Lunes 4º de Cuaresma
(Is 65, 17-21; Jn 4, 43-54)
Queridos hermanos:
Una palabra sobre la fe de un cortesano, a quien en principio interesa sobre todo una curación, y recurre a la fama de Cristo con la esperanza de una fe muy humana, puramente terrena, que el Señor pone a prueba dándole una palabra en la que apoyarse, antes de ver el fruto; en cierto sentido recuerda a la de Tomás, que necesita de ver y tocar, no tanto, para creer en Cristo, puesto que era uno de los que había perseverado con él en sus pruebas, cuanto para aceptar el hecho de no haber tenido la gracia de verle resucitado, como los demás. Por eso Cristo mismo se le mostrará, y más que reprender su incredulidad, elogiará la fe de la mayoría, que deberá basarse en el testimonio de los discípulos prescindiendo de la gracia particular de verle, como es nuestro caso: “Dichosos los que sin ver creerán”.
El Señor no se resiste a tener
compasión de quien le suplica; no tiene ningún problema en curar al hijo del
funcionario, pero sí le importa mucho suscitar en él, la salvación que proviene
de la fe y no de los sentidos, y por eso cuando aparece la fe, no retarda la
curación. Generalmente es Dios mismo quien a través de cualquier precariedad,
como en este caso, atraerá al hombre a Cristo, a través de la enfermedad del
hijo, para llamarle a la fe; condiciona la curación a la fe en una palabra suya;
fe, que será confirmada y se propagará después de la curación a toda su casa.
Este fue el fruto que Cristo buscaba curando al hijo de aquel hombre, y mientras
él creyó por la palabra, su familia creyó por su testimonio confirmando el prodigio.
También nosotros somos llamados a
creer por el testimonio de la Iglesia, sacramento de Cristo, a través de sus
enviados, y sobre todo a través de la Palabra que ellos nos han transmitido.
Como aquel hombre, hemos recibido una palabra que lleva consigo una promesa de
vida, como decía la primera lectura, y como él, nos hemos puesto en camino
hacia su cumplimiento. De nosotros depende alcanzarlo guardando la palabra,
como si de una semilla se tratase, porque como dice la Escritura: “El Reino de
Dios es como un hombre que echa el grano en la tierra; duerma o se levante, de
noche o de día, el grano brota y crece, sin que él sepa cómo. La tierra da el
fruto por sí misma.”
La Eucaristía es también una semilla
sembrada que somos invitados a acoger, con una promesa de vida eterna que
fructifica en quienes la reciben con fe.
Que así sea.
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