Martes 11º del TO
(Mt 5, 43-48)
Queridos hermanos:
El Señor nos invita hoy a vivir de
acuerdo a lo que hemos recibido. Nosotros hemos sido amados con esta perfección
divina cuando éramos pecadores y enemigos de Dios, y si hemos acogido su amor
en el corazón, ningún mal podrá dañarnos. Al contrario podremos vencerlo con el
bien que poseemos. En cambio, si dejamos al mal penetrar en nuestro corazón,
engendrará allí sus hijos para nuestro mal.
Alguien dijo: No daña todo lo que duele,
pero lo que daña, duele profundamente. En el libro del Eclesiástico leemos: “el
Altísimo odia a los pecadores, y dará a los malvados el castigo que merecen.” Y también san Pablo dice: “Ni impuros, ni idólatras, ni
adúlteros, ni afeminados, ni homosexuales, ni ladrones, ni avaros, ni
borrachos, ni ultrajadores, ni explotadores heredarán el Reino de Dios,” pero añade: “Y tales fuisteis algunos de vosotros.” En el don
de este amor gratuito y del Espíritu Santo, hemos sido llamados a una nueva
vida en el amor, que responde a la misericordia recibida, con nuestra justicia:
“Pero habéis sido lavados, habéis sido santificados, habéis sido justificados
en el nombre del Señor Jesucristo y en el Espíritu de nuestro Dios.”
Dice San Agustín comentando el salmo
121, que los montes a los que hay que levantar los ojos para recibir el auxilio
del Señor, son las Sagradas Escrituras. En esta palabra del amor a los enemigos,
podemos decir que hemos alcanzado la cima más alta de esos montes, hasta llegar
al cielo del amor de Dios. Por este amor, hay que llegar a odiar la propia vida
y a amar a quien nos odia.
Este amor es sobrenatural, divino; la
carne ama lo suyo y detesta lo que le es contrario. Dice san Pablo, que carne y
espíritu son entre sí antagónicos. Para recibir este amor celestial, es
necesario odiar la propia carne como dice el Señor en el Evangelio: «Si alguno viene junto a mí y no odia a su
padre, a su madre, a su mujer, a sus hijos, a sus hermanos, a sus hermanas y
hasta su propia vida, no puede ser discípulo mío.»
En Cristo hemos sido amados así, y de él
podemos recibir su Espíritu, que nos hace hijos de su Padre, y su naturaleza en
nosotros se hace patente en el amor a los enemigos. Aquello de: “sed santos porque yo, Yahvé, vuestro Dios, soy
santo,” ahora se cambia en: “sed perfectos porque es perfecto
vuestro padre celestial;" porque habéis recibido la perfección, con la
naturaleza divina de vuestro Padre.
Ya que ningún mérito hemos tenido para
ser amados así, merezcamos, amando a quienes no lo merecen, para que puedan
amar y merecer también ellos.
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