Lunes 3º de Cuaresma
(2R 5, 1-15; Lc 4, 24-30)
Queridos hermanos:
Por la fe, el hombre rinde un culto
espiritual a Dios reconociéndolo como tal, la fe le hace humillarse ante él,
mediante el obsequio de su mente y su voluntad, en lugar de aferrarse con
soberbia a su propio orgullo.
La palabra de hoy nos pone frente al
escándalo de la “encarnación”. El tener que aceptar que nuestra relación con
Dios, tenga que pasar por la mediación de hombres como nosotros, siempre
imperfectos, porque así lo ha querido Dios mediante su libre decisión. Problema
por tanto de humildad y de docilidad, a las que se resiste el orgullo de quien
no se apoya en Dios.
Israel se resiste a la conversión a
Dios, y rechaza además que el Mesías no venga de la casta sacerdotal, sino de
Galilea. Nazaret, se resiste a que Dios haya querido hacer surgir al “profeta”
haciéndole vivir oculto entre ellos como “el hijo del carpintero”; de la misma
manera fueron rechazados siempre los profetas y los enviados del Señor, de
forma que Dios hace prodigios entre los gentiles que acogen su palabra.
Dios eligió a Israel, y la elección de
Dios es irrevocable, pero ante la incredulidad o la impiedad del pueblo, Dios
puede levantar su mano para corregirlo, sin que le valga su ilusoria presunción
de ser el pueblo elegido, para permanecer impune en medio de su desvarío.
Cristo, poniéndoles delante su recalcitrante rebeldía e incredulidad, y la
libertad de Dios para buscarse amigos y fieles entre los paganos, como en
tiempos de Elías y Eliseo, les llama a una conversión que rechazan. Dios no se
ata a instituciones ni a nacionalismo alguno, por más religioso que pretenda
ser, o por más nacionalcatólico que sea; no a formalismos, sino a un corazón
que se humilla, que lo ama y que lo reconoce como su Señor. No es posible
defender nuestro cristianismo con actitudes anticristianas, ni considerarnos
hijos de la Iglesia sin el espíritu de Cristo. La soberbia, aleja siempre del
Señor. Como puede ocurrirnos a nosotros, en tantas ocasiones, Israel se alía
con su razón ebria de sí, en lugar de humillarse ante la corrección divina.
Naamán hace una profesión de fe que es
verdadera, superando las fronteras de una religión nacional al uso: “No hay más Dios que el de Israel”, pero
no hay más Israel que el de la fe, viene a decir Cristo a sus paisanos
incrédulos, que se apoyan en la carne, pero no en la fe de Abrahán, de cuya
“roca” se supone que han sido tallados.
El error está en creer que basta la letra
para servir al Señor, cuando en realidad nos obedecemos a nosotros mismos, a nuestra
propia razón y conveniencia. El hombre debe discernir los caminos de Dios y
acudir allí donde sopla el Espíritu. Como miembros de la Iglesia en la que se
encuentran todos los medios de salvación, podemos no obstante, quedarnos en un
culto externo y vacío, si nuestro corazón no está en el Señor. Servir a Dios
pasa con frecuencia por entrar en el absurdo de la razón, cruz que nuestro
orgullo rechaza, mientras la fe es entrega a Dios de nuestra mente y nuestra
voluntad.
En la Eucaristía proclamamos: este es el
sacramento de nuestra fe. Cristo que se entrega a la voluntad del Padre que le
presenta la cruz. A esta entrega de Cristo nos unimos nosotros en la medida de
nuestra fe, con nuestro ¡Amén!
Que así sea.
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