Domingo 13º del TO A

  Domingo 13º del TO A

(2Re 4, 8-11.14-16; Rm 6, 3-4.8-11; Mt 10, 37-42)

 Queridos hermanos:

       En la primera lectura se nos presenta un signo de lo que nos ha dicho el Evangelio: “Quien reciba a un profeta o a un justo, recompensa de justo, o de profeta recibirá”. Cuánto más quien reciba a Cristo, el enviado del Padre a salvarnos. La palabra nos invita a recibir la vida que nos viene de Dios con Cristo, y que se hace plena por nuestra incorporación a él a través del Bautismo. Sólo en Dios es posible nuestro acceso a la salvación, pero alcanzarlo directamente es imposible para nosotros, si no es a través de Cristo, en quien Dios ha querido hacerse cercano y dejarse conocer, mostrándonos cómo es posible serle gratos.

Nuestra relación con Dios, pasa pues, a través de nuestra acogida de Cristo. Pero Cristo ha querido dejar su presencia en el mundo en la Iglesia, continuadora de su misión, en sus “hermanos más pequeños”, en sus discípulos. A través de ellos, el mundo puede acoger a Cristo, y al Padre que lo ha enviado: “El que a vosotros recibe a mí me recibe y el que me recibe a mí, recibe a aquel que me ha enviado; el que os dé de beber tan sólo un vaso de agua por el hecho de que sois de Cristo, no perderá su recompensa.” “Id pues, y haced discípulos a todas las gentes, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo, y del Espíritu Santo; id por todo el mundo y anunciad el Evangelio”.

          Todo cuanto existe tiene una función instrumental, de medio, que debe llevarnos a Dios: nuestra vocación, misión y predestinación; quedarse en los medios es la idolatría, que trunca el sentido de nuestra existencia, contradiciendo la universal voluntad salvadora de Dios: para la vida eterna. Sólo ordenados al amor que es Dios, adquieren fundamento y entidad los demás amores. Querer compaginar el amor a Dios, a Cristo, con cualquier otro medio, y no ir a Dios como el primero y único fin, es despreciarlo y hacerse indigno de él: “Si alguno viene donde mí, y no odia hasta su propia vida, no puede ser discípulo mío”.

          Hasta la propia vida debe ser inmolada en el seguimiento y el amor de Cristo, para recibirla de él, con persecuciones, llevando la propia cruz, que puede ser total, como la de los mártires, o cotidiana como la de quienes se entregan para formar una familia cristiana.

           El Evangelio viene a esta triste condición nuestra, para sumergirla gratuitamente en la inmensidad del amor que es Dios, venciendo la muerte de nuestro miedo a inmolarnos, y a comunicarnos la libertad de una vida sin límites.

Proclamemos juntos nuestra fe.

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Sábado 12º del TO

 Sábado 12º del TO  

Mt 8, 5-17

 Queridos hermanos:

          Dios ha creado un pueblo para revelarse a él, a partir de un grupo  de esclavos, y antes de universalizar esta revelación, sale en busca de cuantos se han ido dispersando, las ovejas perdidas de la casa de Israel, primero por los profetas y finalmente a través de la predicación de Cristo, pero son los extranjeros quienes manifiestan una mayor apertura a la predicación. Ha llegado el tiempo del cumplimiento de la profecía de Isaías. Dios se manifiesta a las naciones y se anuncia la paz: “Vendrán muchos de oriente y occidente y se sentarán a la mesa con los patriarcas en el Reino de Dios.”

       Cafarnaúm, “lugar de abundancia y de consolación”, está llena de orgullo por su bienestar en medio de la Galilea de los gentiles, frontera de las naciones, que se convertirá en horizonte para la expansión de la Iglesia en su misión evangelizadora hasta los extremos confines de la tierra.

La Escritura nos muestra el paradójico ámbito de la fe, a través de pobres, pecadores y gentiles, que alcanza tanto al pobre ciego, como al vil publicano, al malhechor, o al pagano centurión, de quien hoy dan testimonio además, su humildad, y el altruismo de su caridad. Fe, humildad y caridad, son poderosos intercesores de la oración, que Dios no desoye. Cómo no entrar en la casa, de quien por la fe, lo había ya acogido en su corazón, como rememoramos en la Eucaristía.

          En el tiempo de Adviento somos situados ante esta llamada universal a la fe como respuesta personal, y como misión a las naciones, a la que somos invitados. Sea con nuestra adhesión o sin ella, la llamada debe llegar a los confines de la tierra antes que vuelva el Señor. En este tiempo nuestro, las naciones abandonan la invitación al banquete del Reino, más que seguir llegando de los cuatro vientos. Es por tanto tiempo de misión y de testimonio al que hemos sido llamados mientras se completa el número de los hijos de Dios.

Este es pues un “kairós” de vigilancia ante la venida del Señor, viviendo en su presencia, mientras nuestra mente y nuestro corazón lo aguardan para que ocupe el centro de nuestra existencia por agradecimiento a su caridad.

 Que así sea.

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Lunes 12º del TO

 Lunes 12º del TO  

Mt 7, 1-5

 Queridos hermanos:

      Detrás de esta palabra hay una afirmación clara: Todos somos pecadores, y hemos alcanzado misericordia por puro don gratuito de Dios. Lo que pretendemos corregir en los demás forma parte de nuestros defectos. La paja del ojo del hermano está también en nuestro propio ojo, pero además tenemos la viga de nuestra falta de caridad. Nuestra visión es defectuosa, porque carece de la luz necesaria de la caridad, que justifica al pecador, porque “la caridad todo lo excusa” y no lleva cuentas del mal (1Co 13, 7). Lo que creemos luz en nosotros, no es sino tinieblas. Los hombres necesitan más de nuestra oración que de nuestra reprensión. Si en nosotros no brilla la caridad, más nos vale preocuparnos de buscarla, para poder ver, antes de corregir a los demás, si no queremos ser guías ciegos y arrastrar a los demás cayendo con ellos en el hoyo.

          La caridad corrige en nosotros nuestras miserias y disimula las de los demás. Cuando se echa a faltar, se engrandecen las carencias ajenas y se disminuyen las propias, con lo que nos vemos impulsados a juzgar y a corregir en los demás, lo que deberíamos limpiar en nosotros. El problema principal no son las “briznas” de las imperfecciones propias y ajenas, sino las “vigas” de nuestra falta de caridad. Nos resulta más fácil sermonear al hermano, que ayunar, o levantarnos en la noche a rezar por sus pecados.

Sobre nosotros pende una acusación. Somos convictos de pecado; acusados en espera de sentencia. En Cristo, Dios ha promulgado un indulto al que necesitamos acogernos, y en lugar de eso, nos erigimos en jueces y nos resistimos a conceder gracia a los demás. El Señor, a esto, lo llama hipocresía, y nos invita a elegir el camino de la misericordia, que somos los primeros en necesitar. Si Dios ha pronunciado una sentencia de misericordia, en el “año” de gracia del Señor, ¿quiénes nos creemos nosotros para convocar a nadie a juicio poniéndonos por encima de Dios? Si la Ley es el amor, tiene razón el apóstol Santiago cuando dice que quien juzga, se pone por encima de la Ley, y por tanto no la cumple.

Si nos llamamos cristianos, debemos comprender que es más importante tener misericordia, que corregir las faltas ajenas y juzgar a quienes las cometen, en lugar de estar dispuestos a llevar su carga por amor, como Cristo ha hecho con las nuestras. Más importante que denunciar, es redimir. Esto no impide que ante ciertos pecados graves haya que reprender a solas al hermano, por amor, tratando de ganar al hermano, como dice el Evangelio (Mt 18, 15; Lc 7, 3). Ama y haz lo que quieras: tanto si corriges, como si callas, lo harás por amor.

En la Eucaristía, Cristo se nos entrega y nos invita a devolver lo que tomamos de esta mesa: perdón y misericordia; amor.

Que así sea.

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Domingo 12º del TO A

 Domingo 12º del TO A

(Jer 20, 7-13; Rm 5, 12-15; Mt 10, 26-33)

 Queridos hermanos:

           En el corazón humano hay una tendencia irrenunciable a la bienaventuranza eterna, pero debe enfrentar un combate para alcanzarla, que el enemigo trata de vencer, obstaculizando al hombre con la persecución.

          El amor de Cristo enfrentó y venció en este combate, a costa de su vida, en favor nuestro, por lo que nuestra victoria está asegurada si nos mantenemos adheridos a él, despreciando la violencia del enemigo contra nosotros, y confiando en su auxilio, y su poder para vencer la muerte, consecuencia del pecado, a la que fuimos sometidos por el engaño del diablo en nuestra libertad.

          La liturgia de la palabra nos presenta hoy esta persecución, que hacen referencia al pecado, por el que el hombre separándose de Dios que es la vida, quedó sumergido en la muerte. El pecado, en efecto, no es una simple transgresión de preceptos que merece punición, sino una opción libre y consciente por la muerte, que tiene consecuencias en nosotros y en toda la creación. Dice san Pablo que aunque el pecado no sea imputable sin la ley, con todo, ha hecho reinar la muerte, que es su consecuencia. Efectivamente, Cristo no ha venido a cancelar unas transgresiones de la Ley simplemente, sino a destruir la muerte que reinaba en el corazón humano y en toda la creación, y dar al hombre la posibilidad de unirse de nuevo a Dios, y a su vida eterna.

          La vida cristiana nos descubre, por tanto, frente a estas realidades, su carácter de combate. Existe el enemigo, pero ahora contamos con el auxilio y victoria de Cristo, que nos sostiene con su Espíritu.

          Jeremías, figura de Cristo, es perseguido, y lo será también la Iglesia, que es su cuerpo. Hay una persecución violenta anunciada por Cristo, que acompaña a la Iglesia desde sus comienzos: “Si a mí me han perseguido, a vosotros os perseguirán”. Pero esta persecución se vuelve contra el diablo, porque lleva en sí misma un testimonio enorme y gran cantidad de mártires.

          Hemos escuchado a Cristo decir no temáis esto, sino otra persecución que puede haceros perder también el alma, hundiéndola en la gehenna, lugar del fuego que quema y no puede purificar la llaga incurable de la libre condenación, y no del fuego purificador que cura y alcanza la salvación.

          El temor de Dios es un fruto de la fe. “¡Temed a ése!” Temed a aquel que quemará la paja con fuego que no se apaga. No hay que temer por esta vida, sino saber odiarla por la otra. Sabemos que hemos sido valorados en el alto precio de la sangre de Cristo. Que este amor expulse de nosotros el temor que quiere apartarnos de la Verdad y someternos de por vida a la esclavitud del diablo. Estamos en la mente y en el corazón de Aquel, cuyo amor es tan grande como su poder. Si hasta los cabellos de nuestra cabeza están contados, cuánto más llevará cuenta de nuestros sufrimientos y fatigas por el Reino; de nuestros desvelos por el Evangelio y de nuestra entrega por los más necesitados.

          El demonio ha aprendido por viejo y por diablo que hay otra persecución que le rinde más beneficios: seducir al hombre hasta corromperlo con el mundo y sus vanidades hasta apartar su corazón del amor de Dios. Esta es la tentación de Israel de “ser como los demás pueblos”, cuando el yugo de ser el pueblo de Dios se le hace pesado. Esta es también la tentación de la Iglesia a lo largo de la historia: meter la Luz debajo del celemín. Esta es también nuestra tentación frente a la apariencia de este mundo y de sus vanidades, sus luces y sus cantos de sirena travestidos de cultura, modernidad, progreso, placer y estado de bienestar.

          Esta palabra es pues, una llamada a la vigilancia y también a  confiar en Dios, y en su asistencia si permanecemos unidos a él.

           Proclamemos juntos nuestra fe.

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Jueves 11º del TO

 Jueves 11º del TO  

Mt 6, 7-15

 Queridos hermanos:

           En medio de los pecados de los hombres, Dios ha querido mostrar su  misericordia a través de la oración.

          Desde la oración de Abrahán con sus seis intercesiones, sólo por los justos y que se detiene en el número diez, a la perfección de Cristo, que intercede por la muchedumbre de los pecadores a cambio del único justo que se ofrece por ellos, hay todo un camino que recorrer en la fe que hace perfecta la oración en el amor. A tanta misericordia no alcanzaron la fe y la oración de Abrahán para dar a Dios la gloria que le era debida, y con la que Cristo glorificó su Nombre. En efecto, Sodoma no se salvó de la destrucción.

          Con este espíritu de perfecta misericordia, los discípulos son aleccionados por Cristo a salvar a los pecadores por los que Él se entregó.

          Hoy, la palabra nos plantea la oración y la escucha fecundas de perdón para nosotros y para los demás. Así es la vida en el amor de Dios. Necesitamos la oración para ser conscientes de nuestra necesidad de la Palabra, y para obtener el fruto de ser escuchados por Dios. La oración es circulación de amor entre los miembros del cuerpo de Cristo, abierto a las necesidades del mundo.

          La oración del “Padrenuestro”, habla a Dios de lo más profundo del hombre: su necesidad de ser saciado y liberado, y lo hace desde su condición de nueva creatura, recibida de su Espíritu. Busca a Dios en su Reino, y le pide un pan necesario para sustentar la vida nueva y defenderla del enemigo.

Dios nos perdona gratuitamente y nos da su Espíritu, para que nosotros podamos perdonar, y erradicar así el mal del mundo y para que así, seamos escuchados al pedir el perdón cotidiano de nuestros pecados. Esta circulación de amor y perdón sólo puede ser rota, por el hombre que cierre su corazón al perdón de los hermanos. “pues si no perdonáis, tampoco mi Padre os perdonará”.

          El mundo pide un sustento a las cosas, y a las creaturas. El que peca está pidiendo un pan, como lo hace el que atesora, el que va tras el afecto, el que se apoya en su razón ebria de orgullo o en su voluntad soberbia. Panes todos que inevitablemente se corrompen en su propia precariedad. Los discípulos pedimos al Padre de Nuestro Señor Jesucristo y padre nuestro, el Pan de la vida eterna que procede del cielo. Aquel que nos trae el Reino; “pan vivo” que ha recibido un cuerpo para hacer la voluntad de Dios; una carne que da vida eterna y resucita el último día. Alimento que sacia, no se corrompe, y alcanza el perdón.

          Este es el pan que recibimos en la eucaristía y por el que agradecemos y bendecimos a Dios, que nos da además el alimento material por añadidura.

           Que así sea.

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Domingo 11º del TO A

 Domingo 11º del TO A  

(Ex 19, 2-6; Rm 5, 6-11; Mt 9,36-10,8)

 Queridos hermanos:

           Se nos hace presente la centralidad de la misión de Cristo y de la Iglesia: El anuncio del Reino de Dios comenzando por el Israel creyente, de sinagoga en sinagoga por ciudades y pueblos, con las palabras y los signos que lo acompañan, compadeciéndose también de la muchedumbre abandonada a su ignorancia e impiedad. Precisamente, Cristo ha sido enviado a ellas: “A las ovejas perdidas de la casa de Israel”, aunque no descuida a las “fieles”.

En la primera lectura Dios promete su alianza a su pueblo, si escucha su voz y le obedece, pero como dice el salmo (81, 12), “mi pueblo no escuchó mi voz Israel no quiso obedecer”. Como consecuencia, la corrupción y el desorden reinan en la tierra; el pueblo anda como “rebaño sin pastor”, a la desbandada, como en la derrota frente a Ramot de Galaad (1R 22, 17), inspirando la compasión del Señor.

Como fruto de la misión, el mal retrocederá en el corazón de los hombres y Satanás caerá de su encumbramiento. «Rogad, pues, al Dueño de la mies que envíe obreros a su mies.» Pedid que Dios suscite mensajeros a los que enviar para pastorear a los que se pierden por falta de cuidado pastoral.

          Siendo el Señor quien llama, quien lo puede todo y quien quiere la salvación del hombre, invita, no obstante, a los discípulos, a sintonizar con la voluntad de Dios, mediante la oración, para unirlos a la evangelización. Qué gran fuerza la de la oración y que prioritario es en la misión y en la “pastoral vocacional” el deseo y el celo evangelizador de la Iglesia. Dios que lo puede todo, quiere nuestra sintonía con su amor y su voluntad salvadora, para que nuestra vida sea un tiempo de misión, como lo es la de Cristo mismo, unida al Padre en constante oración.

          Dios quiere someter cada carisma de salvación, a la aceptación libre y gozosa, de cada pastor y de cada hombre, como corresponde a un corazón que ama los deseos del Señor. La Iglesia tiene el corazón de Cristo: su celo por la oveja perdida, y así debe ser también el corazón de cada uno de sus miembros. Cuando Cristo envía a sus discípulos les dice: “Id más bien a las ovejas perdidas.” Es fácil encontrar pastores que se apacienten a sí mismos, que cuidan de su propia oveja, pero hay que pedir a Dios que envíe obreros a su mies; pastores que cuiden de sus ovejas, con especial celo por las descarriadas. Pastores con el corazón de Cristo, con su Espíritu, que lo hagan presente al mundo redimiéndolos como su único pastor, salvador y redentor.

         Proclamemos juntos nuestra fe.

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El Inmaculado Corazón de la Virgen María (sábado 10º del TO)

 El Inmaculado Corazón de la Virgen María

Is 61, 9-11; 2Co 5, 14-21; Lc 2, 41-51

 Queridos hermanos:

           Esta festividad  instituida por Pío XII en el año 1944,  acompaña a la del Corazón de Jesús, al que está unida como lo estuvo desde su concepción, nos ayuda a contemplar las gracias con las que María fue adornada, rindiéndole un culto propio de hiperdulía, por la santidad de su relación incomparable con Dios, madre del Hijo encarnado y esposa del Espíritu Santo.

          Todo en María nos remite al amor de Cristo, como expresa el Evangelio de las bodas de Caná, al decirnos: “Haced lo que él os diga”, y siguiendo su ejemplo de “guardar y meditar su palabra en su inmaculado corazón”. Ella, la bendita por haber creído cuanto le fue anunciado de parte del Señor.

          De su inmaculada concepción deriva su inmaculado corazón, redimido el primero en vista de los méritos de Cristo, y en orden a su llamada a dar a luz al Salvador del mundo.

          El evangelio de hoy nos presenta a la madre, comenzando a vislumbrar el resplandor de la espada que atravesará su alma, separándola por tres días del hijo de su amor, hasta reencontrarlo de nuevo en la casa del Padre, a la que también ella será asunta, y donde permanecerán inseparables sus corazones. Sagrado Corazón del Hijo, e Inmaculado de la madre.

          También nosotros estamos implicados en esta conmemoración, que nos llama a la esperanza de ver realizarse en nosotros este misterio de salvación por el que el Hijo ha sido encarnado y la madre preservada de todo mal.

          Dichosos también nosotros que creemos lo que nos ha sido anunciado de parte del Señor: Que el Espíritu Santo descendería sobre nosotros, siendo cubiertos por el poder del Altísimo, para engendrar en nosotros un hijo de Dios. Nuestra pobreza, gracias al don de Dios, no será impedimento a su promesa, como no lo fue la pequeñez de María.

           Que así sea.

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El Sagrado Corazón de Jesús A (viernes 10º del TO)

 El Sagrado Corazón de Jesús A

(Dt 7, 6-11; 1Jn 4, 7-16; Mt 11, 25-30)

 Queridos hermanos:

        Celebramos hoy esta solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús.  Aunque se tienen noticias de esta devoción desde la Edad Media (s. XII), y después con los misioneros jesuitas y San Juan Eudes, no es hasta 1690 que comienza a difundirse con fuerza, a raíz de las revelaciones a Santa Margarita María Alacoque.

Clemente XIII, en 1765 permite a los obispos polacos establecer la fiesta, en esta fecha, del viernes de la octava de Corpus Christi pero será Pío IX en 1856, quien la extienda a toda la Iglesia. Después León XIII consagra al Corazón de Jesús todo el género humano. Pío XII el 15 de mayo de 1956 publica su encíclica: Haurietis Aquas, sobre la devoción al Sagrado Corazón de Jesús.

Los misterios del Reino se revelan a los pequeños, que a través de la misericordia del Padre son conducidos al conocimiento del amor de Dios, en Cristo Jesús. Estos “cansados y agobiados” encuentran en el corazón manso y humilde de Cristo el alivio a sus fatigas.

Esta solemnidad nos lleva a contemplar el amor de Dios que como dice la primera lectura, no olvida las promesas hechas a quien le amó. Amor que se nos ha hecho cercano en Cristo, dándonoslo a cambio de nuestros pecados; amor por el que ha padecido la pasión, derramando su sangre, y por el que su costado ha sido traspasado por la lanza del soldado, herida de la que los Padres ven brotar los sacramentos de la Eucaristía y del Bautismo.

La clave de lectura de toda la creación, y de toda la Historia de la Salvación y de la Redención realizada por Cristo, es el amor por el que Dios se nos revela. Amor de entrega en la cruz de Cristo: «Venid a mí todos los que estáis fatigados y sobrecargados, y yo os daré descanso. Tomad sobre vosotros mi yugo, y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas. Porque mi yugo es suave y mi carga ligera.»  

Esas son palabras de amor en la boca de Cristo: humildad y mansedumbre, que adquieren toda su consistencia, tratándose de la persona de Cristo de incomparable grandeza y majestad. Como decía san Juan de Ávila: Si el que es grande se abaja, cuanto más nosotros tan pequeños. Si queremos que nuestra construcción sea sólida, hay que comenzarla enterrando profundamente los cimientos de la humildad. Sólo así se elevará hasta los cielos. Si el fuego del amor de Dios ha prendido en nosotros, cubrámoslo con la ceniza de la humildad para que ningún viento lo apague.

Proclamemos juntos nuestra fe.

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Jueves 10º del TO

 Jueves 10º del TO

Mt 5, 20-26

 Queridos hermanos:

           El Reino de los Cielos es Cristo, y entrar en él Reino es recibir su Espíritu, por la fe, que es incomparablemente superior a la Ley y a sus obras (a su justicia), porque no está fundamentado en el temor sino en el amor cristiano, que es la fuerza que lo impulsa y el criterio que lo gobierna. La primacía en el Reino es el amor, que es también el corazón de la ley. Por tanto, una puerta cerrada al amor lo está también al Reino. El amor, implica el corazón y es ajeno a toda justicia externa de mero cumplimiento de preceptos. Pero la plenitud del amor humano no es comparable a la del amor de Dios, que el Espíritu Santo derrama en el corazón del que cree en Cristo, haciéndolo hijo: “En verdad os digo que no ha surgido entre los nacidos de mujer uno mayor que Juan el Bautista; sin embargo, el más pequeño en el Reino de los Cielos es mayor que él (Mt 11, 11).  

          Si este amor se desprecia, se lesionan todas nuestras relaciones con Dios, quedan inútiles, porque Dios es amor. La fe queda vacía y nuestra reconciliación con Dios rota; se rompe nuestra conexión con Dios a través de Cristo. Volvemos a la enemistad con Dios. Nuestra deuda con el hermano está clamando a la justicia de Dios, como la sangre de Abel.

          De ahí la urgencia de las palabras de Jesús en el Evangelio: “Ponte a buenas con tu adversario“, expulsa el mal de tu corazón mientras puedes convertirte, porque de lo contrario la sentencia de nuestras culpas pesa sobre nosotros. El que se aparta de la misericordia, se sitúa bajo la ira del juicio. El que se aparta de la gracia se sitúa bajo la justicia sin los méritos de la redención de Cristo.

          Qué otra cosa puede importar si no se soluciona la vida de Dios en nosotros, o pretendemos vivir la nuestra a un nivel pagano contristando el Espíritu que se nos ha dado.

           Que así sea.

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Miércoles 10º del TO

 Miércoles 10º del TO

Mt 5, 17-19

 Queridos hermanos:

          Dios, que es amor, ha querido guiar a su pueblo por caminos de vida, le ha rescatado de la esclavitud de Egipto y le ha entregado la ley: “Haz esto y vivirás”. Ante la imposibilidad de cumplirla, Dios, por medio de Jeremías, ha anunciado una nueva alianza, que escribiría la ley en el corazón de los fieles. Cristo ha venido a realizar esta Nueva Alianza y la ha sellado con su sangre, haciéndola eterna. Ahora, la ley ya no es externa, sino inscrita en el corazón del creyente por el amor que derrama en él, el Espíritu.

La ley, por tanto, es santa, y se compendia en el amor: Amor a Dios y amor al prójimo. Cristo la ha cumplido, la ha llevado a plenitud, y nos ha entregado su Espíritu, para que también nosotros podamos cumplirla en el amor, pues el que ama ha cumplido la ley entera. “El que ama al prójimo, ha cumplido la ley. En efecto, lo de: No adulterarás, no matarás, no robarás, no codiciarás y todos los demás preceptos, se resumen en esta fórmula: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. La caridad no hace mal al prójimo. La caridad es, por tanto, la ley en su plenitud (Rm 13, 8-10). Porque el fin de la ley es Cristo, para justificación de todo creyente (Rm 10, 4). Cristo, unificará la ley y sus preceptos diciendo: “Este es mi mandamiento: Que os améis los unos a los otros como yo os he amado”. Ama y haz lo que quieras dirá san Agustín parafraseando a Tácito.

          La perfección de la ley necesita de la perfección del Espíritu para llevarla a su cumplimiento, porque la perfección de la ley es el amor y el amor es el Espíritu, que es quien lo derrama en el corazón del creyente. Cristo, encarnación de Dios, posee este Espíritu y puede darlo a quienes por la fe se unen a él: “Quien se une a Cristo, se hace un espíritu con él”, como dice san Pablo.

          Cuando nuestra fe se reduce al conocimiento de Dios recibido en la infancia: el catecismo o las clases de religión, la acción del Espíritu en nosotros es débil y en consecuencia lo es también nuestro amor. Fácilmente sucumbimos a la tentación. Sólo cuando nuestra fe se va fortaleciendo, crecen en nosotros la acción del Espíritu, el amor, y el conocimiento de Dios.

             A esto nos invita y nos ayuda la Eucaristía.

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Martes 10º del TO

 Martes 10º del TO

(Mt 5, 13-16)

 Queridos hermanos:

           El discípulo es la nueva creación que el Padre realiza en el hombre por el Espíritu Santo, a través de su Palabra y mediante la fe, y hemos escuchado en el Evangelio que Cristo lo denomina “sal” y “luz”, para mostrar el cometido para el que es asociado a la obra salvadora de la voluntad del Padre.

          En cuanto la sal conserva las cosas, es signo de estabilidad, de durabilidad, de fidelidad, y de incorruptibilidad como dice el libro de los Números: “Alianza de sal es ésta, para siempre” (Nm 18, 19); cualidades que se buscan siempre en cualquier pacto humano.

          Así quiere Dios que se presente el discípulo ante él, en un culto espiritual, que debe sazonarse con la sal, signo de su fidelidad al amor con el que ha sido convocado por Dios gratuitamente a su presencia: “Sazonarás con sal toda oblación que ofrezcas; en ninguna de tus oblaciones permitirás que falte nunca la sal de la alianza de tu Dios; todas tus ofrendas llevarán sal” (Lv 2, 13). 

          La entrega transformadora de la sal, por la que el discípulo se ha de ejercitar en el amor recibido gratuitamente, precede en el discípulo a su respuesta. La sal es un don aceptado que implica fidelidad. El discípulo que ha sido así, tomado del mundo y transformado para consagrarse a su servicio y que se separa después de su misión, se sume en la vaciedad y en el sinsentido más totales:  “No es útil ni para la tierra ni para el estercolero; la tiran fuera. El que tenga oídos para oír, que oiga” (Lc 14, 35).

          La necesidad de estas cualidades de la sal, viene iluminada por la sentencia del Evangelio que anuncia el “fuego” como condimento universal de toda  existencia: en efecto, todos han de ser acrisolados en el sufrimiento: “Pues todos han de ser salados con fuego” (Mc 9, 49).

          Frente al ardor que debe enfrentar toda alteridad, la sal como capacidad de sufrimiento y de perdón, es refrigerio de paz como dice el Evangelio según san Marcos: “Tened sal en vosotros y tened paz unos con otros.” (Mc 9, 50).

          La acción de la sal comienza con el dominio en las palabras. Dicen los sabios que Dios puso doble freno a la lengua: los dientes y los labios, debido a lo dañina que puede ser su falta de control, pero la ira se inflama rápidamente y se requiere la vigilancia del corazón y el bálsamo de la humillación:  “vuestra conversación sea siempre amena, sazonada con sal” (Col 4, 6). Con la fortaleza de aceptar el mal sin devolverlo, asumiéndolo con el perdón, propio de la caridad.

          La acción de la sal continúa con la tolerancia de las injurias y el despojo como dice San Pablo:  ¿Por qué no preferís soportar la injusticia? ¿Por qué no os dejáis más bien despojar? (1Co 6, 7).

          Pero el culmen de la virtud de la sal está en la aceptación del mal del que somos objeto Pues yo os digo: no resistáis al mal” (Mt 5, 39).

          El Señor ha encendido en el discípulo la luz de su amor, que le ha sacado de las tinieblas, y de los lazos de la muerte, y le ha dado la misión de mantenerla encendida y visible en el lugar eminente de la cruz, donde él la ha colocado en su Iglesia, y de llevarla hasta los confines del orbe para que el mundo reciba la vida que a él le ha resucitado, y por el conocimiento del temor de Dios, pueda ser librado de los lazos de la muerte:  De modo que la muerte actúa en nosotros, mas en vosotros la vida ”(cf. 2Co 4, 12).

          Esta es la voluntad y la gloria del Padre: Que los discípulos demos el fruto abundante de iluminar a los hombres el conocimiento de su amor, que brilla en el rostro de Cristo y de consolidarlos en la perseverancia de su salvación.

          Pretender armonizar esta vocación y esta elección que conlleva una transformación semejante y una consagración de estas características, con la vieja realidad mundana sumida en tinieblas y corrupción, será la tentación a la que los discípulos y la Iglesia misma tendrá que enfrentarse constantemente:  “Seremos como las naciones, como las tribus de los otros países, adoradores del leño y de  la piedra” (Ez 20, 32). Ya san Pablo previno de esta tentación a los fieles de Roma:  “no os acomodéis al mundo presente” (Rm 12, 2).

          El discípulo está llamado a evangelizar, y no a sucumbir a las seducciones de un mundo pervertido, asimilando sus criterios de equívoca racionalidad, aparente bondad y atrayente modernidad, travestida de realización humana cultural y científica. Así ha presentado desde antiguo el fruto mortal, el “padre de la mentira” disfrazado de luminosa sinceridad (cf. 2Co 11, 14). Tentación en definitiva, de desvirtuar la sal y de ocultar la luz bajo el celemín, de la que Cristo previene a sus discípulos, advirtiéndoles de la tremenda consecuencia que lleva consigo de “ser pisoteados por los hombres”.

          Cuando contemplamos cómo en nuestros días los hombres desprecian a la Iglesia y pisotean sus más sagrados criterios, podemos pensar que son muchas las causas de la existencia y de la actuación del “misterio de la iniquidad”, pero no podemos dejar de preguntarnos acerca de nuestra posible responsabilidad en el extravío y alejamiento de los hombres, a los que se nos ha encomendado iluminar y preservar de la corrupción, habiendo sido constituidos luz y sal para el mundo.

          El Apocalipsis anuncia la aparición de terribles bestias surgidas del abismo que asolarán la tierra en distintas épocas. Pero, ¿podemos afirmar con total convencimiento que ninguna de las causas que gestaron el Cisma de la Iglesia de Oriente, la Reforma protestante, o la Revolución francesa, son atribuibles en alguna medida a la deficiente respuesta de los discípulos a su misión de ser sal de la tierra y luz del mundo?

          ¿Acaso una medrosa actitud conservadora a ultranza e inmovilista que pone la mano en el arado y mira hacia atrás, un hermetismo doctrinal, un ritualismo de ventanas cerradas, que a fuerza de ir enrareciendo el aire, puede llegar a corromperlo hasta la asfixia, no es un meter la luz debajo del celemín?

          Son las puertas del infierno las que “no prevalecerán” ante la Iglesia, que las combate evangelizando con las armas de la luz suscitadas por el Espíritu, y no, las de una Iglesia, agazapada que trata de resistir el furibundo embate de un infierno que ha sido ya vencido en la cruz de Cristo.

          Entre ambas tentaciones: conservadora y secularizante, la Iglesia y cada discípulo estamos llamados a discernir el suave y saludable ventear de la brisa del Espíritu que “sopla donde quiere” sin dejarse predeterminar ni mediatizar en su libérrima voluntad, y sin imponerse con prepotencia y obstinación a nuestra propia voluntad, que ha sido predestinada libre, por el Amor y para amar. A nosotros corresponde la responsabilidad de no extinguir el Espíritu allí donde se manifiesta, y de no tratar de enmendar su obra con las obstinadas manipulaciones de nuestra vanidad, en una apertura humilde a la Palabra de Dios que es: “lámpara para mis pasos y luz en mi sendero”.

           Que así sea.

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Lunes 10º del TO

 Lunes 10º del TO  

Mt 5, 1-12

 Queridos hermanos:

            Dios ha creado al hombre para que comparta con él su vida beata, y ha puesto en su corazón una tendencia insaciable a la bienaventuranza que llamamos felicidad. Si tal es nuestra vocación, inscrita en lo más profundo de nuestro ser: la comunión con Dios, podemos comprender el estado constante de frustración que experimenta el hombre, en la medida de su alejamiento del objeto de su bien. Precisamente para hacer posible que el hombre alcance su bienaventuranza, de la que se había apartado por el pecado, nos fue enviado Cristo, “vida nuestra”, en quien Dios, su vida beata, y nuestra bienaventuranza, se han encarnado y se nos da por gracia en lo que llamamos el Reino de Dios.

Ante Jesús está la muchedumbre, y sus discípulos que habiendo creído en él, han arrebatado el Reino de los cielos. La muchedumbre está también llamada a poseerlo acogiendo la predicación; por eso hay dos bienaventuranzas que se refieren al presente del discípulo y el resto al futuro de la muchedumbre llamada a creer. Las bienaventuranzas referidas a los discípulos, situadas al principio y al final del discurso, abrazan a las demás y con ellas a la muchedumbre, invitándola a entrar. Los discípulos son los pobres de espíritu y los perseguidos por abrazar la justicia que viene de Dios, y que los introduce en el Reino. Ambas: pobreza y persecución, les acompañarán hasta el final del camino a la meta.

La palabra nos hace contemplar el Reino que Cristo viene a inaugurar en el corazón del hombre, completamente opuesto al espíritu del mundo. Lo poseen los humildes, y los perseguidos por abrazar la justicia. Los mansos, los atribulados, los contritos de corazón, los misericordiosos, los puros y los pacíficos, cuyo corazón debe estar conformado a Cristo, tienen la promesa de poder alcanzarlo.

Este Reino, lleva consigo una invitación a recibirlo, y un cambio total en quien lo acoge por la fe. Para algunos es esperanza, y para otros, la posibilidad de conversión, pero para todos implica un combate y un hacerse violencia que les permita arrebatarlo.

Dice el Señor que el Reino de los Cielos viene sin dejarse sentir, sin imponerse y, adquiere fuerza con nuestra adhesión humilde y libre. 

Esta pertenencia del Reino, al discípulo, se caracteriza por la humildad (pobreza espiritual, mansedumbre, paciencia en el sufrimiento), habiendo sido curado de la soberbia, y el orgullo, que son la rebeldía, a su condición de creatura. Por eso nadie puede gloriarse ante el Señor, sino por el Señor, como dice san Pablo. El Señor viene a decirnos: Quienes poseéis estos dones por causa mía, gracias a mí, ¡alegraos!, ¡gozaos! Que vuestra recompensa es grande en los cielos y de ella gozan los profetas, perseguidos antes de vosotros.

Ahora nosotros, según seamos los pobres de espíritu, los que somos perseguidos por vivir según la justicia reputada a nuestra fe, o los demás de los que habla el Evangelio, estamos llamados a ser un día, bienaventurados como los santos, en medio de la muchedumbre inmensa de la que habla el Apocalipsis (Ap 7,9). San Pablo recordará a los Tesalonicenses: Esta es la voluntad de Dios, vuestra santificación (cf. 1Ts 4,3). En los albores del Cristianismo, así se denominaba a los miembros de la Iglesia. En la primera Carta a los Corintios, por ejemplo, san Pablo dirige su discurso: “a aquellos que han sido santificados en Cristo Jesús, llamados a ser santos, junto a todos aquellos que en todo lugar invocan el nombre del Nuestro Señor Jesucristo”. La santidad consiste en que sea derramado en nuestro corazón el amor de Dios por obra del Espíritu Santo, y santo es quien se mantiene en este don, según la palabra del Señor: “Permaneced en mi amor”.

En efecto, decía el Papa Benedicto (Todos los Santos Ángelus 2007): El cristiano, es ya santo, porque el Bautismo lo une a Jesús y a su misterio pascual, pero al mismo tiempo debe convertirse, conformarse a Él, cada vez, más íntimamente, hasta que sea completada en él la imagen de Cristo, del hombre celeste. A veces, se piensa que la santidad sea una condición de privilegio reservada a pocos elegidos. En realidad, ser santo es el deber de cada cristiano, es más, podemos decir, ¡de cada hombre! Escribe el Apóstol que Dios desde siempre nos ha bendecido y nos ha elegido en Cristo, para “ser santos e inmaculados en su presencia, en el amor”.

Todos los seres humanos estamos llamados a la santidad, que en última instancia, consiste en vivir como hijos de Dios, en aquella “semejanza” con Él, según la cual hemos sido creados. Todos los seres humanos son hijos de Dios, (en sentido lato) y todos deben convertirse en aquello que “son”, por medio del camino exigente de la libertad. Dios invita a todos a formar parte de su pueblo santo. El “Camino” es Cristo, el Hijo, el Santo de Dios: nadie va al Padre sino es por medio de Él (cf. Jn14, 6).

Que la fidelidad de los Santos a la voluntad de Dios «nos estimule a avanzar con humildad y perseverancia en el camino de la santidad, siendo en todas partes testigos valientes de Cristo».

Ellos que han vencido en las pruebas, pueden con su intercesión ayudarnos ahora en el combate. Nuestra esperanza se fortalece y en ella se van quemando las impurezas de nuestra debilidad.

           Que así sea.

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Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo A

 Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo A

 Dt 8, 2-3.14-16; 1Co 10, 16-17; Jn 6, 51-59

 Queridos hermanos:

         Más conocida como la fiesta del “Corpus Christi”, tiene su origen remoto en el surgir de una nueva piedad eucarística en el Medioevo, que acentuaba la presencia real de Cristo en el Santísimo Sacramento. Las revelaciones a la beata Juliana, dieron origen a la fiesta en 1246 de forma local, hasta que el Papa Urbano IV, la extendió a toda la Iglesia en 1264. Con todo, sólo en 1317 fue publicada la bula de Juan XXII, por la que la fiesta fue acogida en todo el mundo.

En el siglo XV y frente a la Reforma protestante, la procesión del Corpus adquiere el carácter de profesión de fe en la presencia real de Cristo en el Santísimo Sacramento de la Eucaristía.

En 1849, Pio IX instituye la fiesta de la Preciosísima Sangre de Cristo, hasta que en el nuevo calendario ambas fiestas se funden en la: Solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo.

El sacramento de su cuerpo y de su sangre, en el que Cristo nos ha dejado el memorial de su Pascua: muerte y resurrección, es cuerpo que se entrega y sangre que se derrama para perdón de los pecados; es anuncio de su muerte y proclamación de su resurrección en espera de su venida gloriosa; es sacrificio redentor que espía los pecados, y trae la paz, la libertad y la salvación comunicando vida eterna.

          Superando la Ley con sus sacrificios, incapaces de cambiar el corazón humano, para retornarlo a la comunión definitiva con Dios, se proclama este oráculo divino que leemos en la Carta a los Hebreos referido a Cristo: “No quisiste sacrificios ni oblación, pero me has formado un cuerpo. Entonces dije: ¡He aquí que vengo a hacer, oh Dios, tu voluntad!” Y dice San Juan: “Y la Palabra se hizo carne y puso su Morada entre nosotros.”  Cristo, la Palabra, ha recibido un cuerpo de carne para hacer la voluntad de Dios, entregándose por el mundo y retornándolo a la vida: «Esta es la voluntad de mi Padre (dice Jesús): que todo el que vea al Hijo y crea en él, tenga vida eterna; el pan que yo le voy a dar, es mi carne por la vida del mundo.» «En verdad, en verdad os digo: si no coméis la carne del Hijo del hombre, y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna, y yo le resucitaré el último día. Porque mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí, y yo en él. «El espíritu es el que da vida; Las palabras que os he dicho son espíritu y son vida. Comer la carne de Cristo, entrar en comunión con su cuerpo, es entrar en comunión con su entrega por la salvación del mundo.

          Habiendo gustado el hombre en el paraíso el alimento mortal del árbol de la ciencia del bien y del mal, que “le abrió los ojos” a la muerte, le era necesario comer del otro árbol, situado también al centro del paraíso, que lo retornase a la vida para siempre; y así como la energía del alimento mantiene vivo a quien lo toma, así la vida eterna de Cristo, pasa a quien se une a él en el sacramento de nuestra fe, que es su cuerpo, fruto que pende del árbol de la cruz, árbol de la vida, que por la fe en Jesucristo “abre ahora sus ojos” dando acceso de nuevo al paraíso. Como dice San Pablo: Ahora, vosotros sois el cuerpo de Cristo y sus miembros (1Cor 12,27).

          Si la figura pascual del cuerpo y la sangre de Cristo llevó tan gran fruto de libertad en medio de la esclavitud de Egipto, cuánto más la realidad de la Verdad plena, dará la libertad a toda la tierra, habiendo sido entregada por el bien de toda la naturaleza humana.

          Las lecturas nos presentan el maná, figura del pan del cielo que es Cristo, que baja del cielo y da la vida al mundo. La Eucaristía es su sacramento que nos hace uno en él y nos comunica vida eterna.

 También la sangre de la alianza antigua con Moisés, figura de la sangre de Cristo, sella con los hombres una alianza eterna, con la irrupción del Reino de Dios.

El rey sacerdote Melquisedec figura de Cristo, bendice a Dios y a Abrahán padre de los creyentes; mediando entre Dios y los hombres, presenta a Dios la ofrenda, y alcanza para ellos su bendición. Ofrece a Dios pan y vino, figuras también de la propia entrega de Cristo en su cuerpo y en su sangre, alianza nueva y eterna, por cuyo memorial serán saciados y bendecidos todos los hombres, en la fe de Abrahán.

       Que nuestra lengua cante, como dice el himno eucarístico, el misterio del Cuerpo glorioso y de la Sangre preciosa que el Rey derramó como rescate del mundo. 

           Proclamemos juntos nuestra fe.

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Sábado 9º del TO

 Sábado 9º del TO  

Mc 12, 38-44

 Queridos hermanos:

           La viuda en la Escritura es siempre figura de la precariedad existencial junto al huérfano y al extranjero, y es Dios mismo quien se constituye en su valedor, instando la piedad de los fieles en su protección. En consecuencia, la viuda piadosa es siempre modelo para los fieles, de la confianza y del abandono en Dios, propios de la fe. A la consideración de esas cualidades de la fe, nos invita hoy la palabra, presentándonos a esta viuda.

          Pecar contra las viudas que se acogen al Señor, abusando de su humana desprotección como hacen los escribas del Evangelio, supone enfrentarse directamente al juicio del Señor su defensor.

          Si cabeza de la mujer es su esposo, como dice san Pablo, la Iglesia tiene a Cristo, su cabeza, en el cielo, por lo que podemos atribuirle justamente la condición de viuda, como también a cada alma fiel, y vive abandonada en su Señor confiando plenamente en él. El problema es tratar de sustituir en el corazón al Esposo por el marido (baal), como la samaritana del Evangelio; al Señor por el dinero.

          La viuda del Evangelio de hoy opta por el Señor que ve lo escondido de su corazón y lo precario de su situación; ella entrega su vida mientras otros entregan lo accesorio; ella se entrega entera, mientras otros quedan al margen de su dádiva; como decíamos ayer, la fe es una vida entregada a Dios; ponernos en sus manos y abandonarnos a su voluntad que siempre es vida y vida eterna, y se manifiesta en la llamada concreta que cada uno recibe para seguirle. No hay una llamada mejor que otra, pero es el Señor quien llama. Esta viuda da cuanto necesita mientras otros parte de sus sobras; si Dios provee todavía un tiempo de subsistencia continuará en esta vida y si no, comenzará a vivir eternamente en el Señor. Es mejor la precariedad de la confianza en Dios, que la pretendida seguridad de la abundancia. La palabra de Dios hace inagotables nuestras miserables “orzas” y “tinajas”, como a la viuda de Sarepta.

          Solamente en Dios, está la vida perdurable y de él depende cada instante de nuestra existencia. Sabiduría es saber vivir pendientes de su voluntad y abandonados a su providencia. La necedad, en cambio, es hacer de los bienes, la seguridad de nuestra vida. Lo entregado a Dios permanece para siempre, y lo reservado para uno mismo se corrompe. Lo que valoriza el don es la parte de la persona involucrada. No tanto lo que uno da, sino lo que uno se da.

          Que el don total de sí, que Cristo nos ofrece en la Eucaristía, encuentre en nosotros la correspondencia de la fe.

           Que así sea.

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Viernes 9º del TO

 Viernes 9º del TO

Mc 12, 35-37

 Queridos hermanos:

      En este evangelio Cristo trata de hacer comprender a los judíos las aparentes contradicciones con las que la Escritura envuelve la figura del Mesías, que tiene un rango más elevado que el mismo David, a quien el Espíritu Santo le hace llamarlo Señor, y a quien Dios mismo sienta a su derecha, y todo lo demás que dice de él el salmo 110: Eres príncipe desde el día de tu nacimiento entre esplendores sagrados, yo mismo te engendré como rocío antes de la aurora.

          El hijo de David está destinado a ser rey, pero para ser Señor del rey deberá ser algo más. Sólo Dios es Señor del rey y el “Hijo de David” tiene por tanto una relación con Dios muy especial que los judíos no alcanzan a comprender. Profecías como estas, anuncian sin desvelarlo, el misterio de Cristo, Hijo de Dios, que los escribas ignoran despreocupadamente sin que la predicación de Cristo les mueva lo más mínimo. No reconocen su ceguera y en consecuencia no serán curados.

          A sus discípulos les anuncia al Mesías-Siervo que podría escandalizarlos, y de hecho los escandalizará a todos en Getsemaní (cf. Mc 14, 27; Jn 16, 32), y a los judíos el Mesías-Señor que brota de la tierra, pero tiene su origen en el cielo, y está a la derecha del Padre: Tu, “Siéntate a mi derecha. El salmo 110, mesiánico por excelencia canta ambas realidades del Mesías: su señorío y sus sufrimientos, que llevarán a la victoria definitiva, al Siervo del Señor, y al Señor de David.

          El Mesías tendrá que beber del torrente, lugar de las batallas, de la purificación de los pecados y de los ídolos; lugar de sangre y lágrimas, y frontera límite de la porción del Señor. Elías bebe del torrente en el tiempo de la purificación de Israel, donde morirán los falsos profetas. Lugar también de la abundancia de las delicias del Señor, es fuerza impetuosa de los sufrimientos y también en las consolaciones. Llamado a lo más grande, el Mesías será sometido a la purificación más terrible. Aprenderá sufriendo a obedecer, como dice la Carta a los hebreos, mostrando su amor al Padre y a nosotros, abrazando el dolor. Amor que duele profundamente hasta el extremo.

          También a nosotros el Señor tiene que enseñarnos a relativizar nuestra razón y toda nuestra vida, para que busquemos su luz y su auxilio cuando los acontecimientos nos superen y parezcan contestar el amor que Dios nos tiene. Recordemos una vez más a Abrahán, que esperando contra toda esperanza, creyó, o creyendo contra toda esperanza, amó. Pero muchas veces eso nos trae sin cuidado y no aceptamos lo que supera nuestra razón, y nos escandalizamos del sufrimiento, sin entrar en el misterio amoroso del dolor, que Dios ha asumido en Cristo por nosotros. Pensamos que seguimos al Señor, pero sólo nos mueve, un idolatrado “estado de bienestar”.

          Que la oración nos ayude a encomendar nuestro espíritu en las manos del Señor.

          Que así sea.

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