Vigilia pascual B
Mc 16, 1-8
Queridos hermanos:
En medio de la precariedad actual, nos reunimos a velar en la alabanza al Señor, anhelando su presencia, y su promesa de regresar a buscarnos para nunca más separarnos de él. Hacemos así, nuestro, el gran suspiro de la Iglesia y del Espíritu con el que el Apocalipsis aguarda la venida del Salvador: ¡Ven, Señor! ¡Que pase este mundo y que venga tu gloria!
Llamados
a la perpetuidad dichosa de la vida angélica, ya que en la Bienaventuranza
seremos como ángeles, en la que no hay noche, ni muerte, sino sólo día, vida y
vigilia de amor, la hacemos presente en esta noche santa, en la que el
Señor nos concede de nuevo velar con él en compañía de los bienaventurados:
amar y orar, no una hora sola, sino hasta que la noche se disipe, pero no en
virtud del sol, sino de la luz de la Resurrección, contemplando el misterio del
Amor, por el que Cristo, el Hijo del Padre, que entra en la muerte, resucita,
para arrastrarnos con él a la Vida y a la Libertad.
Dejemos
que la aurora de nuestra fe nos sorprenda despiertos, con la claridad de la
Resurrección, y que el amor al Señor nos retire la piedra muda del sepulcro que
testifica la muerte, y podamos testificar su victoria a los hermanos y a
cuantos encontremos en la “Galilea” de la misión, camino de los gentiles, y
podamos encontrarnos así con el Señor.
Tenemos
cita con la luz de la Palabra, con el agua de la vida y con el alimento que
sacia para vida eterna en el cuerpo y la sangre de Cristo, precio de nuestro
rescate y garantía de nuestra resurrección. Dejémonos arrastrar por la fuerza
de sus sacramentos: que nos amaestre, nos vivifique y nos fortalezca.
No nos
detengan sensatos razonamientos ni razonables dudas, cuando tratamos de seguir
al Señor en medio de la oscuridad de la noche y del sepulcro. No minimicemos el
poder del Señor con nuestra incredulidad, ni juzguemos la potencia de su amor a
la medida de nuestra débil caridad. Que su amor arrebate nuestro tibio corazón
y lo introduzca en la espesura de su cruz.
Después de la resurrección de Cristo, en el corazón del
hombre el amor puede ser más fuerte que el odio, y la vida más fuerte que la
muerte. Así la Iglesia va superando generación tras generación todas las tormentas
y venciendo los vientos contrarios que la acometen, haciendo dar a la
existencia humana un salto cualitativo en la historia, como dijo Benedicto XVI
en el 2009. La experiencia de san Pablo de no ser él quien vive, sino que
Cristo vive en él, es una gracia ganada para cada hombre que se une a Cristo y
no un privilegio suyo personal, porque Cristo ha resucitado y vive hoy en su
Iglesia.
Que el impulso que movió a las mujeres a no arredrarse ante
las dificultades, mueva nuestra temerosa perplejidad para apoyar nuestra vida
en la promesa del Señor.
Proclamemos juntos nuestra fe.
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