Martes 14º del TO
Mt 9, 32-38
Queridos hermanos:
Esta palabra nos revela la centralidad profunda de la misión de Cristo y, por ende, de la Iglesia: proclamar el Reino de Dios comenzando por el Israel creyente, caminando de sinagoga en sinagoga, de ciudad en ciudad, de pueblo en pueblo, anunciando con palabras vivas y con signos el poder del Cielo. Cristo no solo se compadece de las multitudes abandonadas a su impiedad, sino que ha sido enviado precisamente a ellas, a las ovejas perdidas. Y aunque no descuida a las fieles, su corazón arde de amor por los alejados.
Por
la misión, el mal retrocede en el corazón humano y Satanás cae de su encumbramiento.
No es un simple movimiento humano: es el impulso del Reino que avanza cuando se
anuncia la Buena Nueva con celo ardiente.
«Rogad,
pues, al Dueño de la mies que envíe obreros a su mies.» ¿Quién sino Dios puede
suscitar pastores según su corazón? Oremos, entonces, con fe viva, para que Él
envíe mensajeros que se conviertan en verdaderos pastores: hombres que busquen
a las ovejas perdidas y las cuiden con el mismo amor con que el Pastor eterno
nos ha cuidado.
Porque
si el amor de Dios anhela la salvación del hombre, todos aquellos que tienen su
mismo Espíritu participan de ese mismo celo redentor. Interceden, como
lo hizo Cristo, ante el Padre, movidos por el deseo que brota del corazón
divino. Él nos ha adquirido y enviado el Espíritu Santo, para que, siendo
criaturas, estemos en sintonía con nuestro Creador, por medio de la fe.
Como
dijo Jesús: “El que no recoge conmigo, desparrama; el que no está contra
vosotros, está por vosotros.”
Unidos
al Padre, en la comunión de su Espíritu, Cristo y su Iglesia —Cabeza y
Cuerpo, Sembrador y Segadores— recogen juntos fruto para la vida eterna.
Grande es la fuerza de la comunión; prioritario es el celo evangelizador de los
discípulos. Dios desea que nuestro amor se entrelace con su salvación, que
nuestro corazón entre en sintonía con el suyo. ¡Dios quiere que el hombre se
implique en la salvación del hombre! Por eso se ha encarnado en Cristo, y ha
derramado su Espíritu sobre toda carne, para que el amor sea el que guíe
todas las cosas.
Cada
carisma de salvación está sometido, no por imposición, sino por gracia, a la
aceptación libre y gozosa de cada pastor y de cada oveja. Porque así
corresponde a un corazón que ama los deseos de su Señor. Cristo le decía a
Madre Teresa: “Quiero esto de ti… ¿Me lo negarás?”
Cuando
Jesús enseña a los discípulos a orar para que el Padre envíe obreros a su mies,
los invita también a abrirse ellos mismos a la misión, diciendo como
Isaías: “Heme aquí: envíame”.
La
Iglesia tiene el corazón de Cristo, su celo por la oveja perdida. Ese debe ser
también el corazón de los pastores, y de todos cuantos hemos recibido el
Espíritu Santo. Cuando Cristo envía a los discípulos les dice: “Id más bien a
las ovejas perdidas.”
Es
fácil hallar pastores que se apacientan a sí mismos, que cuidan de sus propios
intereses. Pero lo que necesita el mundo son obreros de la mies divina,
pastores que cuiden del rebaño con especial atención por las ovejas descarriadas,
movidos por un amor que refleja el amor de Dios mismo.
Que
el Señor nos conceda esa gracia.
Amén.
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