Miércoles 14º del TO

Miércoles 14º del TO

Mt 10, 1-7

Elección y misión de los apóstoles

Queridos hermanos, el Señor, en su infinita sabiduría, eligió a los apóstoles de entre sus discípulos. Lo hizo después de pasar la noche en oración, porque toda elección divina está precedida por el diálogo íntimo con el Padre. ¿Y para qué los eligió? Para que estuviesen con Él, y para enviarlos a predicar. No sólo fueron compañeros, fueron testigos, enviados, columnas sobre las que se edifica la Iglesia.

Ellos fueron los primeros en proclamar el Evangelio en Judea y, más tarde, hasta los confines del mundo. Mientras a los espíritus malignos les ordena guardar silencio, a los apóstoles les da la palabra viva para anunciar la buena nueva. Dice el Evangelio que acudieron a Él muchos de la región de Tiro y Sidón: primicias de los gentiles que los apóstoles habrían de congregar para el Reino.

La tradición los reconoce como mártires, testigos que no sólo anunciaron con sus labios, sino también con su sangre. El Apocalipsis los contempla como fundamentos de las puertas celestiales de la ciudad santa, la nueva Jerusalén, desposada e iluminada por el Cordero inmolado, donde los hijos de Dios son consolados con consolación eterna.

También nosotros, hermanos, hemos sido asociados por Cristo al ministerio de los apóstoles. Hoy somos llamados a estar con Él allí donde se hace presente: en el pobre, en el enfermo, en la liturgia, en la oración que eleva nuestro corazón al cielo, y en el pecador que se acerca buscando la gracia de la conversión.

El número doce no es casualidad: evoca al Israel elegido, depositario de las promesas, símbolo de la continuidad de la bendición dada a Abrahán, por medio de la cual serían bendecidas todas las naciones. Cristo, el retoño de David, perpetúa la realeza santa y la elección de su pueblo, extendiéndola a los gentiles por medio de aquellos que Él llama “apóstoles”: nuevo nombre para una nueva vida, donada por el Espíritu Santo, que los envía a iluminar el mundo y salar la tierra, para la regeneración de toda la creación.

Ellos, heraldos del Evangelio y maestros de las naciones, sumergen al mundo en las aguas de la vida eterna que brotan del costado abierto de Cristo. Con su predicación sacian la sed ancestral de la humanidad redimida.

¡Oh, gloriosos apóstoles de Cristo, que disteis testimonio derramando vuestra sangre como lo hizo el Maestro! Con esa misma sangre habéis nutrido a todos los pueblos para la vida eterna.

Pedro, Andrés, Santiago y Juan; Felipe, Mateo, Bartolomé y Tadeo; Santiago el de Alfeo, Tomás, Simón el Cananeo y Matías, elegido para ocupar el lugar del que desertó.

Hoy, como Iglesia, nos unimos a ellos en la bendición, en la exaltación, en la glorificación y en la acción de gracias al Padre, quien nos dio a su Hijo como propiciación por nuestros pecados, y lo resucitó para nuestra justificación.

A Él, el honor, la gloria, el poder y la alabanza, por los siglos de los siglos.

Amén.

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