Sábado 16º del TO
Mt 13, 24-30
La parábola de la cizaña: tiempo de misericordia
Hermanos,
todos hemos sido llamados al amor. Pero esta vocación no es un destino
automático: es un camino. Un camino que implica conversión constante,
maduración en la caridad y afirmación en la verdad. Es un tiempo santo, un
tiempo en el que Dios obra en lo oculto, incluso transformando la cizaña en
grano, y purificando nuestros corazones para hacernos dignos del “granero”
eterno de su Reino.
Como
en otras parábolas del Reino, la de la cizaña nos introduce en el misterio de
la libertad humana: esa tensión profunda entre el bien sembrado constantemente
y proclamado por el Evangelio y la seducción del mal. Dios, en su paciencia,
permite al maligno sembrar su engaño, pero no para condenar, sino para que el
hombre se ejercite en la virtud con su gracia, elija el Bien y se afiance en la
Verdad.
¡Cuántos
hoy, como los siervos de la parábola, se escandalizan ante la presencia del
mal! Algunos se desaniman, otros desestiman el poder del Evangelio, y no pocos
rechazan las fatigas del combate espiritual. Pero olvidan que incluso san
Pablo, ese gran apóstol, fue en su momento cizaña. Dios permitió su error, no
por debilidad, sino por misericordia. Lo llamó, lo transformó, y su vida se
convirtió en un testimonio del triunfo del Bien sobre el mal.
¿Y
cuál fue el punto de partida de esa conversión? La humildad, hermanos. La misma
humildad que nos enseña el Padrenuestro, cuando reconocemos nuestros pecados y
proclamamos que el amor de Dios ya ha comenzado a fructificar en nosotros. Esa
humildad nos sostiene en cada paso del camino cristiano.
La
misericordia divina siembra verdad y vida con la luz de su Palabra, mientras
que el maligno siembra mentira, engaño y muerte, oculto en las tinieblas que le
son propias. Pero no temamos, porque así como las tinieblas no vencieron a la
luz cuando el mundo fue creado, tampoco lo harán ahora que la creación ha sido
redimida por Cristo. Hoy es tiempo de espera. Tiempo de paciencia. Tiempo de
higos... Tiempo del perdón poderoso, del amor eterno que aguarda la justicia y
el juicio.
La
Revelación nos muestra que Dios no es sólo justo, omnipresente y omnisciente.
Es, por encima de todo, Amor misericordioso. Nos ha creado para participar de
su gloria, en comunión con Él, y nos ha hecho libres: libres para elegirlo,
libres para rechazarlo. Pero si elegimos el mal, su misericordia no se retira.
Nos concede tiempo, nos ofrece conversión. Y con su gracia, podemos vencer el
mal a fuerza de bien. El Dios revelado por la fe no se desentiende del mundo:
espera, llama y redime.
No
hay contradicción entre la existencia del mal y la realidad del Dios-Amor. Sí
la habría si llamáramos “dios” a una idea abstracta, fría, omnipresente pero
ausente, omnisciente pero distante. Pero el Dios vivo, el Dios que se ha
revelado en Cristo, es ternura que salva, justicia que espera, amor que
transforma.
Hermanos, abramos el corazón a este tiempo de gracia. Que la cizaña que aún habita en nosotros sea transformada. Que nuestra fe dé fruto. Que nuestra libertad, ejercida en la virtud, nos conduzca al granero eterno del Reino.
Que así sea.
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