Lunes 11º del TO
(2Co 6, 1-10; Mt 5, 38-42)
Queridos hermanos:
Hoy el Evangelio nos presenta dentro del
Sermón de la Montaña, las actitudes del “hombre nuevo”, que hacen presente ante
todo a Cristo, don de Dios por la fe. Es él, quien no se ha resistido a
nuestro mal; quien a nuestras ofensas ha puesto la otra mejilla; quien se ha
dejado despojar por nosotros; quien ha sufrido nuestras injusticias sin
reclamar para nosotros más que el perdón. Efectivamente, él es esta fuente de
la que mana siempre agua dulce, y que al mal responde con el bien, como dice
san Pablo en la Carta a los Romanos: “No te dejes vencer por el mal, antes
bien, vence al mal con el bien.”
Si la Ley
ponía límite a la venganza con “el talión,” Cristo anula totalmente la venganza
con el amor a los enemigos y con la confianza en la justicia de Dios, que en
él, pasa por la misericordia del “año de gracia”, como fruto del Espíritu del
Señor que está sobre él. Así será también en sus discípulos, cuando el amor de
Dios sea derramado en sus corazones por el Espíritu que les será dado y que los
constituirá en hijos. Por eso la moral cristiana, más que sublime, es celeste;
más que exigente, es radicalmente gratuita.
La
gracia es además libre, y por tanto implica responsabilidad. Quien la recibe
debe responder con la misma medida del don recibido: “Con la medida con que
midáis se os medirá.” Amor, con amor se paga, dice la sabiduría popular.
Recordemos la parábola del siervo sin entrañas que habiendo sido perdonado no
perdonó a su vez. Dice Jesús: “Si vosotros no perdonáis a los hombres sus
ofensas, tampoco mi Padre os perdonará. Al que se le dio mucho, se le pedirá
más.”
Por tanto, la palabra viene a decirnos: “sed perfectos” en vuestro amor de
hijos, con la perfección del amor de vuestro Padre. Sed santos con los demás,
como Dios es santo con vosotros, dándoos su mismo amor. No se trata de subir peldaños
en el amor, sino de recibir la naturaleza divina del amor. Esta palabra es Dios
mismo, su amor, su naturaleza, que se nos ofrece en Cristo. No siendo solamente
discípulos, sino hijos, para testificarlo a los hombres, como don gratuito que
les está destinado.
Cada
cual en el punto en que lo encuentra hoy la Palabra, es invitado a elevar al
Padre de nuestro Señor Jesucristo, el canto de nuestra acción de gracias por su
Hijo, que se da por nosotros para que recibamos la filiación adoptiva y la Vida
eterna, y podamos comunicarla al mundo entero.
“El que come mi carne y bebe mi sangre
permanece en mí y yo en él.”
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