Viernes 17º del TO
Mt 13, 54-58
Queridos hermanos, ¿quién no se ha sentido desconcertado ante la grandeza que brota de la sencillez? No es de extrañar la perplejidad de los habitantes de Nazaret, los conciudadanos de Jesús, al ver que aquel a quien conocieron como "el hijo del carpintero", emerge de pronto como maestro y profeta, asombrando al mundo con sus palabras y sus obras.
También
nosotros, si somos sinceros, luchamos por comprender esa elección libre y
gratuita del Señor, que —como dice la Escritura— “alza del polvo al pobre, para
sentarlo entre los príncipes de su pueblo”. Esta es la lógica divina que
atraviesa toda la historia de la salvación: una lógica que escoge lo pequeño
para confundir lo grande, lo débil para avergonzar a lo fuerte, lo despreciado
para mostrar la dignidad escondida.
Según
una antigua tradición copta, san José —viudo y padre de cuatro hijos: Santiago,
José, Simón y Judas— se desposó con María y fue así como Santiago, aún niño,
entró en la familia. Con el paso del tiempo, este niño sería llamado “el
hermano del Señor”, pues llegó a ser uno de los doce apóstoles. José, el
"tekton", el artesano —carpintero como lo traducimos— encarnaba la
humildad y el trabajo silencioso. Y de su oficio y figura tomaría Jesús su
único título distintivo entre sus paisanos: “el hijo del carpintero”.
A
través de José, el Padre nos revela la humildad del Hijo. En contraste con la
soberbia que rige los poderes del mundo, el Señor se nos muestra manso,
rechazando la violencia que nace del orgullo. Es el Cordero degollado quien
vence a la bestia. Para transitar los caminos del amor —¡el verdadero amor!— se
requiere humildad, mansedumbre y sumisión. No son virtudes débiles, sino la
fortaleza de quienes han aprendido a confiar en el poder de Dios.
Hoy
el Señor nos invita a reconocer su encarnación, que muchas veces se nos
presenta en rostros comunes, en personas enviadas que nos desconciertan. Y nos
llama, como lo hizo a su pueblo, a superar la tentación de despreciar lo
conocido, de rechazar al que no encaja en nuestras expectativas. Porque el
Mesías, hermanos, sigue viniendo a nosotros envuelto en humildad.
¡Que
tengamos ojos para ver y corazones para recibir a Aquel que viene a salvarnos
desde lo más bajo, entregando su vida hasta el extremo!
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