Martes 4º de Cuaresma
(Ez 47, 1-9.12; Jn 5,
1 –3. 5 – 16)
Queridos hermanos:
La palabra de hoy, en este itinerario cuaresmal, nos presenta el agua, figura del bautismo que purifica y salva perdonando los pecados, y el día del sábado como tiempo propicio para la acción ininterrumpida de la misericordia divina.
El hombre enfermo
de la piscina, hace presente a la generación incrédula y pecadora del desierto,
y como ella, ha pasado treinta y ocho años esperando ser purificado. El mismo
tiempo tuvo que esperar Israel, en el desierto, desde Cades Barnea, hasta completar
su purificación pasando por las aguas del torrente Zéred (cf. Dt 2, 14), una
vez extinguida la generación incrédula al Señor. San Agustín dice que si 40 es
signo de curación, de plenitud, el 38, siendo incompleto, lo es de la
enfermedad en vías de curación. En definitiva, indica la necesidad de
purificación, y por tanto, de la salvación que trae Cristo.
La misericordia y
el poder del Señor, han hecho reconocer al paralítico la autoridad de Cristo para
mandarle arrastrar la camilla en sábado, y esa misma autoridad le debe servir
para creer y dejar de pecar en obediencia a su potente salvador, que le ha liberado
gratuitamente de un gran mal, por puro amor, previniéndole de un mal, peor que
treinta y ocho años de parálisis, como consecuencia del pecado, tal como
experimentó la generación incrédula en el desierto, viéndose privada de entrar
en la Tierra Prometida. No será ya el agua sino la fe en Cristo la que con la
curación le alcanzará la salvación.
Jesús, curando en
sábado, está en sintonía con el espíritu del sábado, que Dios ha hecho para la
salud del hombre, y no para su propia complacencia. Está en el espíritu del
sábado, el alegrarse por la salvación de Dios. La transgresión del sábado, en
cambio, está en buscar provecho en la acción del hombre sin confiar en Dios. La
falta de profundidad en el juicio sobre el sábado esconde en el fondo, un
juicio a Dios, que con el precepto buscaría sólo la sumisión del hombre y no su
bien, al acercar su corazón a él. En cambio la libertad frente al precepto,
está motivada por el “conocimiento” de Dios, que es amor siempre y sin segundas
intenciones: “Misericordia quiero y no
sacrificios, conocimiento de Dios, más que holocaustos”. “Ama, y haz lo que
quieras”, como decía San Agustín parafraseando a Tácito. En sábado, la
actividad del amor, como la del gobierno del universo, no se interrumpe ni en
el Padre ni en el Hijo: “Mi Padre trabaja
siempre y yo también trabajo”.
El legalismo
encierra siempre una falsa concepción de Dios, que puede llegar a ser idolatría
y hasta mala fe.
Que la Eucaristía
nos introduzca y nos haga madurar constantemente en el amor del Señor, y nos
permita así, profundizar en el discernimiento.
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