Lunes 17º del TO
Mt 13, 31-35
La gracia germina en nuestra tierra humana
Queridos hermanos:
Las parábolas del Reino, como preciosos hilos entrelazados, tejen juntas la gracia divina y la acción del hombre. En ellas, como en el misterio de la Encarnación, se entrecruzan el Verbo eterno y nuestra humanidad frágil, sin romperse, sin disolverse. Cristo es el Reino: en Él, nuestra humanidad ha sido injertada de forma indisoluble. Así, la semilla divina —pequeña como un grano de mostaza— contiene en sí la potencia y el vigor de Dios. No con estruendo, sino con firmeza silenciosa, se abre paso, crece y se fortalece hasta alcanzar proporciones que superan con mucho cualquier obra humana.
Sin embargo, no podemos permanecer
inactivos. Dios, en su misterio de amor, ha querido supeditar su obra al
asentimiento del hombre. Necesita —¡sí!— de nuestra respuesta. El Reino avanza,
pero desea hacerlo con nosotros. Por eso, la acción humana, aunque pequeña,
debe ser el mínimo obstáculo posible para la gracia. Así lo dijo el Señor: “Las
puertas del infierno no prevalecerán” frente al Reino de Dios (Mt 16,18),
porque el Reino es sostenido en su combate por la fuerza de la gracia. Aun así,
cabe preguntarnos con temor y temblor: “Cuando venga el Hijo del Hombre,
¿hallará fe sobre la tierra?” (Lc 18,8).
¿Las últimas generaciones perseverarán en
la fe? ¿Nos mantendremos firmes hasta ser contados en esa “muchedumbre
inmensa que nadie podía contar” (Ap 7,9), en el Reino eterno, que vence
hasta las últimas defensas del infierno?
La semilla debe enterrarse, la levadura
integrarse en la masa. Así también el alma debe rendirse al soplo del Espíritu,
sin resistencias, sin rebeldías. San Pablo lo expresó con humildad y claridad: “Por
la gracia de Dios soy lo que soy; pero la gracia de Dios no ha sido estéril en
mí. Antes bien, he trabajado más que todos ellos. Pero no yo, sino la gracia de
Dios conmigo” (1Co 15,10).
La pequeña semilla del Reino se
convertirá en cosecha abundante, en muchedumbre incontable, con Cristo a la
cabeza, guardada en el granero divino. Mientras tanto, el Dragón y sus ángeles
serán encadenados y precipitados al abismo, vencidos por la potencia del
Cordero.
El camino del hombre corre paralelo al
del Reino. No se aparta, no se cruza, sino que se mantiene en tensión entre la
potencia de la Palabra y la libertad de la criatura. La semilla necesita una
tierra humilde que la acoja, y el hombre debe trabajar, sabiendo siempre que es
Dios quien da el incremento. Los inicios humildes del Reino no se comparan con
su glorioso desarrollo. A cada uno de nosotros nos corresponde aceptar,
guardar, lanzar la red, creer, perseverar, vivir... y Dios, por su parte,
abrirá las compuertas de su gracia.
Entonces, frente a la escasez de fruto,
no culpemos a Dios: la causa está en nuestra respuesta imperfecta. Digamos con
el corazón: “Amén” al Cristo que se nos da. Y Él —fiel a su promesa—
multiplicará el fruto ciento por uno.
Que así sea.
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