La Preciosísima Sangre de Nuestro Señor Jesucristo
Hb 9, 11-15; Jn 19, 28-37.
Queridos hermanos:
En 1849, Pio IX
instituye la fiesta de la Preciosísima Sangre de Cristo, que en el nuevo
calendario queda unida a la: Solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de
Cristo.
El sacramento de su sangre,
en el que Cristo nos ha dejado el memorial de su Pascua: muerte y resurrección,
es sangre que se derrama para perdón de los pecados; es anuncio de su muerte y
proclamación de su resurrección en espera de su venida gloriosa; es sacrificio
redentor que expía los pecados, y trae la paz, la libertad y la salvación
comunicando vida eterna.
Superando
la Ley con sus sacrificios, incapaces de cambiar el corazón humano, para
retornarlo a la comunión definitiva con Dios, se proclama este oráculo divino
que leemos en la Carta a los Hebreos referido a Cristo: “No quisiste sacrificios ni oblación, pero me has formado un cuerpo. Entonces dije: ¡He aquí que
vengo a hacer, oh Dios, tu voluntad!” Y dice San Juan: “Y la Palabra se
hizo carne y puso su Morada entre nosotros.” Cristo, la Palabra, ha recibido un cuerpo de
carne para hacer la voluntad de Dios, entregándose por el mundo y retornando a
la vida: «Esta es la voluntad de mi Padre (dice Jesús): que todo el
que vea al Hijo y crea en él, tenga vida eterna.» «En verdad, en verdad os
digo: si no coméis la carne del Hijo del hombre, y no bebéis su sangre, no
tenéis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida
eterna, y yo le resucitaré el último día. Porque mi carne es verdadera
comida y mi sangre verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre,
permanece en mí, y yo en él.” «El espíritu es el que da vida; Las palabras que
os he dicho son espíritu y son vida.» Beber la sangre de Cristo, entrar en comunión con su cuerpo, es entrar
en comunión con su entrega por la salvación del mundo.
Habiendo
gustado el hombre en el paraíso el alimento mortal del árbol de la ciencia del
bien y del mal, que “le abrió los ojos” a la muerte, le era necesario comer del
otro árbol, situado también al centro del paraíso, que lo retornase a la vida
para siempre; y así como la energía del alimento mantiene vivo a quien lo toma,
así la vida eterna de Cristo, pasa a quien se une a él en el sacramento de
nuestra fe, fruto que pende del árbol de la cruz, árbol de la vida, que por la
fe en Jesucristo “abre ahora sus ojos” dando acceso de nuevo al paraíso.
Si
la figura pascual del cuerpo y la sangre de Cristo llevó a tan gran fruto de
libertad en medio de la esclavitud de Egipto, cuánto más la realidad de la
Verdad plena, dará la libertad a toda la tierra, habiendo sido entregada por el
bien de toda la naturaleza humana.
Esta fiesta, nos
presenta la sangre de la alianza antigua con Moisés, figura de la sangre de
Cristo, que sella con los hombres una alianza eterna, con la irrupción del
Reino de Dios.
También el rey
sacerdote Melquisedec figura de Cristo, bendice a Dios y a Abrahán padre de los
creyentes; mediando entre Dios y los hombres, y presenta a Dios la ofrenda, alcanzando
para ellos su bendición. Ofrece a Dios pan y vino, figuras también de la propia
entrega de Cristo en su cuerpo y en su sangre, alianza nueva y eterna, por cuyo
memorial serán saciados y bendecidos todos los hombres, en la fe de Abrahán.
Que
nuestra lengua cante, como dice el himno eucarístico, el misterio del Cuerpo
glorioso y de la Sangre preciosa que el Rey derramó como rescate del mundo.
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