Lunes 31º del TO
Lc 14, 12-14
Queridos
hermanos:
El amor de Dios es gratuito y eterno, y se hace visible y cercano a nosotros en Jesucristo, en quien se encarna el Reino de Dios. Creer en Él es participar de este amor, que es su misma naturaleza y que es vida eterna.
En
estos breves versículos, Jesús anuncia la gratuidad de su amor, presentando el
Reino de los Cielos a este fariseo que, con mentalidad mundana, busca la
recompensa caduca de la carne, amando aquello que le edifica según sus propios
intereses. El amor humano, tantas veces, no es más que un trueque. Pero Jesús
le revela la realidad del amor gratuito de Dios, que busca el bien de sus
criaturas y llama a los pecadores, a los pobres, a los cojos y a los ciegos,
invitándonos a su banquete eterno.
Cristo
le muestra este amor y le invita a recibirlo mediante la fe en Él, en quien el
Reino de Dios se hace presente: “Si conocieras el don de Dios…” Cristo es el
Reino de Dios que sale al encuentro de este fariseo, como salió al encuentro de
Zaqueo, de Bartimeo, de los leprosos… y de nosotros, hoy.
Dios
tiene preparado para el hombre un banquete gratuito y eterno de comunión con
Él: ese es el Reino de Dios. Y lo invita a entrar. Invitar al hombre a preparar
un banquete semejante es llamarlo a participar de la naturaleza divina de su
amor, mediante el don del Espíritu Santo. Aceptar esta invitación en esta vida
consiste en acoger a Cristo por la fe, en quien este Reino se hace presente.
A
esta participación deben orientarse todos los esfuerzos de la vida del hombre:
lograr que nuestro corazón se centre en el don de Dios, guiado por el tesoro de
la caridad. Quien no busca otra paga que la del amor de Dios, ciertamente no
perderá su recompensa: “Sea el Señor tu delicia (y no este mundo que pasa), y
Él te dará lo que pide tu corazón.”
La
recompensa de este amor es tan perdurable como el amor mismo, porque esa es la
paga: el amor de Dios en nuestro corazón. En el Evangelio según san Juan, el
Señor nos invita a buscar el alimento que no perece; aquí, se nos promete la
recompensa celeste que no se acaba. Naturalmente, esto implica tener dentro,
por la fe, el Reino, el Espíritu Santo, que con su testimonio interior hace
posible abandonarse en Dios y en su promesa.
Jesús
dice al fariseo, y nos dice también a nosotros hoy, aquello por lo que vale la
pena gastar la vida, angustiarse y preocuparse: “Amar a Dios con todo el
corazón, con toda el alma y con todas las fuerzas, y amar al prójimo como
Cristo nos amó: entregando su vida para invitarnos a su Reino.”
“Si
solamente para esta vida tenemos puesta nuestra esperanza en Cristo, ¡somos los
hombres más dignos de compasión!” (1 Co 15, 19). Con esta palabra se acerca a
nosotros el Reino de Dios. Ved que su salario le acompaña y su recompensa le
precede (cf. Is 40, 10).
Actúa
por amor, es decir, gratuitamente, en la negación de ti mismo, que es
inmolación; sin buscar tu interés mundano, atesora en orden a Dios, para que el
amor sea tu paga. El amor es Dios, que sabe recompensar de forma perdurable.
¡Qué
triste alegría la que dan las cosas! ¡Qué alegre tristeza la que da el amor!
¡Qué triste alegría la que dan los otros! ¡Qué alegre tristeza la que da el
Señor!