Lunes 1º de Adviento

Lunes 1º de Adviento

Is 2, 1-5; Mt 8, 5-11

Queridos hermanos:

Dios ha creado un pueblo para revelarse a él, a partir de un grupo de esclavos. Y antes de universalizar esta revelación, sale en busca de cuantos se han dispersado: las ovejas perdidas de la casa de Israel. Primero, por medio de los profetas; finalmente, a través de la predicación de Cristo. Pero son los extranjeros quienes manifiestan una mayor apertura al anuncio. Ha llegado el tiempo del cumplimiento de la profecía de Isaías que escuchábamos en la primera lectura: Dios se manifiesta a las naciones y se anuncia la paz. “Vendrán muchos de oriente y occidente, y se sentarán a la mesa con Abrahán y los patriarcas en el Reino de Dios.”

Cafarnaúm, “lugar de abundancia y de consolación”, se enorgullece de su bienestar en medio de la Galilea de los gentiles, frontera de las naciones, que se convertirá en horizonte para la expansión de la Iglesia, en su misión evangelizadora hasta los confines de la tierra.

La Escritura nos muestra el paradójico ámbito de la fe: pobres, pecadores y gentiles son alcanzados por ella. Tanto el pobre ciego como el vil publicano, el malhechor o el pagano centurión dan testimonio hoy de la fuerza de la fe, acompañada de humildad y caridad. En ellos resplandece la oración que Dios no desoye. ¿Cómo no entrar en la casa de aquel que, por la fe, ya lo había acogido en su corazón?

El Adviento nos sitúa ante esta llamada universal a la fe: respuesta personal y misión a las naciones, a la que todos somos invitados. Con nuestra adhesión o sin ella, la llamada debe llegar a los confines de la tierra, antes que vuelva el Señor. En este tiempo nuestro, más que seguir llegando de los cuatro vientos, las naciones abandonan la invitación al banquete del Reino. Es, por tanto, tiempo de misión y de testimonio, al que hemos sido convocados mientras se completa el número de los hijos de Dios.

Éste es, pues, un kairós de vigilancia ante la venida del Señor: vivir en su presencia, mientras nuestra mente y nuestro corazón lo aguardan, para que ocupe el centro de nuestra existencia, como respuesta agradecida a su caridad.

 Que así sea.

                                                             www.cowsoft.net/jesusbayarri  

 

Domingo 1º de Adviento A

Domingo 1º de Adviento A 

Is 2, 1-5; Rom 13, 11-14; Mt 24, 37-44.

Queridos hermanos:

En este tiempo de Adviento, la Iglesia se prepara para acoger al Señor, tanto en su primera como en su segunda venida, que en la liturgia de la Palabra se entrelazan hasta centrarse en la Navidad, a partir del día 17, con las ferias mayores de Adviento. Es tiempo de vigilancia, en la espera del Señor, a quien hemos conocido por la fe y a quien amamos por la obra de salvación que ha realizado en favor nuestro: Él nos amó primero. El que ama, espera; y el que espera, vela.

La venida del Señor, que la primera lectura nos presenta como promesa de paz y salvación, el Evangelio nos la anuncia como acontecimiento inesperado, que disuelve la figura de este mundo y sitúa al hombre ante el sentido trascendente de la historia.

Podemos vivir este acontecimiento de distinta manera, según sea nuestra actitud frente al Señor: acogiendo su amor, que nos invita a las bodas de su Hijo; o rechazando que venga a desposeernos del mundo que idolatramos en su falsedad seductora.

San Pablo nos exhorta a purificar nuestra actitud con una vida sobria, rechazando la idolatría y amando al Señor. También la liturgia, con este espíritu de sobriedad, se priva del canto del Gloria en este tiempo, para proclamarlo exultante junto a los ángeles en la Navidad, como hará con el Aleluya pascual durante la Cuaresma.

En efecto, el velar del que habla el Evangelio no consiste en un mero privarse del sueño, sino en la vigilancia de un corazón que ama, como dice la esposa del Cantar de los Cantares: “Yo dormía, pero mi corazón velaba” (Ct 5,2). El corazón que vigila en el amor escucha la voz del amado y lo reconoce para abrirle al instante, en cuanto llega y llama. Por eso añade: “Ábreme”. “Estén ceñidos vuestros lomos y las lámparas encendidas, y sed como hombres que esperan a que su señor vuelva de la boda, para que, en cuanto llegue y llame, al instante le abran” (Lc 12,35s). Y también: “Mira que estoy a la puerta y llamo. Si alguno oye mi voz y me abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él, y él conmigo” (Ap 3,20).

El siervo que vigila está en la voluntad de su Señor. El sueño es imagen de la muerte, y la muerte es consecuencia del pecado. Por eso, velar es caminar en la luz del Señor, que es Amor, y es amar: Yo dormía, pero mi corazón amaba, y por eso la voz de mi amado oí.

Cuando venga el Señor, sólo quien lo ama lo reconocerá; sólo quien vela lo acogerá: “Dichosos los siervos a quienes el Señor, al venir, encuentre despiertos, en pie, en gracia. Yo os aseguro que se ceñirá, los hará ponerse a la mesa y, yendo de uno a otro, les servirá”. Como hacemos en la Eucaristía: banquete de las bodas con el Señor.

San Pablo hace una llamada a la sobriedad, de modo que también el cuerpo vigile y ayude a la vigilancia del corazón. La sobriedad del cuerpo mantiene vigilante el espíritu. Cuando disminuye el deseo del Señor, nuestro corazón se enreda en los afectos terrenos de las cosas y de las personas, y se va instalando en lo que es de por sí caduco. Como consecuencia, se corrompe con los goces inmediatos, que, al no saciar, exigen cada vez más satisfacción, en un vano intento de plenitud que nunca se alcanza.

Como dijo Juan Pablo II: Con esta perspectiva, el cristiano puede tener la cabeza erguida y asociarse a la invocación que, según el Apocalipsis, es el suspiro más profundo que el Espíritu Santo ha suscitado en la historia: “El Espíritu y la novia dicen: ¡Ven!” (Ap 22,17). Esta es la invitación final del Apocalipsis (22,17.20) y del Nuevo Testamento: “Y el que lo oiga diga: ¡Ven! Y el que tenga sed, que se acerque; y el que quiera, reciba gratis agua de vida... ¡Ven, Señor Jesús!”                            (Catequesis del 3-7-1991)

             Proclamemos juntos nuestra fe.                                                                                                                                                        www.cowsoft.net/jesusbayarri  

Sábado 34º del TO

Sábado 34º del TO

Lc 21, 34-36

Queridos hermanos:

Como estamos viendo en estos días, es necesario estar preparados para el encuentro con el Señor, así como lo fue para aquellos sobre quienes vino la destrucción de Jerusalén. También a nosotros se nos removerán todas las cosas: la rutina diaria, nuestros proyectos, nuestros planes, y hasta de la misma vida se nos privará un día.

Nuestra preparación está en la vigilancia del corazón, en el deseo del encuentro con el Señor. Y si bien este deseo debe ser constante, ha de orientarse también hacia el encuentro definitivo.

Pero, como no somos ángeles y estamos sometidos a la concupiscencia, es necesario ejercitar también nuestro cuerpo en la vigilancia, para que el espíritu persevere en la oración. Porque cuando decae este deseo del Señor, nuestro corazón se enreda en los afectos terrenos de las cosas y de las personas, y se va instalando en lo que, por sí mismo, es caduco. Como consecuencia, se corrompe con los goces inmediatos, que al no saciar, exigen cada vez una satisfacción mayor, en un vano intento de plenitud que nunca se alcanza.

Acordémonos de la semilla que cae entre abrojos y es sofocada por las preocupaciones del mundo, los placeres de la vida y el afán de las riquezas.

Somos invitados, pues, a ceñirnos con la esperanza que nace del amor, y con el discernimiento de lo importante y definitivo, aquello que verdaderamente saciará nuestro corazón. Velemos, entonces, mediante la sobriedad de nuestros sentidos y la pureza de nuestros afectos, como la esposa del Cantar en medio de los sueños de esta vida. Y así escucharemos al Esposo que viene en la noche a llamar a nuestra puerta, para llevarnos a la posesión de su Reino en las bodas eternas, donde desea unirse con nosotros para siempre.

            Que así sea.

                                                             www.cowsoft.net/jesusbayarri  

Viernes 34º del TO

Viernes 34º del TO

Lc 21, 29-33

Queridos hermanos:

Hoy la liturgia nos ofrece una mirada escatológica a través de ambas lecturas, propia de este tiempo en el que concluye el año litúrgico. El discurso de Cristo tuvo un alcance inmediato, referido a la eclosión del Reino que llega con Él; sin embargo, en los Evangelios aparece en ocasiones amalgamado con la escatología. Lo que acontece con la visita del Señor y con el juicio, acontece también con la irrupción del Reino: hay una primera manifestación y una definitiva.

El Reino irrumpe humildemente con la predicación de Cristo, y sólo con la conmoción que supondrá la destrucción de Jerusalén dejará su fase embrionaria para desplegarse, alcanzando una primera plenitud en su desarrollo durante mil años y llegando a hacerse universal. El Apocalipsis anuncia, además, una conmoción cósmica, en la que la figura de este mundo pasará para dar lugar a los cielos nuevos y a la tierra nueva, donde el Reino eterno de Dios alcanzará su expansión y plenitud definitiva, precedido por las señales que anuncian la cercanía del Señor en su venida gloriosa.

En la medida en que el Reino alcanza su plenitud, como meditábamos ayer, este mundo se disuelve. Lo provisional da paso a lo definitivo, y al parto de los cielos y la tierra nuevos le acompañarán los dolores del alumbramiento, como cuando se da a luz una nueva vida. En el tiempo de los frutos todo será cosechado: el bien y el mal; pero cada uno recibirá su paga correspondiente, como en la parábola de la cizaña.

El abismo del mal se agitará en los cuatro puntos cardinales, consciente de que le queda poco tiempo. Su fin se acerca, vomitando enfurecido las abominables bestias anunciadas por el profeta Daniel y por el Apocalipsis, cuyos engendros llegan hasta nuestros días.

Comunismo, fascismo, masonería, satanismo, terrorismo, fundamentalismo, feminismo, ideología de género y otras corrientes son signo de la agitación y efervescencia del mal ante el advenimiento definitivo del Reino de Dios. Frente a estos monstruos necesitamos discernimiento.

La cizaña será reducida a cenizas y aniquilada, como la muerte; pero no perecerá ni un solo cabello de nuestra cabeza. El Señor nos resucitará y nos llevará con Él, mientras pasa la figura de este mundo.

La Revelación de Dios en su Palabra nos ofrece las claves para el discernimiento, que nos permite vislumbrar en los acontecimientos la irrupción del Reino y la venida de Cristo, que está cerca, a las puertas. Se acerca nuestra liberación, y con ella debe afianzarse nuestro testimonio de Jesús y nuestra vigilancia. Todas las falacias de las ideologías colapsarán sobre sus pretendidas certezas, y sus seguridades se precipitarán en la más tremenda ruina. La subsistencia exigirá discernimiento y perseverancia en la fe.

Ante la Eucaristía, realidad sacramental, este es el horizonte que hoy se nos presenta mientras esperamos, exhalando —como dijo san Juan Pablo II en su catequesis del 3 de julio de 1991— el suspiro más profundo que el Espíritu Santo ha suscitado en la historia, unido a la Iglesia: “¡Ven, Señor!”. “El Espíritu y la Esposa dicen: ¡Ven!” (Ap 22,17).

¡Maran-atha! ¡Que pase este mundo y que venga tu Reino!

Que así sea.

                                         www.cowsoft.net/jesusbayarri  

 

 

 

Jueves 34º del TO

Jueves 34º del TO

Lc 21, 20-28

Queridos hermanos:

Ante el Adviento, la Iglesia concentra su atención en la contemplación de la venida del Señor, invocándolo unida al Espíritu: ¡Maran-atha! ¡Ven, Señor! ¡Que pase este mundo y que venga tu Reino!

Esta palabra, centrada en la venida del Señor, está en conexión con la profecía de Malaquías: “Vendrá a su templo el Señor; será como fuego de fundidor y como lejía de lavandero.” El templo, contaminado con la “abominación de la desolación”, será arrasado, y con él Jerusalén sufrirá las consecuencias de su idolatría. Así será en la última venida del Señor: no sólo Jerusalén, sino toda la creación será purificada de los ídolos y de la corrupción a la que la sometió el pecado. Nosotros, ante la venida intermedia del Señor, también debemos apartar el corazón de toda idolatría, no sea que la purificación traiga sobre nosotros la destrucción.

“Vienen días”, dice el Señor, que convulsionarán al mundo con “señales” terribles en el cielo, llenando de “angustia, terror y ansiedad” la tierra. Será misericordia de Dios para llamar a conversión a quienes, desoyendo su palabra, han puesto su corazón en las criaturas y en las vanidades del mundo.

A la agitación de la naturaleza seguirá el retorno del “Germen justo, el Señor, nuestra justicia”, nuestro Señor Jesucristo: “Verán venir al Hijo del hombre en una nube con gran poder y gloria”, que viene a liberar a los justos.

Después, el combate contra los enemigos habrá concluido. La carne estará vencida y la apariencia de este mundo habrá pasado. El corazón ejercitado en la sobriedad estará pronto para acoger al Señor, y en pie lo recibirá.

Excitar el deseo de su venida es obra del amor, que vela porque ansía la presencia del ser amado y nada le da sosiego en la separación más que la esperanza. Indiferente a cualquier estímulo, cualquier padecer le resulta insignificante. Su gozo es amar, y su complacencia está fuera de sí, entregada. Compadecido del triste desamor, el Amor busca al amado hasta la muerte, negándose para encontrarlo. Lo llama hasta hallarlo, lo salva cuando se acerca, y llena su corazón.

¡Ven, Señor!

          Que así sea.

                                                             www.cowsoft.net/jesusbayarri  

 

 

 

Miércoles 34º del TO

Miércoles 34º del TO 

Lc 21, 12-19

Queridos hermanos:

Dios quiere que todos los hombres se salven e inspira en los discípulos de Cristo un testimonio final, marcado por su entrega total y sostenido por la asistencia de su Espíritu. Deberán sufrir una gran persecución del maligno, desesperado al ver acercarse su hora fatal. Exasperado por la inminencia de su derrota definitiva, el mal se volverá contra nosotros, y seremos perseguidos hasta la muerte para su propia ruina. Este será el momento de nuestro testimonio de la Verdad y de reinar con Cristo sobre nuestros enemigos, para que sean evangelizados por nuestro perdón gratuito, que reproduce el amor de Dios hacia nosotros y manifiesta el tiempo de la misericordia divina, en busca de la salvación de los impíos.

El Espíritu Santo será nuestra fortaleza frente a los sufrimientos, en los que seremos sostenidos para que “no perezca ni un cabello de nuestra cabeza, y con nuestra perseverancia salvemos nuestras almas.” Este es el momento del testimonio para el que hemos sido llamados: mostrar la fe que profesamos, confesar que Dios es el único sentido de nuestra vida, hacia quien tiende nuestra “esperanza dichosa,” fruto del amor que el Espíritu Santo ha derramado en nuestros corazones. Por Él podemos “odiar” esta vida y las cosas del mundo, en favor de cuantos Dios ha amado, derramando por ellos la sangre de su Hijo.

Que el amor nos mantenga vigilantes, con el discernimiento de la fe, a salvo de los engaños constantes del maligno, que desde el principio ha pretendido “ser.” Detrás de cada falso mesianismo resuena una palabra del Señor que nos despierta y nos purifica. Los ataques a la fe son temibles por su violencia, pero aún más por su seducción hacia un engañoso bienestar y una falsa paz idolátrica. Se necesita la iluminación de la cruz y de la historia para reconocer en ellas al Señor. Y, por último, cuando las fuerzas del cosmos sean sacudidas, la salvación estará en perseverar.

A la asistencia y fortaleza del Espíritu deberá unirse la perseverancia que conduce a la victoria, posible únicamente cuando la fe y el amor sostienen la osadía de la esperanza, con la paciencia, en medio de las tribulaciones. Será necesario renunciarse totalmente, permaneciendo en el don gratuito del amor de Dios, y así guardarse para la vida eterna.

            Que así sea.

                                                   www.cowsoft.net/jesusbayarri  

Martes 34º del TO

Martes 34º del TO

Lc 21, 5-11

Queridos hermanos:

En este martes de la última semana del año litúrgico, la profecía de Daniel nos presenta la interpretación del sentido de la historia a la luz del acontecimiento de la irrupción del Reino de Dios, revelado por el Señor a su pueblo a través del profeta. Lo importante no es si Nabucodonosor recibió esta revelación, sino que la recibió el pueblo de Dios y, con él, todos los pueblos de la tierra. El desvanecerse de los imperios de este mundo y el afianzarse del Reino de Dios son procesos simultáneos en el devenir de la historia. Cuando la última de las potencias haya sido pulverizada, “la semilla del Reino” alcanzará la plenitud de su desarrollo.

Aunque todos los signos descritos en el Evangelio pueden considerarse cumplidos antes de la caída de Jerusalén en el año 70 de nuestra era, dando paso a la irrupción del Reino en Cristo, hoy su luz continúa proyectándose hacia la instauración definitiva en la Parusía, meta de toda esperanza cristiana y también de la creación entera.

Hay “preguntas equivocadas”, como la que hoy aparece en el Evangelio, a las que Cristo se niega a responder: ¿Cuándo sucederá esto, Señor? Precisamente la incertidumbre del momento debe proveer sabiduría para la vigilancia incesante que brota del amor. Además, en cada generación la persecución y la seducción se harán presentes, ya sea externa o internamente, y es necesario estar preparados.

El Señor, con esta palabra, nos recuerda la provisionalidad de las realidades terrenas, que deben dar paso a las definitivas con su venida. Poner el corazón en lo pasajero es, además de una forma de idolatría, una necedad que siempre defrauda a quienes se apoyan en los ídolos. La fe, en cambio, nos ayuda a trascender en el Señor, roca firme, para recibir de Él fortaleza ante los acontecimientos y discernimiento frente a los falsos mesías y profetas que intentarán seducir a muchos.

¡Cuántas sectas y cuántos falsos mesianismos han surgido y existen en nuestros días, arrogándose la identidad cristiana! También antes de la destrucción de Jerusalén aparecieron falsos mesías, respecto de los cuales previno el Señor diciendo: “No les sigáis”. Perseverad en la fe de la Iglesia, sin escandalizaros de sus defectos ni de sus excesos, de sus manchas ni de sus arrugas. Que no se enfríe vuestra caridad. No os aterréis por la violencia que acompañará la contradicción de mi nombre, viene a decirnos el Señor.

¡Qué grande es la bondad del Señor! Antes de que nos sorprenda el mal irremediable, permite males menores —aunque puedan ser grandes, incluso globales— para prevenirnos y hacernos reaccionar. “Ahora, el que tenga bolsa, que la tome, y lo mismo alforja; y el que no tenga, que venda su manto y compre una espada” (Lc 22, 36). “Despierta tú que duermes, levántate de entre los muertos y te iluminará Cristo.”

El amor nos mantiene vigilantes, con el discernimiento de la fe y de la esperanza, y nos preserva de los engaños constantes del maligno, que desde el principio ha pretendido “ser”. Detrás de cada falso mesianismo hay una palabra del Señor que nos despierta y nos purifica, si tenemos discernimiento para reconocer las trampas del “mentiroso y padre de la mentira”. Los ataques a la fe son temibles por su violencia, pero quizá más aún lo es la seducción diabólica hacia un engañoso “estado de bienestar”, de “paz y seguridad”, confiando ilusoriamente en una “calidad de vida sostenible” y en una ideología de pretendido progresismo que conduce al abismo. Se necesita la iluminación de la cruz y de la historia para reconocer al Señor en los acontecimientos y resistir al tentador, camaleónico embustero, y a sus encendidos dardos.

Que el Señor nos conceda, en la Eucaristía, unirnos al esperanzado grito de la Iglesia: “¡Maran atha!” ¡Que pase este mundo y que venga tu Reino!

            Que así sea.

                                                   www.cowsoft.net/jesusbayarri  

 

Lunes 34º del TO

Lunes 34º del TO       

Lc 21, 1-4

Queridos hermanos:

La viuda, en la Escritura, es siempre figura de la precariedad existencial, junto al huérfano y al extranjero. Es Dios mismo quien se constituye en su valedor, instando la piedad de los fieles para su protección. En consecuencia, la viuda piadosa es siempre modelo para los creyentes de confianza y abandono en Dios, propios de la fe. “La que de verdad es viuda, tiene puesta su esperanza en el Señor y persevera en sus plegarias y oraciones noche y día” (1Tm 5,5). La acompaña el testimonio de sus bellas obras: haber educado bien a los hijos, practicado la hospitalidad, lavado los pies de los santos, socorrido a los atribulados y ejercitado toda clase de buenas obras (1Tm 5,10). A la consideración y adquisición de esas cualidades quiere invitarnos hoy la Palabra, presentándonos a esta viuda.

Si la cabeza de la mujer es su esposo, como dice san Pablo, a la Iglesia —que tiene a Cristo, su Cabeza, en el cielo— puede atribuírsele justamente la condición de viuda. Lo mismo sucede con cada alma fiel, que vive abandonada en su Señor, confiando plenamente en Él. El peligro está en sustituir en el corazón al Esposo por el “marido” (baal), como la samaritana del Evangelio; sustituir al Señor por el dinero. Sólo el Señor es necesario para vivir. Ni siquiera la comida es tan necesaria. Santa Catalina de Siena apenas comía y no por ello moría. Sólo Dios basta, como dirá santa Teresa.

La viuda del Evangelio opta por el Señor, que ve lo escondido de su corazón y lo precario de su situación. Ella entrega su vida, mientras otros entregan lo accesorio. Ella se da entera, mientras otros quedan al margen de su dádiva. Ella ofrece lo que necesita, mientras ellos dan parte de sus sobras. Si Dios le concede todavía un tiempo de subsistencia, continuará en esta vida; en caso contrario, comenzará a vivir eternamente en el Señor. Es mejor la precariedad que supone confiar en Dios que la pretendida seguridad de la abundancia de bienes. La Palabra de Dios hace inagotables nuestras miserables “orzas” y “tinajas”, como en el caso de la viuda de Sarepta.

Sólo en Dios está la vida perdurable, y de Él depende cada instante de nuestra existencia. Sabiduría es saber vivir pendientes de su voluntad, abandonados a su providencia. Necedad, en cambio, es hacer de los bienes la seguridad de nuestra vida. Lo entregado a Dios permanece para siempre, mientras lo reservado para uno mismo se corrompe.

Lo que valoriza el don es la parte de la persona involucrada: no tanto lo que uno da, cuanto lo que uno se da. Ya desde el Antiguo Testamento la promesa de la vida se hace al amar con todo el corazón, con toda el alma y con todas las fuerzas; con todo el ser.

Lo importante es confiar en el Señor, sirviendo a su generosidad con amor y a su amor con generosidad, sin mirar excesivamente la recompensa, siendo Dios quien da el incremento. El secreto, como en el caso de esta viuda, no está en dar mucho o poco, sino en darse por entero; en hacer de la vida un don.

Que el don total de sí que Cristo nos ofrece en la Eucaristía encuentre en nosotros la correspondencia de la fe.

         Que así sea.

                                                  www.cowsoft.net/jesusbayarri  

Domingo 34º del TO C "JESUCRISTO REY DEL UNIVERSO"

Domingo 34º del TO C “JESUCRISTO REY DEL UNIVERSO”

2S 5, 1-3; Col 1, 12-20; Lc 23, 35-43

Queridos hermanos:

Celebramos hoy la solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo, con la que siempre concluimos el año litúrgico, recapitulando todo en Cristo, por quien y para quien todo fue hecho.

Para celebrar la realeza de Cristo, la Iglesia contempla en la liturgia: En el Evangelio de Mateo, a un Rey que ha sufrido hambre, sed, desnudez, enfermedad y prisión. En el Evangelio de Marcos, a Jesús condenado a muerte. En el Evangelio de Lucas, al Señor crucificado.

Entonces, ¿en qué ha consistido su reinado? En dar testimonio de la Verdad del amor de Dios, deshaciendo la mentira del diablo.

¿Y cómo ha dado ese testimonio? Muriendo por nosotros en la cruz para perdonar el pecado; amándonos hasta la muerte para destruir la muerte. Este es nuestro Rey, y este es nuestro Dios.

Ante Pilato, Cristo prefiere el título de “testigo de la Verdad” como expresión de su realeza, porque es así como se hace posible su reinado en este mundo: testificando la verdad del amor de Dios con la entrega de su propia vida. “Nadie me quita la vida, la doy yo voluntariamente”, deshaciendo al mismo tiempo la mentira diabólica con el perdón de los pecados y el don del Espíritu Santo.

La Palabra nos hace comprender que el Reino universal de Cristo sitúa al hombre en la eternidad gloriosa de Dios, como germen de una Nueva Creación que es su Iglesia. Cristo, en la cruz, identifica su Reino con el Paraíso cuando escucha la súplica del ladrón. El Paraíso remite al mundo anterior a la muerte del pecado, en el que Dios reinaba en el corazón de todo lo creado. Pero cuando el hombre, escalando el árbol de la ciencia del bien y del mal, expulsó a Dios de su corazón, se excluyó a sí mismo del Paraíso, abrió la puerta al reinado de las tinieblas y cerró su acceso al árbol de la Vida.

De ese Paraíso fue expulsado el hombre por el pecado, hasta que Cristo, constituido en Puerta abierta por la llave de la Cruz, le testificara la Verdad del amor de Dios y, por la fe, le franqueara de nuevo el paso al árbol de la Vida que está en el Paraíso de Dios (cf. Ap 2,7), para que Dios reinara otra vez en su corazón. Que la puerta esté abierta indica que el pecado ha sido perdonado. Cristo había dicho que el Reino sufre violencia; está implicado en un combate en el que hay que adentrarse para arrebatarlo. Es necesario reconocerse pecador, suplicar el perdón de Dios y acoger su oferta de misericordia en el Evangelio mediante el Bautismo.

El malhechor pudo entonces cambiar la maldición de su condena por la bendición de la Cruz de Cristo. Maravilloso intercambio adquirido por la confesión de la fe y por la invocación del Nombre de Jesús. He aquí las virtudes misteriosas de la gracia que brotan de la cruz: mientras Pedro, ante la cruz, niega a Cristo, el malhechor colgado en lo más alto de ella lo proclama Señor. He aquí los frutos de la fe: ver a un crucificado y reconocer al Rey. La gracia que actúa en lo secreto del corazón espera el momento apropiado para manifestarse. Recordemos a Bartimeo, a Zaqueo o a la Samaritana, mientras hoy recordamos a quien la tradición llama “Dimas”. La invocación del Nombre de Jesús y el reconocimiento de su reinado han obtenido de Cristo las palabras más emocionantes del Evangelio: “Hoy estarás conmigo en el Paraíso”.

Acoger a Cristo es acoger al que lo envió, ante quien el pecado se disuelve, porque “nunca las aguas torrenciales podrán apagar el Amor, ni anegarlo los ríos”.

Los esfuerzos del diablo para impedir que Cristo subiera a la cruz —ya desde las tentaciones del desierto— y las continuas imprecaciones para lograr que se bajara de ella sin franquear la puerta del Paraíso, no tuvieron éxito. Sólo el diablo, envidioso testigo del Edén, podía reconocer el árbol de la Vida trasplantado en el Gólgota, desnudo de sus hojas y sus frutos. Cristo, extendiendo sus manos sobre él, comió de su invisible fruto y lo dio también al ladrón. Se abrieron las puertas del Reino y también las de la prisión mortal. “La trampa se rompió y escapamos”. Cristo reina, y la humanidad es invitada a arrebatar, como el ladrón, su acceso al Reino. En Cristo hemos sido “sacados del dominio de las tinieblas y trasladados al Reino del Hijo de su amor, por cuya sangre hemos recibido la redención y el perdón de los pecados”.

Por un proceso, propio de la naturaleza caída, mientras vivimos nuestra vida se va agotando hasta extinguirse. Por el proceso sobrenatural de la vida nueva de la fe, mientras la entregamos, nuestra vida progresa hasta hacerse eterna. Convertir este proceso natural en sobrenatural es posible únicamente mediante el acceso al árbol de la Vida. Como cantamos en la liturgia: “El árbol de la Vida es tu cruz, oh Señor”. Para entrar en el Paraíso en este mundo, hay que subir a la cruz, que Cristo ha revelado como árbol de la Vida y puerta abierta del Paraíso. Los mártires, exclamando: “¡Viva Cristo Rey!”, afirman con su entrega el testimonio de Cristo acerca del amor del Padre.

Así como a nuestros padres “se les abrieron los ojos” a la “muerte sin remedio” al creer la mentira primordial del diablo y comer del árbol de la ciencia del bien y del mal, así se le abrirán los ojos a la Vida Eterna al que coma ahora del fruto del árbol de la Vida, como les ocurrió a los discípulos de Emaús y al ladrón crucificado con Cristo. Porque “el que come mi carne tiene Vida Eterna”. Abramos, por la Eucaristía, sacramento de nuestra fe, la puerta del Paraíso, comulgando con la muerte de Cristo y entremos en su Reino bebiendo del cáliz de la Nueva y Eterna Alianza.

            Proclamemos juntos nuestra fe.

                                                                       www.jcowsoft.net/jesusbayarri  

Santa Cecilia

Santa Cecilia  

Lc 20, 27-40

Queridos hermanos:

Conmemoramos hoy a santa Cecilia, virgen y mártir del siglo III, noble romana que entregó su vida por la fe y fue sepultada en la catacumba de san Calixto. A ella se le atribuye la conversión de su esposo Valeriano, de su cuñado Tiburcio y también del funcionario Máximo, encargado de ajusticiarlos por orden del Prefecto, pero que, iluminado por la gracia, murió igualmente mártir junto a ellos. El acta de su martirio, redactada en el siglo V, nos transmite el testimonio de una fe firme y de una esperanza que no se doblega ante la persecución.

Hoy la Palabra nos invita a fijar nuestra mirada en la vida eterna de la Resurrección, de la cual tenemos, por la fe, una “esperanza dichosa”, porque será una vida con Cristo en Dios. Pero esta esperanza no todos la comparten, pues “la fe no es de todos”, como decía san Pablo. No todos comprenden las Escrituras ni el poder de Dios (cf. Mt y Mc); el Maligno se sirve de aquellos a quienes ha engañado para atacar nuestra esperanza y tratar de destruir nuestra fe. Necesitamos ser “consolados y afirmados en toda obra y palabra buena” en el combate contra el Maligno y en la misión del testimonio que supone la vida cristiana. Así podremos alcanzar a ser dignos de la Resurrección y de tener parte en el mundo venidero, en el que no existirá la muerte, como nos ha dicho el Evangelio, sino solamente los hijos de Dios: los santos, viviendo en el servicio del Señor. Una vez recuperados nuestros miembros, viviremos en comunión con los santos, en una unión virginal con el Señor, que se nos entregará totalmente en la posesión de la visión, haciéndonos un solo espíritu con Él.

Dios creó a los ángeles, espíritus puros; pero al hombre quiso hacerlo con la capacidad de colaborar con Él en la creación de otros hombres, transmitiendo la imagen de Dios que había recibido, hasta que se completara el número de los hijos que Dios quiso llamar a la gloria (cf. Hb 2, 10): “Muchedumbre inmensa que nadie podía contar” (Ap 7, 9). Para ello lo hizo fecundo, dándole un cuerpo sexuado. Cuando se complete el número de los hijos de Dios y ya no puedan morir, la humanidad dejará de procrear y seremos como ángeles en los cielos.

Ahora, mientras perdura este “hoy”, estamos llamados a dar razón de nuestra esperanza, afianzados en la palabra buena del Evangelio y en la obra de la evangelización, por nuestro Señor Jesucristo, que nos ha amado y consolado gratuitamente. Él nos guardará del Maligno y nos sostendrá en el combate, con la tenacidad de Cristo en su amor.

Por la fe vivimos en la esperanza dichosa de la vida eterna, que nos ha sido prometida y está operante en nosotros, pero que recibiremos en plenitud en la Resurrección. La Caridad la visibiliza como garantía de la vida nueva recibida de Cristo, por la efusión del Espíritu en nuestros corazones y la comunión con su cuerpo y su sangre en la Eucaristía. “Sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida, en que amamos a nuestros hermanos.”

  Que así sea.

                                        www.cowsoft.net/jesusbayarri

 

 

Viernes 33º del TO

Viernes 33º del TO 

Lc 19, 45-48

Queridos hermanos: 

En el Evangelio de hoy contemplamos a Jesús visitar el templo de un modo distinto al habitual, manifestando un celo (cf. Sal 69, 10) y una autoridad singulares. Esa es la autoridad que perciben los judíos en Él, pero que no quieren reconocer. El Señor entra en la casa de su Padre, en su propia casa, con autoridad. Es el día de su “visita”; se hace presente el juicio, comenzando por la casa de Dios. Se ha agotado el tiempo del templo y de la higuera, como se agotará el tiempo de toda la creación, incluida la humanidad misma. Es el Señor quien visita para pedir cuentas, y es necesario presentar fruto. Es el tiempo del juicio: ya no es “tiempo de higos”, de sentarse bajo la parra y la higuera, ni volverá a serlo jamás. Jesús anticipa proféticamente su visita al templo y a la higuera, como anticipó su “hora” en Caná de Galilea. Con la higuera sucede lo que ocurrirá con el templo: el Señor no encuentra fruto de trato con Dios, sino idolatría del dinero, negocio e interés. El templo será arrasado; se secará como la higuera, “porque no ha conocido el día de su visita”. Ya no podrá dar fruto jamás; ningún ídolo comerá de él.

El profeta Malaquías lo había anunciado: “Voy a enviar a mi mensajero a allanar el camino delante de mí, y enseguida vendrá a su templo el Señor a quien vosotros buscáis. ¿Quién podrá soportar el Día de su venida? ¿Quién se tendrá en pie cuando aparezca? Porque será como fuego de fundidor y lejía de lavandero. Se sentará para fundir y purgar. Purificará a los hijos de Leví y los acrisolará como el oro y la plata” (cf. Ml 3, 1-3). Los saduceos se habían adueñado del culto y del templo, aprovechándose de él, obligando a que todas las transacciones para los sacrificios se hicieran con su propia moneda, provocando la presencia de cambistas, el mercado de animales y el negocio.

El templo, lugar de la presencia de Dios en medio del pueblo, fruto del acercamiento divino para recibir un culto agradable a sus ojos —seguridad y fortaleza del corazón del hombre— estaba destinado a acoger en oración a todos los pueblos (cf. Is 56, 7). Pero el Señor no comparte su culto con la idolatría del corazón, que lo convierte en ritualismo externo, impío y perverso, sin contenido verdadero. Esa idolatría, “cueva de bandidos”, ya denunciada por Jeremías (cf. Jr 7, 11), fue la causa de que quedara abandonada su morada en Siló, y será también la causa de la destrucción del templo de Jerusalén en tiempos de Jeremías y, definitivamente, después de Cristo.

Los sacerdotes y escribas no soportan que Jesús denuncie su corrupción; no descansarán hasta eliminarlo, como Israel persiguió siempre a los profetas en vez de convertirse. Cuestionan su autoridad en lugar de arrepentirse de su infidelidad. Por eso el templo será abandonado definitivamente, entregado vacío a la destrucción: “El velo del Santuario se rasgó en dos, de arriba abajo” (Mc 15, 38). El Santo de los Santos ya no tenía nada que guardar, ni el velo nada que velar. Lo escuchamos en el Evangelio: “Vuestra casa quedará desierta.” Dios había preparado ya un nuevo templo en Cristo y en la Iglesia, que es su cuerpo, edificado con piedras vivas: “Casa de oración para todos los pueblos”, según la universalización del culto anunciada por Isaías (cf. Is 56, 7).

El templo y la presencia de Dios pasan de la figura a la realidad en Cristo: Dios está con nosotros. Su cuerpo, verdadero templo, hace presente a Dios en el mundo, en la Iglesia, en quien habita el Espíritu Santo por la fe.

Este verdadero templo se fundamenta en la predicación del Evangelio de Cristo, se edifica por la caridad y los sacramentos, y se destruye por el pecado. Cuando se profana por la idolatría, se enciende la ira del Señor, que viene a purificarlo porque “le devora el celo por su casa”. “¿Quién resistirá el día de su venida?”, como dijo Malaquías.

De la misma manera, en el nuevo templo del corazón del hombre se hará presente el celo del Señor por su casa, para purificarlo de toda idolatría y poder hacer de él su morada.

            Que así sea

                                                  www.cowsoft.net/jesusbayarri  

Jueves 33º del TO

Jueves 33º del TO

Lc 19, 41-44

Queridos hermanos:

Como escuchábamos el otro día en el Evangelio de la expulsión de los vendedores del templo, el día de la “visita” de Jerusalén fue el día de su juicio, que debía comenzar por la Casa de Dios. El Señor (Ml 3,1) no halló fruto en el templo ni conversión en Jerusalén; el Señor fue rechazado, expulsado de la ciudad, crucificado, y la presencia de Dios abandonó el templo, rasgándose en dos el velo del Santuario de arriba abajo, desde lo alto (Mt 27,51). Según una tradición judía, ante la muerte de un hijo, el padre rasgaba sus vestiduras. Así también el templo vacío y sin fruto se secará como la higuera (Mt 21,18) y quedará en manos de los demonios, que lo destruirán junto con la ciudad, como hemos escuchado en el Evangelio: «Tus enemigos te rodearán de empalizadas, te cercarán y te apretarán por todas partes; te estrellarán contra el suelo a ti y a tus hijos que estén dentro de ti, y no dejarán en ti piedra sobre piedra, porque no has conocido el tiempo de tu visita.»

Pero el Señor tenía designios de paz para su pueblo, como también hoy, cuando se acerca a nosotros con entrañas de misericordia, llamándonos a conversión. Quizá tenga que llorar sobre alguno de nosotros, porque ve lo que nos espera si no nos convertimos: «¡Si también tú conocieras en este día el mensaje de paz! Sellaré un pacto en tu favor aquel día; arco, espada y guerra los quebraré lejos de esta tierra, y os haré reposar en seguro. Pero ahora ha quedado oculto a tus ojos.»

Así ocurre con los que acuden a los ídolos: «Tienen ojos y no ven; tienen oídos y no oyen; no comprenden en su corazón, no se convierten y no son curados.» Y como dijo Orígenes (Hom. in Lucam 38): «Yo no niego que aquella Jerusalén fuese destruida por los pecados de sus habitantes; pero os pregunto si estas lágrimas han sido vertidas también sobre vuestra Jerusalén. Cuando alguno peca después de participar en los misterios de la verdad, se llorará por él; pero no por ningún gentil, sino sólo por aquel que perteneció a Jerusalén y después la abandonó.»

Ahora es el tiempo favorable. ¡Volved a mí, hijos apóstatas! Deje el malvado su camino y vuelva al Señor, porque ahora es tiempo de misericordia. Ya el segador recibe su salario y recoge fruto para vida eterna. Convertíos a mí y yo me convertiré a vosotros. Veréis lo que haré con vosotros: me daréis gracias a boca llena, bendeciréis al Señor de la justicia y ensalzaréis al Rey de los siglos. Yo le doy gracias en mi cautiverio; anuncio su grandeza y su poder a un pueblo pecador.

                    Que así sea.

                                                            www.cowsoft.net/jesusbayarri  

 

 

 

 

Miércoles 33º del TO

Miércoles 33º del TO

Lc 19, 11-28

Queridos hermanos:

Ante el final del año litúrgico y la contemplación de Cristo Rey, alfa y omega de la historia, la liturgia dirige hoy su mirada hacia la próxima venida del Señor, como juez, ante quien hay que rendir cuentas, y hacia la preparación cósmica del acontecimiento decisivo para toda la creación.

La Palabra de este día nos presenta el sentido de la vida como un tiempo de misión: recibir y hacer fructificar el don del amor de Dios, que nos ha sido dado por la efusión de su Espíritu. El Señor, que nos ha llamado a la misión y nos ha entregado su Espíritu a cada cual según su capacidad, volverá a recibir los frutos y dará a cada uno según su trabajo: una recompensa buena, apretada, remecida y rebosante, incomparable con nuestros esfuerzos, según su omnipotencia y su generosidad extremas. Como vemos en la parábola, el Señor no se queda con nada: incluso el que tiene diez recibe la parte del siervo malo y perezoso. Es imposible imaginar los bienes que Dios ha preparado para quienes le aman. San Pablo sólo alcanza a decir: “Nuestros sufrimientos en el tiempo presente no son comparables con la gloria que se ha de manifestar en nosotros.”

El estar en vela, de que habla el Evangelio, consiste en la vigilancia de un corazón que se ejercita en el amor, según el don recibido. Pensemos en la esposa del Cantar de los Cantares: “Yo dormía, pero mi corazón velaba.”

El amor es siempre actividad fecunda en el servicio, como vemos en el Evangelio. En cambio, el pecado, como ruptura con el amor, produce el miedo desde los orígenes, como nos muestra el libro del Génesis. En eso consiste la infidelidad del siervo malo: en hacer estéril la gracia recibida; en transformar el amor en un miedo que lo paraliza en la desobediencia, por la incredulidad; en romper con el amor mediante el juicio que lo corrompe. Y así, como un miembro muerto debe ser amputado para no exponer a todo el cuerpo a la gangrena, también la infidelidad debe ser apartada.

A veces nos lamentamos de no alcanzar a comprender la grandiosidad de Dios, su bondad y su amor. Pero esta incapacidad está en consonancia con aquella otra: la de no ser conscientes de la gravedad de nuestros pecados. Dios, en su sabiduría, va acrecentando en nosotros la conciencia de nuestras faltas en la medida en que progresa nuestro conocimiento de su amor. Lo segundo conduce a lo primero. La pecadora del Evangelio, a quien se le ha perdonado mucho, muestra en consecuencia mucho amor, porque ha recibido mucho perdón. Y ya lo dice san Juan: “El amor no consiste en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó primero.”

Lo más importante es confiar en el Señor y servir a su generosidad con amor, y a su amor con generosidad, sin mirar excesivamente al resultado, porque es Dios quien da el incremento. El secreto, como en el caso de la viuda, no está en dar mucho o poco, sino en darse por entero.

Dice Jesús: “Mi Padre trabaja siempre, y yo también trabajo.” Es la actividad constante del amor que Cristo quiere en sus discípulos, para que tengan vida y fruto abundantes en la gran obra de la Regeneración.

          Que así sea.

                                                             www.cowsoft.net/jesusbayarri  

Martes 33º del TO

Martes 33º del TO

Lc 19, 1-10                                                              

Queridos hermanos:

El Evangelio nos habla de Jericó, figura del mundo, donde se encuentra el hombre necesitado de salvación; mientras que Jerusalén es figura del cielo, lugar de la presencia de Dios.

El Señor, como buen samaritano, baja de Jerusalén a Jericó en busca del hombre herido en el camino, para usar con él de misericordia. A la entrada de Jericó se detiene para curar a Bartimeo, como veíamos ayer, mostrando a todos los que le siguen su fe. Hoy, se adentra en Jericó al encuentro de un publicano rico y descarriado en el mundo, llamado Zaqueo, para entrar en su casa, llenarla de luz y hacerle heredar las promesas hechas a Abrahán y a sus hijos, porque el amor nunca desespera de la salvación de nadie.

Ayer vimos a un pobre ciego encontrar el tesoro escondido del Reino de Dios; hoy, vemos a un hombre rico y de pequeña estatura acoger la salvación en su casa. Hemos contemplado a un camello pasar por el ojo de una aguja; a un pecador, alegrar a los ángeles de Dios.

Natanael, el “judío en quien no hay engaño”, es hallado debajo de la higuera como fruto maduro. Zaqueo, como fruto verde, se encuentra aún sobre el árbol. Pero ambos, al igual que Bartimeo, en Cristo son amados y conocidos por su nombre de vivos; mientras que aquel “rico epulón” de la parábola permanece en el abismo de la muerte, y su nombre es ignorado. Sólo queda memoria de sus vicios.

Como el ciego Bartimeo, también Zaqueo ha oído hablar de Jesús de Nazaret. Conoce su pequeñez y lo que le impide seguirle, pero la gracia que actúa en él le hace correr y subirse al sicómoro, para que Cristo salga a su encuentro, llenándole de la alegría propia del Espíritu Santo al sentirse llamado, conocido y amado por Dios. Al sicómoro, higuera sin fruto, la gracia lo ha hecho fructificar con Zaqueo. También la cruz del Salvador, de la que los incrédulos se burlan llamándola estéril, alimenta —como la higuera— a los que creen en Él, dice san Beda.

Como Bartimeo, Zaqueo hará solemnemente, puesto en pie, profesión de su fe, mostrándola con sus obras, como dice Santiago (St 2,18): “Daré —dice— la mitad de mis bienes a los pobres, y restituiré cuatro veces lo defraudado”. Al dios de este mundo le ha sido arrebatado un hijo de Abrahán. La salvación ha entrado en la casa de Zaqueo.

Ambos, Bartimeo y Zaqueo, para acercarse a Jesús deben separarse de la muchedumbre incrédula que les dificulta acudir a Él: uno gritando, el otro corriendo y subiéndose al árbol. La multitud que no cree, en un caso murmura contra Cristo, y en el otro trata de hacer callar al ciego.

El pecador es buscado con compasión y paciencia, siendo encontrado por la misericordia de Dios, para la cual no son obstáculo ni la ceguera y la pobreza de Bartimeo, ni la pequeñez y la riqueza de Zaqueo.

El Evangelio de hoy nos muestra que Dios no se contenta con esperar que volvamos a Él, sino que Él mismo sale a nuestro encuentro y se adentra en nuestra realidad de muerte para llamarnos, salvarnos y enviarnos a proclamar la Buena Noticia de su amor.

Así nos busca hoy el Señor, porque conviene que entre en nuestra noche para iluminarla. Ojalá podamos reconocer nuestra miseria y nuestra corta estatura en el amor; ojalá nos sintamos conocidos por el Señor y nos salve. Entonces podremos ponernos en pie y proclamar su misericordia con nosotros; exultar y hacer Pascua con Él.   

          Que así sea

                                                   www.cowsoft.net/jesusbayarri  

 

 

Lunes 33º del TO

Lunes 33º del TO

Lc 18, 35-43

Queridos hermanos:

El Evangelio de hoy nos presenta al ciego de Jericó, nuestro viejo compañero en el camino de la fe. San Marcos lo llama Bartimeo, quien invoca a Jesús como Rabbuni, haciéndose a sí mismo fiel y discípulo. Aparece sentado, incapaz de caminar, y el Camino mismo viene a su encuentro, impulsándolo a seguirlo.

Es digno de considerar cómo un pobre mendigo ciego haya llegado a ser conocido por su nombre a lo largo de los siglos, precisamente por haber tenido la gracia de discernir en Jesús de Nazaret al Cristo de Dios, siendo su fe un ejemplo para la Iglesia y para todos nosotros. El Evangelio nos describe la gesta de su fe, su oración y su testimonio de la Verdad, para nuestra edificación.

Este ciego, que es además pobre y mendigo, ha llegado por los caminos misteriosos de la gracia —que desconocemos— a un discernimiento del que carecían los sacerdotes, escribas y fariseos de su tiempo, y que incluso el mismo Pedro tuvo que recibir directamente del Padre celestial: “Jesús de Nazaret es el Mesías, el Hijo de Dios vivo.” A Él lo señalan las Escrituras como “Hijo de David”, siendo de todos conocido que, en su venida, daría la vista a los ciegos.

He aquí un ciego que ve; un pobre mendigo que ha encontrado el tesoro escondido y quiere hacerlo suyo; un ignorante que conoce la verdad de la Vida y, en el momento en que la tiene a su alcance, la proclama instruyendo a los doctos. He aquí un hombre fácilmente despreciable de Jericó, más digno que los notables de Jerusalén. He aquí un ciego que, con su oración, hace detenerse al Sol en Jericó, como en otro tiempo Josué en Gabaón; un ciego que ilumina a todo el pueblo; un pobre que enriquece a los potentados.

Ha llegado el momento de proclamar su fe, como dice san Cirilo: ¡Jesús! ¡Hijo de David, Mesías! ¡Rabbuni, mi maestro y mi Señor!

No en vano Jesús le deja seguir gritando con insistencia, como a los niños de Jerusalén y como a sus elegidos que claman a Él día y noche. Está profetizando, proclamando el Evangelio con todo su ser: un pobre mendigo ciego. A este ciego lo hace esperar, porque con sus clamores está salvando al mundo, proclamando la fe que trae la salvación: “Todo el pueblo, al verlo, alabó a Dios.” Cristo es el Mesías que da la vida al mundo, perdonando sus pecados como testimonio del amor de Dios.

Después, el ciego añade su súplica: ¡Ten compasión de mí! Y Jesús le responde: ¿Qué quieres que haga por ti, si ya has alcanzado el Reino de Dios y su justicia? ¿Qué quieres por añadidura? Todo se te puede dar. Recobra la vista, ya que así lo deseas; pero es tu fe la que te ha salvado.

Ha llegado también el momento de dejar la seguridad que le ofrecía su manto, según nos narra el Evangelio de Marcos, para seguir al Señor hacia la Jerusalén de arriba, hacia Cristo, que es el Camino a la casa del Padre. Superada la etapa de la humildad, gritando al Señor; superada también la etapa de la simplicidad, proclamando su fe; por fin ha llegado el momento de entrar en la alabanza de los elegidos: “Y le seguía glorificando a Dios.”

A eso nos invita ahora el Señor en la Eucaristía: a nosotros, ciegos y pobres, ignorantes y mendigos, si es que hacemos nuestra la fe de Bartimeo.

 Que así sea.

                                                   www.cowsoft.net/jesusbayarri  

Domingo 33º delTO C

Domingo 33º del TO C

Ml 3, 19-20; 2Ts 3, 7-12; Lc 21, 5-19.

Queridos hermanos:

Este penúltimo domingo, al acercarnos al final del año litúrgico y a la contemplación de Cristo Rey, alfa y omega de la historia, la liturgia dirige nuestra mirada hacia la próxima venida del Señor como juez, ante quien habrá que rendir cuentas, y hacia la preparación cósmica de ese acontecimiento decisivo para toda la creación. Es el tiempo de la separación definitiva del mal y de sus consecuencias; el tiempo de la restauración plena del plan de Dios en todo su esplendor.

Esta vida, este mundo y todo cuanto parece estable y permanente tienen un final establecido, que se acerca velozmente y que nos ha sido revelado junto a la promesa de una vida nueva y eterna en compañía del Señor. A Él nos hemos unido por la fe, y esa unión nos hace vivir en la esperanza dichosa de su regreso, porque lo amamos. Estos dones nos impulsan a testificarlos ante el mundo que gime bajo la esclavitud del mal, pues el Señor, que es amor, se ha entregado por todos en su Hijo. Nos llama, en primer lugar, a conocer su amor, para que, viviendo una vida ordenada y coherente con el don de su gracia, podamos rescatar a muchos en su nombre para la vida eterna.

El mundo y el diablo tratarán de impedir nuestra misión, como lo hicieron con el Señor, persiguiéndolo y llevándolo a la muerte. Pero el Señor, victorioso sobre el pecado y la muerte, nos entrega su victoria y la fuerza de su Espíritu de amor. Él nos sostiene en el combate al que somos sometidos, dándonos paciencia en el sufrimiento y confianza en su asistencia, asegurándonos que no perecerá ni uno solo de nuestros cabellos, y que con nuestra perseverancia alcanzaremos la salvación.

Poner el corazón en lo pasajero es una forma de idolatría, que siempre defrauda a quienes se apoyan en los ídolos. La fe, por el contrario, nos ayuda a trascender en el Señor, roca firme, y a recibir de Él fortaleza ante los acontecimientos, así como discernimiento frente a los falsos profetas que confunden a muchos.

Al tiempo del fin precederá un tiempo de impiedad y arrogancia; tiempo de violencia e injusticia; tiempo de falsedad y engaño, como el nuestro. Contra ello nos previene el Señor: “No os dejéis engañar”.

Cuántas sectas y cuántos falsos mesianismos existen en nuestros días, arrogándose la identidad cristiana. Dice el Señor: “No les sigáis”. Perseverad en la fe de la Iglesia, rezando por ella sin escandalizaros de sus defectos o de sus excesos, de sus manchas y arrugas. Que no se enfríe vuestra caridad. No os aterréis por la violencia.

Después, el mal, exasperado por la inminencia de su derrota definitiva, se volverá contra nosotros y seremos perseguidos hasta la muerte. Ese será el momento favorable para el testimonio de la Verdad y el tiempo de la misericordia divina, que busca la salvación de los impíos. Que no os desesperen los sufrimientos, porque seréis preservados y “no perecerá uno solo de vuestros cabellos”.

Que el amor nos mantenga vigilantes, con el discernimiento de la fe, y a salvo de los engaños constantes del maligno, que desde el principio ha pretendido “ser”. Detrás de cada falso mesías hay una palabra del Señor que nos despierta y nos purifica. Los ataques a la fe son temibles por su violencia, pero quizá más aún por su seducción hacia un engañoso bienestar y una falsa paz. Se necesita la iluminación de la cruz y de la historia para reconocer, en medio de ellos, al Señor. Por último, las fuerzas del cosmos serán sacudidas, y la salvación estará en perseverar.

La misericordia de Dios, como en tiempos de Jonás, hará una última llamada a la humanidad, porque el trigo deberá ser purificado y separado de la paja, que será quemada por el fuego, como decía Malaquías. Mientras tanto, para vosotros brillará un sol de justicia que lleva la salvación en sus rayos.

 Proclamemos juntos nuestra fe.

                                                             www.cowsoft.net/jesusbayarri  

Sábado 32º del TO

Sábado 32º del TO 

Lc 18, 1-8

Queridos hermanos.

Hoy, la Palabra nos habla de la oración, que debe ser constante y sin desfallecer. Inculcar significa reafirmar que no existe otra posibilidad de vida cristiana que permanecer unidos a Cristo, a Dios, con el corazón y también con la boca, cuando sea posible. No porque Dios requiera de nuestra insistencia extrema, sino porque —como nos dice la parábola— en la vida cristiana se libra un combate que ha de durar hasta el fin de los tiempos, ya que existe un adversario que sólo será encadenado en el “Día del Hijo del Hombre”, cuando venga a hacer justicia. Mientras tanto, el adversario no cejará en su ataque furibundo contra el creyente.

Cuando Israel se acerca a la tierra prometida y se dispone a conquistarla, la figura de este adversario es Amalec, que se opone a que Israel llegue a la tierra. Para vencerlo, Israel necesita de la oración de Moisés, mientras combate sin desfallecer. En el Evangelio, la viuda —figura de la Iglesia— requiere de la constancia en la súplica ante el juez como ayuda contra su adversario. En ambos casos, el adversario es invencible por las solas fuerzas humanas, por lo que se necesita el auxilio de la intercesión poderosa ante Dios, mientras dura el tiempo establecido por Él para la acción del Adversario, que normalmente sobrepasa la vida de un hombre. Dios, que siempre escucha la oración, hará justicia pronto, aunque nos haga esperar.

Cristo, al hablar de la necesidad de orar siempre sin desfallecer, nos pone sobre aviso: el combate nos acompañará toda la vida, hasta que se le quite todo poder al Adversario. Sólo entonces el combate dejará de ser necesario.

Una oración así implica una fe en consonancia con ella, que la haga posible. Cristo lo manifiesta uniendo oración y fe: “Pero cuando el Hijo del Hombre venga, ¿encontrará la fe sobre la tierra? ¿Una fe que haga que sus elegidos clamen a Él día y noche?”.

El Señor hace esperar a sus elegidos que claman a Él día y noche, como hizo esperar al ciego de Jericó, Bartimeo. Porque con su clamor hacen presente a Cristo, testificando con su fe el amor de Dios a cuantos les rodean.

La oración garantiza la victoria; la fe hace posible la oración. En la oración no son necesarias muchas palabras, pero sí constancia en la actitud del corazón, cercanía y unión amorosa con el Señor. Descubriendo la propia precariedad, el creyente confía plenamente en Él. Quizá más importante que aquello que pedimos sea el hecho mismo de pedirlo: que nuestro corazón se mantenga en constante relación de amor, bendición y agradecimiento a Dios, presentándole también nuestras preocupaciones y necesidades, sin olvidar las de nuestros semejantes.

Ya decía san Agustín: “La oración es el encuentro de la sed de Dios —que es su amor— con la sed del hombre —que es su necesidad de amar y de ser amado—.

           Que así sea.                                                                                                                                   www.cowsoft.net/jesusbayarri  

Viernes 32º del TO

Viernes 32º del TO

Lc 17, 26-37

Queridos hermanos:

Una palabra sobre la vigilancia: porque todo lo que ahora nos envuelve con apariencia de consistencia es, en realidad, precario y transitorio, si consideramos nuestro destino eterno. Hay momentos y acontecimientos imprevistos en la historia humana y del mundo que marcan una discontinuidad radical de la existencia: el diluvio, la destrucción de Sodoma, las guerras, las catástrofes naturales, la vida de las personas, las enfermedades, los accidentes y la muerte misma. Frente a ellos no hay más posibilidades que encontrarse dentro o fuera; de ello depende la propia subsistencia. La salvación de Noé fue entrar en el arca, y la de Lot, salir de Sodoma; pero en ambos casos la salvación vino de escuchar y adecuarse a la Palabra de Dios, que sitúa al hombre para salvarlo.

Así dice Cristo que sucederá el día de su manifestación: habrá un antes y un después que alcanzará a todo hombre, dondequiera que se encuentre, dependiendo su destino de su situación en relación con la Palabra de Dios encarnada, que es Cristo. Será algo evidente: «Donde esté el cuerpo, allí también se reunirán los buitres.» Así sucede también en cada uno, individualmente, ante el anuncio del Kerigma: según lo acoja o lo rechace, se sitúa ante la misericordia o ante el juicio. Todo en la existencia actual es provisional, en espera de que Cristo lo transforme en definitivo; toda opción del hombre se establece a favor o en contra suya. «El que no está conmigo, está contra mí.»

La Palabra del Evangelio nos presenta una llamada al discernimiento y a la vigilancia, que nos sitúen consecuentemente junto a Cristo y frente al mundo, mientras el tiempo llega a su cumplimiento.

Para quien ha conocido al Señor, su esperanza está llena de inmortalidad, como dice la Escritura refiriéndose a los justos. El sentido de su vida es la inmolación propia del amor, a semejanza de la creación misma: el poder perder la vida por el Señor y por el Reino de los Cielos, a favor de los hombres, anunciando el Evangelio a tiempo y a destiempo, con oportunidad o sin ella, dando así razón de nuestra esperanza. Esta Palabra es una llamada a la vigilancia del corazón: para conocer, amar y servir al Señor, esperando con ansia su venida en el amor a los hermanos.

Unámonos a la esperanza de la Iglesia diciendo en la Eucaristía: ¡Maran-athá! Ven, Señor; que pase este mundo y que venga tu Reino.

            Que así sea.

                                        www.cowsoft.net/jesusbayarri