Miércoles 4º de Cuaresma
(Is 49, 8-15; Jn 5, 17-30)
Queridos hermanos:
Dice el Señor: “Mi Padre trabaja siempre” Sabemos que la actividad esencial de Dios: “el acto puro” es puro amor. Por amor crea todas las cosas y con amor infinito las gobierna. Amor para crear, amor para renovar la faz de la tierra, amor para redimir y amor para recrear constantemente todo en su misericordia. Esta constante actividad de Dios, en el gobierno, como juez, que Israel juzgaba compatible con su descanso como creador, Cristo se la atribuye a sí mismo al decir: “Mi Padre trabaja siempre y yo también trabajo; como el Padre tiene vida en sí mismo, así también le ha dado al Hijo tener vida en sí mismo, y le ha dado poder para juzgar, porque es Hijo del hombre; el Padre no juzga a nadie; sino que todo juicio se lo ha entregado al Hijo.” Juzgar es también gobernar.
El descanso sabático, busca centrar al
hombre en la actividad divina del amor que es la vida verdadera y perdurable,
desatándolo del deseo de ganancia, de la idolatría al dinero y de la propia
independencia y seguridad, para centrarlo en la providencia y la gratuidad del
amor de Dios y en la escucha de su palabra. En definitiva, el espíritu del sábado,
como el de todos los mandamientos, es el amor, y no el cumplimiento ciego de
una norma de inactividad, a costa de lo que sea. Los escribas y fariseos del
Evangelio están incapacitados para discernir entre la norma, y el espíritu que
la inspira, porque su corazón no está en sintonía con el amor, que es Dios, al
que desconocen profundamente, y su discernimiento es tan inmaduro como su amor
(cf. Flp 1,9-10+). Su relación con Dios a través de la ley no es el amor, sino
la búsqueda de su auto justificación, para poder prescindir de la misericordia.
No comprenden, por tanto, aquello de: “Misericordia quiero, conocimiento de
Dios”; yo quiero amor, y no obras
vacías.
Jesús centra su actividad actual de
juez, en relación a la aceptación o rechazo del Hijo, en quien el Padre ha
depositado la gracia: “el que cree en él
no es juzgado, sino que ha pasado de la muerte a la vida”. Él es la Palabra
del Padre que hace presente su amor constante y lo convierte en juicio de quien
la escucha, sea que la acepte, o que la rechace. En efecto, rechazarla es
rechazar el amor de Dios que anuncia: “A
quien rechace mis palabras, yo no lo juzgo; la palabra lo juzgará el último
día” dice el Señor.
Que así sea.
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