esperaba de él amor, porque
amor, con amor se paga, se ha rebelado negándose a servir.
El problema de esta parábola no es su
comprensión, sino la acogida de la llamada a conversión que implica el
reconocer en Jesús de Nazaret, el hijo del carpintero, la autoridad que
reivindica como enviado de Dios, para ellos, más aún, el ser el Hijo de Dios.
Por parte de los viñadores, la cuestión
está en hacer de los instrumentos para el servicio, armas para la opresión; el
cambiar la obediencia y el agradecimiento en rebeldía. En términos cultuales, diríamos,
en “clericalizar” su ministerio, en pervertir la misión, apropiándose de los
dones de Dios y de sus frutos.
Por otra parte, la parábola destaca hasta qué
punto el fruto de la viña es importante para Dios, que no duda en entregar la
vida de su propio Hijo, para tratar de hacer entrar en razón a sus siervos.
Paciencia, y benignidad que sobrepasan toda expectativa y capacidad humana, pues
que se trata de Dios. El amor del patrón, no excluye a miembros abyectos como
los viñadores de la parábola, dándoles continuas oportunidades de conversión.
Sin duda ese es el punto paradójico de la parábola, cuya interpretación está
velada a los corazones de aquellos impíos sumos sacerdotes, y a aquellos incrédulos
escribas y ancianos del pueblo.
Cristo, viene a cerrar la clave de bóveda
del Templo de Dios, de su revelación, y es desechado por los constructores
indignos.
Hemos dicho muchas veces que nuestra
llamada a ser cristianos no se puede separar de la misión, que como piedras
vivas recibimos para la edificación del templo consagrado al Señor, “casa de oración para todas las gentes.”
Como sarmientos debemos dar fruto, pero como viñadores debemos rendirlos al
Señor de la Viña. De ahí, que también a nosotros incumbe la responsabilidad de
ceder su lugar a la piedra angular que es Cristo, mediante nuestra fe; de
servir agradecidos al dueño de la viña, aun sabiéndonos siervos inútiles, que sólo
por gracia hemos sido llamados, y estar atentos para no apropiarnos sus dones.
Que esta palabra nos ayude sobre todo a
contemplar la incomparable misericordia del Señor, que nos llama una vez más a
su viña, cuya belleza brilla en María, en la Iglesia, imagen y madre nuestra;
viña fecunda cuyo vino debe alegrar el corazón de los hombres.
Que así sea.
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