Sábado santo
En este día del “gran silencio”, al interno del Triduo Pascual, en el que la Iglesia permanece en la contemplación, junto al sepulcro de Nuestro Señor Jesucristo, Hijo de Dios encarnado, muerto por nuestros pecados, para salvarnos de la muerte, el Credo nos remite con la Escritura, a su “descenso a los infiernos”, “lugar” en el que aguardaban cuantos a la espera de la apertura del “paraíso, con la Resurrección de Cristo, serían invitados a salir de las tinieblas a la luz, de la muerte a la vida, y de la tiranía al reino eterno. Nosotros, en este día, somos invitados a un recorrido maravilloso y sorprendente, en compañía de los “Padres” y los teólogos, para extasiarnos en la contemplación del misterio del amor del Señor, que partiendo de su silencio, en los tres días en los que el esposo nos fue arrebatado, nos conduce de la mano de su misericordia, a constatar su ininterrumpida y eterna actividad amorosa, por la que creó, redimió y predestino cuanto hizo, a la eterna Bienaventuranza de la comunión con él.
Contemplamos
la muerte del Señor, pero nuestro dolor está lleno del gozo de su promesa, que el
Espíritu testifica en nuestro corazón: Me
volveréis a ver y os alegraréis, y nadie os podrá quitar vuestra alegría. Nos
afligimos sin tristeza, porque nuestro amor y nuestra fe, están fortalecidos
por la esperanza, de la que carecen los incrédulos, incapacitados para amar al
Señor.
Recordemos
aquella homilía antigua: ¿Qué es lo que hoy sucede? Un gran silencio envuelve
la tierra; un gran silencio y una gran soledad. Un gran silencio, porque el Rey
duerme. La tierra está sobrecogida, porque Dios se ha dormido y ha
despertado a los que dormían desde antiguo. Dios hecho hombre ha muerto y
ha conmovido la región de los muertos.
El Señor, tomando de la mano, a Adán, lo levanta
diciéndole: “Despierta, tú que duermes, levántate de entre los muertos y Cristo
será tu luz” (Ef 5,14). Yo soy tu Dios, que por ti y por todos los que han de
nacer de ti me he hecho hijo tuyo. Y ahora te digo que tengo poder de anunciar
a todos los que están encadenados, “salid”, a los que están en tinieblas, “sed
iluminados”, y a los que duermen, “levantaos”.
Evoquemos
pues, el sábado máximo, que no tiene ocaso, en el que descansaremos, para siempre, viendo que Él, es Dios, y de Él,
nos llenaremos cuando “Él sea todo en todos”. En aquel sábado nuestro, su
término no será la noche, sino el Día del Señor, eterno y octavo día,
que ha sido consagrado por la Resurrección de Cristo, santificando el eterno
descanso. Allí descansaremos y contemplaremos, contemplaremos y amaremos,
amaremos y alabaremos, como dice san Agustín (cf. De civitate Dei, XXII 29-30).
La primera creación, en el plan de Dios, desde
el comienzo, está orientada a la plenitud. Al acabar la obra de los seis días,
Dios descansó, creando el “sábado”, el descanso, como corona de la
creación. Toda la creación está orientada a la glorificación de Dios, entrando
en la libertad de los hijos de Dios, en la gloria de la plenitud del Reino de
Dios (Rm 8,19‑24). La primera creación lleva ya en germen su tensión hacia el
nuevo cielo y la nueva tierra (Is 65,17; 66,22; Ap 21,2), y alcanzará su
plenitud cuando Dios sea “todo en todo” (1Co 15,28). En el centro está Cristo,
como cúspide o piedra angular de la creación y de la historia:
Él es imagen de Dios, invisible, primogénito de toda criatura; porque por medio de Él fueron creadas todas las cosas celestes y terrestres, visibles e invisibles. Tronos, Dominaciones, Principados, Potestades; todo fue creado por Él y para Él. Él es anterior a todo, y todo se mantiene en Él (Col 1,15‑17).
Queridos hermanos, supliquemos humildemente a Dios omnipotente, Padre Hijo y Espíritu Santo, único creador del universo, en esta gran mañana del gran sábado de la deposición del Cuerpo del Señor, para que aquel que sacó a Adán misericordiosamente de lo profundo de los infiernos, por la misericordia de su Hijo, nos saque también a nosotros que gritamos con fuerza en el día de hoy. En efecto, gritamos y rezamos, para que la fosa infernal no abra su boca y nos engulla, y libres del fango del pecado, no recaigamos en él.
(Missale Gothicum, ed. L.C.
Mohlberg, Roma 1961, n. 219)
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